lunes, enero 21, 2008

La leyenda del aire

EL AERO A-100
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En los años treinta, cuando la situación política de Europa ennegrecía, el Ministro de Defensa Nacional de Checoslovaquia se vio forzado a modernizar las Fuerzas Aéreas. En 1932 el Ministro organizó un concurso de diseños de aéroplanos y bombarderos con el cual buscaba encontrar un remplazo a los obsoletos biplanos Aero A-11, Letov S-16 y Aero AP-32. La competencia fue ganada por la Aero Factory con la presentación del prototipo Aero A-100, quien venció al Praga E-36, el cual no pudo ser terminado a tiempo.

Para ese tiempo, el Aero A-100 era un rápido biplano de una limpia aerodinámica. La primer demostración pública ocurrió durante un show aéreo en Praga el 10 de septiembre de 1933, con el piloto Jan Vnuk en los controles. El problema principal del prototipo A-100 fue la vibración en la armadura y en la unión de la cola con los alerones. Después de la instalación del equipamento militar también las características de vuelo dejaron mucho que desear: los alerones y las partes del armazón fueron rediseñadas y las partes del frente fueron alargadas.

El Ministro Nacional de Defensa ordenó la primer serie de once A-100 el 18 de octubre de 1933. Este pedido fue llevado a cabo por el ejercito entre julio y octubre de 1934. La segunda serie de 33 aviones más fue realizada entre enero y mayo de 1935. De acuero a su velocidad, el A-100 debía ser usado principalmente para tareas de reconocimiento. La versión de largo alcance podía sostener hasta un máximo de cinco horas de autonomía de vuelo. Su versión bombardera podía almacenar hasta 600 kilos de armamento. El A-100 estuvo al servicio de los Escuadrones de Reconocimiento del Regimiento Aéreo hasta la movilización de 1938. Entonces fue adaptado para cumplir funciones de entrenamiento dontándolo de controles dobles. Este servicio lo llevó a cabo en la Escuela Militar de Vuelo de Prestijov. El desarrollo del A-100 continuó con las versiones A-101 Y AB-101.

Para la mañana del 09 de mayo de 1945 el territorio de Bohemia había sido practicamente liberado de la ocupación Nazi y sólo algunos focos de resistencia del ejercito alemán prestaban batalla ante la euforia de las legiones checas. Apenas un tiempo después -ese mismo día- llegaría la ansiada noticia de la recapitulación Alemana. En este contexto ninguna orden había sido impartida para que el Escuadron de Entrenamiento Número 01 de la Escuela Militar de Vuelo de Prestijov sobrevuele las ciudades checas; acariciando desde la nubes que se alzaban sobre el Castillo de Praga hasta aquellas que adornaban Teplice, Budejovice y el barrio obrero de Zikov.

Si bien los poderosos bombardeos rusos ya dejaban entresentir en la Europa central los aires de liberación y de resurgimiento en todo el territorio, el vuelo de aquellos Aero A-100, que sin orden alguna decoraron los cielos de Bohemia, se parecieron increiblemente a un hermoso grupo de alondras que después de tanto tiempo volvían a casa.





martes, enero 15, 2008

El otro K. (última entrega)

Prólogo de Carlos Fuentes
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Dura lex

En ambos K, Kafka y Kundera, rige una normatividad hermética. La libertad no es posible rque la libertad es perfecta. Tal es la solemne realidad de la ley. No hay paradoja alguna. La bertad supone una cierta visión de las cosas, encierra la posibilidad mínima de darle un sentido al mundo. Pero en el mundo de las leyes penales de Kafka y del socialismo científico de Kundera, esto no es posible. El mundo ya tiene un sentido y la ley se lo otorga, dice Kafka. Kundera añade: el mundo del socialismo científico ya tiene un sentido y la ley revolucionaria, historia objetivada, común e idílica, se lo otorga. Es inútil buscar otro sentido. ¿lnsiste usted? Entonces será usted eliminado en nombre de la ley, la revolución y la historia.
Dado este presupuesto, la libertad auténtica se convierte en una empresa autodestructiva. La persona que se defiende se lesiona a sí misma: José K. en El proceso, el agrimensor en El castillo, todos los bromistas de Kundera. En cambio, Jaromil no sólo no se defiende. Ni siquiera ofrece una resistencia pasiva: se une entusiastamente al idilio político que es su idilio poético hipostasiado en acción histórica. La poesía convertida en farsa porque se identificó con el idilio histórico: el acto poético subversivo es restarle toda seriedad a esa historia, a esa ley. El acto poético es una broma. El protagonista de La broma, Ludvik Khan, le envía una tarjeta postal a su novia, una joven comunista seria y celosa que parece amar más a la ideología que a Ludvik. Como Ludvik no concibe amor sin humor, le envía una tarjeta posta1 a su novia con el siguiente mensaje: “El optimismo es el opio del pueblo!... Viva Trotsky! (fdo) Ludvik.” La broma le cuesta la libertad a Ludvik. “Pero camaradas, sólo era una broma”, trata de explicar antes de ser enviado a trabajos forzados en una mina de carbón. HUmor con humor se paga, sin embargo. El Estado totalitario aprende a reírse de sus víctimas y perpetra sus propias bromas. ¿No lo es que Dubcek, por ejemplo, sea un inspector de tranvías en Eslovaquia? Si el Estado es el autor de las bromas, es porque ni siquiera esa libertad pretende dejarle a los ciudadanos y entonces éstos, como el protagonista del cuento de Kundera, Eduardo y Dios. Pueden exclamar que “la vida es muy triste cuando no se puede tomar nada en serio”. Tal es la ironía final del idilio histórico: su portentosa solemnidad, su interminable entusiasmo, acaban por devorar hasta las bromas subversivas. La risa es aplastada cuando la broma es codificada por la perfección de la ley que a partir de ese momento dice, también, “esto es gracioso y ahora debes reír”. Creo que no hay imagen más aterradora del totalitarismo que esta creada por ‘Milan Kundera: el totalitarismo sobre la risa, la incorporación del humor a la ley, la transformación de las víctimas en objetos de humor oficial, prescrito en las vastas construcciones fantásticas que, como los paisajes carcelarios de Piranesi o los tribunales laberínticos de Kafka, pretenden controlar los destinos. El del joven poeta Jaromil en La vida está en otraparte se consume con una sola nota de salvación: la simetría opositiva con el destino de su padre. Este perdió la vida por el absoluto concreto de salvar a una persona. Jaromil la perdió por el absoluto abstracto de entregar a una persona.

El padre de Jaromil actuó como actuó porque sintió que la necesidad de la historia es una necesidad crítica. Jaromil actuó como actuó porque sintió que la necesidad de la historia es una necesidad lírica. El padre murió, quizás, sin ilusiones pero también sin delusiones. Deludido, el hijo se entregó a una dialéctica del engaño en la que cada burla es trascendida y devorada por una burla superior.
El novelista Kundera, lector de Novalis, sólo busca esa instancia de la escritura que, relativa como toda narración, arriesgada como todo poema, aumente la realidad del mundo mientras dice que nada puede soportar el peso entero de la vida: ni la historia, ni el sexo, ni la política, ni la poesía.
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El rincón del destino

En abril de 1969, el socialismo democrático fue formalmente enterrado en Checoslovaquia. La primavera de Praga, en efecto, murió dos muertes. La primera, en agosto de 1968, cuando los tanques soviéticos entraron a impedir que las elecciones dentro del partido comunista se fundasen en el sufragio secreto. La segunda, cuando el gobierno de Dubcek, en su patria ocupada por el invasor “fraterno”, buscó desesperadamente la solución obrera, ya que no pudo acudir a la solución armada. La Ley sobre la Empresa Socialista creaba los consejos de fábrica como centros democráticos de la iniciativa política en la base obrera. Fue el colmo: darle lecciones de política proletaria a Moscú. La URSS intervino decisivamente, mediante sus Quislings locales, Indra y Bilak, para determinar la caída final de Alexander Dubcek.

Milan Kundera define el socialismo democrático de Checoslovaquia: “Un intento de crear un socialismo sin una policía secreta omnipotente; con libertad para la palabra dicha y escrita; con una opinión publica cuya existencia es reconocida y tomada en cuenta; con una cultura moderna desarrollándose libremente; y con ciudadanos que han dejado de tener miedo.” ¿Quién quiere reír? ¿Quién quiere llorar? La broma en Checoslovaquia la hace ahora el Estado. Eso aprendió de SUS enemigos: el humor, así sea macabro. ¿Quiere usted escribir novelas? Supere entonces mi broma, perfectamente legal, sancionada y ejecutada en nombre del idilio: Dos enterradores, enviados por el gobierno de Praga, llegan, féretro en hombros, a casa de uno de los firmantes de la “Carta 77” que reclama el cumplimiento en Checoslovaquia de las disposiciones sobre garantías fundamentales suscritos en Helsinki por el régimen de Husak.

La policía les anunció que el firmante había muerto.
El firmante dice que no ha muerto. Pero cuando cierra la puerta, se detiene un instante y se pregunta si, en efecto, no ha muerto. Voy a buscar pronto a mi amigo Milan para seguir conversando con él, cada día más cargado de hombros, más ensimismado, más ausente en la profundidad de su mundo negro y claro, donde el optimismo cuesta caro porque es demasiado barato y donde la novela se sitúa más allá de la esperanza y la desesperanza, en el territorio humano de los destinos conmovidos y las verdades relativas que es el de los autores que él y yo amamos y leemos, Cervantes y Kafka, Mann y Broch, Laurence Sterne. Pues si en la historia la vida está en otra parte porque en la historia un hombre puede sentirse reponsable de su destino pero su destino puede desentenderse de él, en la literatura hombre y destino se responsabilizan mutuamente porque uno y otro no son una definición o una- prédica de verdad alguna, sino una constante redefinición de cada ser humano en cuanto problema. Este es el sentido del destino de Jaromil en La vida está en otra parte, de Ludvik en La broma, de la enfermera Ruzena, el trompetista Klima y el doctor Skreta, que inyecta su semen a las mujeres histéricamente estériles: en la más acabada e inquitante de las novelas de Kundera, el vals del adiós.
Porque, al contrario de los amos de la historia, Milan Kundera está dispuesto a darlo todo por su propio destino y el de sus personajes fuera del “idilio inmaculado” que pretende darlo todo y no da nada. La ilusión del porvenir ha sido el idilio de la historia moderna. Kundera se atreve a decir que el porvenir ya tuvo lugar, bajo nuestras narices, y huele mal. Y si el porvenir ya tuvo lugar, sólo son posibles dos actitudes. Una, reconocer la farsa. Otra, recomenzar, replantear los problemas humanos. En ese rincón final del espíritu cómico y la sabiduría trágica donde el idilio no penetra con su luz histórica e histriónica, Milan Kundera escribe algunas de las grandes novelas de nuestro tiempo. Su rincón no es una cárcel: ésta, nos advierte Kundera, es otro sitio del idilio que se solaza en iluminar teatralmente hasta las más impenetrables penumbras penitenciarias. Tampoco es un circo: el poder se ha encargado de
robarle la risa a los ciudadanos para obligarlos a reír legalmente.

Es la utopía interna, el espacio real de la vida intocable, el reino del humor donde Plutarco, citado por Aragon, conoce el carácter de la historia mejor que en los combates más sanguinarios o en los asedios más memorables.

El otro K. (tercer entrega)

Prólogo de Carlos Fuentes
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El poeta crédulo
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El lirismo, nos dice Milan Kundera, es una virtud y el hombre se emborracha para confundirse más fácilmente con el universo. La poesía es el territorio donde toda afirmación se vuelve verdad. La revolución también: es la hermana de la poesía. Y salva al joven poeta de la pérdida de su ternura en un mundo adulto, relativista. Poesía y revolución son absolutos; los jóvenes son “monistas apasionados, mensajeros del absoluto”.
El poeta y el revolucionario encarnan la unidad del mundo. Los adultos se ríen de ellos y así comienza el drama de la poesía y de la revolución. La revolución le enseña entonces el camino a la poesía. “La revolución no quiere ser estudiada u observada, quiere que uno se haga uno con ella: es en ese sentido que es lírica y que el lirismo le es necesario.” Gracias a esa unidad lírica, el temor máximo del joven poeta es dominado: el futuro deja de ser una incógnita. El porvenir se convierte en “esa isla milagrosa en la lejanía” porque “el porvenir deja de ser un misterio; el revolucionario lo conoce de memoria”. Así, nunca habrá futuro: será siempre una promesa conocida, pero diferida, como la vida misma que concebimos en el instante de la ternura infantil.
Cuando encuentra esta identidad (esta fe), Jaromil se libera de las exigencias del gineceo mentiroso donde la parcialidad egoísta del amor femenino aparece disfrazada con pretensiones de absoluto. La incertidumbre de las épocas revolucionarias es una ventaja para la juventud, “pues es el mundo de los padres el que es precipitado en la incertidumbre”. Jaromil descubre que su madre le impedía encontrar a la madre perdida. Esta es la revolución
y exige perderlo todo para ganarlo todo, sobre todo la libertad: “La libertad no comienza allí donde los padres son rechazados o enterrados, sino donde no son. Allí donde el hombre viene al mundo sin saber de quién.”
El idilio revolucionario, lo vemos, lo sustituye todo, lo encarna todo, esa la vez parricidio y nuevo nacimiento y exige más que los padres, más que la amante: “La gloria del deber nace de la cabeza cortada del amor.” La revolución contiene la tentación idílica de apropiarse de la poesía y el poeta lo acepta porque gracias a la revolución él y su poesía serán amados “por el universo entero”. Idilio que suple las insuficiencias de la vida, el amor, la madre, la amante, la infancia misma, elevándolas a la lírica unitaria de la experiencia, la comunidad, la acción, el futuro. Profecía armada que hace del poeta un profeta armado. ¿Cómo no rendirse ante este idilio y ofrecer en su altar todas nuestras acciones reales, cada vez más reales, más concretas, más revolucionarias?
El poeta puede ser un delator. Esta es la realidad terrible que nos es dicha por La vida está en otra parte. Jaromil el joven poeta delata en nombre de la revolución, condena a los débiles, los envía con tanta seguridad como el juez al patíbulo y la inocencia nos muestra su sonrisa sangrienta. “El poeta reina con el verdugo” y no, subraya Kundera, porque el régimen totalitario haya deformado el talento del poeta, ni porque el poeta sea mediocre y busque el refugio totalitario, no: Jaromil no denuncia a pesar de su talento lírico, sino, precisamente, gracias a él. No estamos acostumbrados a escuchar algo tan brutal y es preciso dejarle la palabra a Kundera, que ha vivido lo que nosotros sólo conocemos de trasmano, cuando se dirige a “nosotros”: “Todos los jóvenes contestatarios alrededor de ustedes, tan simpáticos por lo demás, hubiesen reaccionado, en la misma situación, de la misma manera. Si Paul Eluard hubiese sido checo, hubiese sido un poeta oficial y su corazón puro e inocente se hubiese identificado perfectamente con el régimen de los procesos y de las horcas. Me siento estupefacto ante la incapacidad occidental de ver su rostro en el espejo de nuestra historia. La tragicomedia que se representa en mi país es también la de vuestras ideas, vuestro entusiasmo, vuestras doctrinas, vuestro fanatismo, vuestros sueños y vuestra inocencia cruel.”
Kundera tiene 49 años. A las 80, Aragón puede decir: “. . . lo que sacrificamos de nosotros mismos, lo que nos arrancamos de nosotros mismos, de nuestro pasado, es imposible de valorizar, pero lo hacíamos en nombre del porvenir de los demás”.
El siglo va a morir sin que este sacrificio engañoso vuelva a ser necesario. Basta morir, en nuestro tiempo, para defender la integridad del presente, de la presencia del ser humano: el que mata en nombre del porvenir de todos es un reaccionario.
.La utopía interna
.No es posible evadir la ardiente cuestión de las novelas de Milan Kundera. Es la cuestión de nuestro tiempo y posee una resonancia trágica, porque se dirime en la esencia de nuestra libertad posible.
Esa cuestión es simplemente ésta: ¿Cómo combatir la injusticia sin engendrar la injusticia? Es la pregunta de todo hombre actuante en nuestro tiempo. Ante el espectáculo de ese movimiento, Aristóteles se limitó a comprobar que la tragedia es “la imitación de la acción”. Lo trágico no es lo pasivo ni lo fatal, sino lo actuante. Acaso la respuesta a la pregunta de Kundera, que es la nuestra, se encuentre entonces, más que en una respuesta, en una creación: la de un orden de valores capaz de absorber la causalidad ética de la historia y elevarla a un conflicto, ya no entre el bien y el mal, sino entre dos valores que quizás no sean el bien y el bien, pero que tampoco, seguramente, serán el mal y el mal. La pérdida del paraíso, leemos en La vida está en otra parte, sólo nos permite distinguir la belleza de la fealdad, no el bien del mal. Adán y Eva se saben bellos o feos, no malos o buenos. La poesía está al lado de la historia, esperando ser descubierta, ser invitada a la historia por el poeta que confunde el idilio violento de la revolución con la tragedia serena de la poesía. El problema de Jaromil es el de Kundera: descubrir las avenidas invisibles que necesariamente parten de la historia pero conducen a todas las otras realidades apenas entrevistas, sospechadas, imaginadas, en la frontera entre el sueño y la vigilia, más allá de la estadística pero también más allá de la fantasía: esa realidad completa, sin sacrificios ni reducciones, cuyas puertas modernas fueron entreabiertas por Franz Kafka.
Coleridge imaginaba una historia contada no antes o después, por encima o por debajo del tiempo sino, en cierto modo, al lado del tiempo, su compañera y su complemento indispensable. La avenida hacia esa realidad que completa y da sentido a la realidad certificable, inmediata, se encuentra en un plano extraordinario de la novela de Kundera, donde, verdaderamente, la vida se encuentra. La apertura hacia el lugar donde la vida es (la
Utopía interna de esta novela) se encuentra en cada una de las palabras que nos cuentan la vida que es pero que no acaba de ser porque no se da cuenta de que su realidad hermana, posible, está al lado de ella, esperando ser vista. Más: esperando ser soñada. Como las películas de Buñuel, como el Peter Ibbetson de Du Maurier, como el surrealismo todo, la novela de Kundera sólo existe plenamente si sabemos abrir las ventanas del sueño que contiene. Un misterio llamado Xavier es el protagonista del sueño que es sueño del sueño, sueño dentro del sueño, sueño cuyos efectos perduran mientras un nuevo sueño, su hijo, su hermano, su padre, apunta dentro del sueño anterior. En esta epidemia de sueños que se contagian unos a otros, Xavier es el poeta que Jaromil pudo ser, que Jaromil es porque existió al lado de él o que, quizás, Jaromil será en el sueño de la muerte. Lo importante es que en este sueño engastado, de muñecas rusas, similar al tiempo infinitamente oracular de Tristram Shandy en Auxerre, todo sucede por primera vez. En consecuencia, cuanto ocurre fuera del sueño es una repetición. Estamos aquí en un plano oscilante de la realidad total del mundo que Kundera nos ofrece con una inteligencia narrativa poco común. La historia, dijo Marx, se manifiesta primero como tragedia; su repetición es una farsa. Kundera nos interna en una historia que le niega todo derecho a la tragedia y a la farsa para consagrarse perpetuamente en el idilio. Cuando el idilio se evapora y el poeta se convierte en delator, estamos autorizados a buscar al poeta en otra parte: su nombre es Xavier, vive en el sueño y allí la historia -no el sueño- es una farsa, una broma, una comedia. El sueño contiene esta farsa porque la historia la ha expulsado con horror de su idilio mentiroso. El sueño la acoge en reserva, esperando que la historia no se repita. Ese será el momento en que la historia deje de ser farsa y pueda ser el lugar donde está la vida. Mientras tanto, la vida y el poeta están en otra parte y allí revelan sin tapujos la naturaleza farsante de la historia.
Los capítulos dedicados a Xavier responden a la pregunta: ¿el poeta no existe? con estas palabras: No, el poeta está en otra parte. Y ese lugar donde el poeta está pero donde el poeta actúa la historia como farsa plena es un sueño cómico que, de paso, revela la vasta influencia de Milan Kundera como maestro de los cineastas checos modernos. En el tránsito sin fisuras de un sueño a otro, la historia aparece como una farsa sin 1ágrimas. El melodrama de La Grande Breteche de Balzac es re-presentado por los hermanos Marx que, como todos saben, son los padres de las hermanas Marx, las “pequeñas Margaritas” de la anarquía -en-el- socialismo imaginada por la cineasta Vega Chytilova. El sueño perverso del cine es la pesadilla y la ambición de Jaromil: ser visto por todos, sentir que “todas las miradas se volvían hacía él”. En el cine, en el teatro, todos, los otros, los demás, nos ven. El terror cierto del cine expresionista alemán consiste en eso: la posibilidad de ser visto siempre por otro, como el Mabuse de Fritz Lang nos ve incesantemente desde su celda en el manicomio, como Peter Lorre, el vampiro de Dusseldorf en M, es visto por los mil ojos de la noche mendicante.

Lo que ha sido visto por todos no puede pretender ni a la originalidad ni a la virginidad. Re-presentada como teatro onírico, re-escrita como novela imposible, la historia aparece siempre como una farsa. Pero si sólo hay farsa, esto es una tragedia. Tal es el sentido del chiste en Kundera. En un mundo despojado de humor, la broma puede ser el rechazo de un universo, “un calcetín en la estatua de Apolo”, un policía encerrado para siempre en un armario, amurallado como un personaje de Edgar Allan Poe interpretado por Buster Keaton. La broma, el humor, son excepción, liberación, relevación de la farsa, burla de la ley, ensayo de libertad. Por ello, la ley la convierte en crimen.

jueves, enero 10, 2008

El otro K. (segunda entrega)

Prólogo de Carlos Fuentes
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Mi amigo Kundera
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Fuimos invitados por la Unión de Escritores Checos en esa etapa extrañísima que va del otoño de 1968 a la primavera final, la de 1969. Sartre y Simone de Beauvoir habían ido a Praga, también Nathalie Sarraute 23 y otros novelistas franceses; creo que Grass y Boll también.
Se trataba de fingir que nada había pasado; que aunque las tropas soviéticas estuviesen acampadas en las cercanías de Praga y sus tanques escondidos en los bosques, el gobierno de Dubcek aún podía salvar algo, no conceder una derrota, triunfar con la perseverancia humorística del soldado Schweik.
Los latinoamericanos teníamos títulos para hablar de imperialismos, de invasiones, de Goliates y Davides; podíamos defender, ley en una mano, historia en la otra, el principio de no intervención. Dimos una entrevista colectiva sobre estos asuntos para la revista literaria Listy,
que entonces dirigía nuestro amigo Antonin Liehm. Fue la última entrevista que apareció en el último número de la revista. No hablamos de Brezhnev en Checoslovaquia, sino de Johnson en la República Dominicana. No cesó de nevar durante los días que pasamos en Praga. Nos compramos gorros y botas. Cortázar y García Márquez, que son dos melómanos parejamente intensos, se arrebataron las grabaciones de óperas de Janacek; Kundera nos mostró partituras originales del gran músico checo que estaban entre los papeles del pianista, Kundera padre. Con Kundera cominos jabalí y knedliks en salsa blanca y bebimos slivovicz y trabamos una amistad que, para mí, ha crecido con el tiempo.
Compartía desde entonces, y comparto cada vez más con el novelista checo, una cierta visión de la novela como un elemento indispensable, no sacrificable, de la Eivilización que podemos poseer juntos un checo y un mexicano: una manera de decir las cosas que de otra manera no podrían ser dichas. Hablamos mucho, entonces, más tarde, en París, en Niza, en La Renaudiére, cuando viajó con su esposa Vera a Francia y allí encontró un nuevo hogar porque en su patria “normalizada” sus novelas no pueden ser ni publicadas ni leídas.
Se puede reír amargamente: la gran literatura de una lengua frágil y sitiada en el corazón de Europa tiene que ser escrita y publicada fuera de su territorio. La novela, género supuestamente en agonía, tiene tanta vida que debe ser asesinada. El cadáver exquisito debe ser prohibido porque resulta ser un cadáver peligroso. “La novela es indispensable al hombre, como el pan”, dice Aragón en su prólogo a la edición francesa de La broma. ¿Por qué? Porque en ella se encontrará la clave de lo que el historiador -el mitógrafo vencedor- ignora o disimula. “La novela no está amenazada por el agotamiento”, dice Kundera, “sino por el estado ideológico del mundo contemporáneo. Nada hay más opuesto al espíritu de la novela, profundamente ligada al descubrimiento de la relatividad del mundo, que la mentalidad totalitaria, dedicada a la implantación de una verdad única.”
¿Escribiría quien esto dice, para oponerse a una ideología, novelas de la ideología contraria? De ninguna manera. Borges dice del Corán que es un libro árabe porque en él jamás se menciona un camello. La crítica Elizabeth Pochoda hace notar que la longevidad de la opresión política en Checoslovaquia es atestiguada en las novelas de Kundera porque nunca es mencionada. Condenar al totalitarismo no amerita una novela, dice Kundera. Lo que le parece interesante es la semejanza entre el totalitarismo y “el sueño inmemorial y fascinante de una sociedad armoniosa donde la vida privada y pública forman unidad y todos se reúnen alrededor de una misma voluntad y una misma fe. No es un azar que el género más favorecido en la época culminante del stalinismo fuese el idilio”.
La palabra está dicha y nadie la esperaba. La palabra es un escándalo. Es muy cómodo guarecerse detrás de la grotesca definición del arte por José Stalin: “Contenido socialista y forma nacional”. Es muy divertido y muy amargo (la broma amarga sí que estructura el universo de Kundera) traducir esta definición a términos pragmáticos, como se lo explica un crítico praguense a Philip Roth: El realismo socialista consiste en escribir el elogio del gobierno y el partido de tal manera que hasta el gobierno y el partido le entiendan. El escándalo, la verdad insospechada, es esta que oímos por boca de Milan Kundera: el totalitarismo es un idilio.
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Idilio
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Idilio es el nombre del viento terrible, constante y descompuesto que atraviesa las páginas de los libros de Milan Kundera. Es lo primero que debemos entender.
Aliento tibio de la nostalgia, resplandor tormentoso de la esperanza: el ojo helado de ambos movimientos, el que nos conduce a reconquistar el pasado armonioso del origen y el que nos promete la perfecta beatitud en el porvenir, se confunden en uno solo, el movimiento de la historia. Unicamente la acción histórica sabría ofrecernos, simultáneamente, la nostalgia de lo que fuimos y la esperanza de lo que seremos. Lo malo, nos dice Kundera, es que entre estos dos movimientos en trance idílico de volverse uno, la historia nos impide, simplemente, ser nosotros mismos en el presente. El comercio de la historia consiste en “Venderle a la gente un porvenir a cambio de un pasado”.
En su famosa conferencia de la Universidad de Jena en 1789 Schiller exigió el futuro ahora. El año mismo de la Revolución Francesa, el poeta rechazó la amenaza de una promesa perpetuamente diferida para que así pudiese ser siempre una mentira sin comprobación posible: en consecuencia, una verdad, siempre promesa a costa de la plenitud del presente. El siglo de las luces consumó la secularización del milenarismo judeo-cristiano y, por primera vez, ubicó la edad de oro, no sólo en el tierra, sino en el futuro. Del más antiguo chamán indio hasta don Quijote, de Homero a Erasmo, sentados todos alrededor del mismo fuego de los cabreros, el tiempo del paraíso era el pasado. A partir de Condorcet, el idilio sólo tiene un tiempo: el futuro. Sobre sus promesas se construye el mundo industrial de Occidente.
La aportación de Marx y Engels es reconocer que no sólo de porvenir vive el hombre. El luminoso futuro de la humanidad, cercenada por la Ilustración de todo vínculo con un pasado definido por sus filósofos como bárbaro e irracional, consiste para el comunismo en restaurar también el idilio original, la armonía paradisíaca de la propiedad comunal, el paraíso degradado por la propiedad privada. Pocas utopías más hermosas, en este sentido, que la descrita por Engels en su prólogo a La dialéctica de la Naturaleza.
El capitalismo y el comunismo comparten la visión del mundo como vehículo hacia esa meta que se confunde con la felicidad. Pero si el capitalismo procede por vía de atomización, convencido de que la mejor manera de dominar es aislar, pulverizar y acrecentar las necesidades y satisfacciones igualmente artificiales de los individuos que necesitan más y se contentan más en función de su aislamiento mismo, el comunismo procede por vía de integración total.
Cuando el capitalismo intentó salvarse a sí mismo con métodos totalitarios, movilizó a las masas, les puso botas, uniformes y suástica al brazo. La parafernalia parainfernal del fascismo violó las premisas operativas del capitalismo moderno, cuyos padrinos, uno en la acción,
el otro en la teoría, fueron Franklin Delano Roosevelt y John Maynard Keynes. Es dificil combatir un sistema que siempre se adelanta a criticarse y a reformarse a sí mismo con más concreción que la que le es dable de inmediato al más severo de sus adversarios. Pero ese
mismo sistema carecerá de la fuerza de seducción de una doctrina que hace explícito el idilio, que promete tanto la restauración de la Arcadia perdida como la construcción de la Arcadia por venir. Los sueños totalitarios han encendido la imaginación de varias generaciones de jóvenes: diabólicamente, cuando el idilio tenía su cielo en la cabalgata del Valhalla wagneriano y las legiones operísticas del nuevo Escipión; angelicalmente, cuando podía concitar la fe de Romain Rolland y André Malraux, Stephen Spender, W.H. Auden, y André Gide. Se necesita, en cambio, ser un camionero borracho o una solterona agria para salir a darse de golpes y sombrillazos por una Arcadia tan deslavada como “el sueño americano”.
Los personajes de Kundera giran en torno a este dilema: ¿ser o no ser en el sistema del idilio total, el idilio para todos, sin excepciones ni fisuras, idilio precisamente porque ya no admite nada ni nadie que ponga en duda el derecho de todos a la felicidad en una Arcadia ubicua, paraíso del origen y paraíso del futuro? No sólo idilio, subraya Kundera en uno de sus cuentos, sino idilio para todos, pues “todos los seres humanos, desde siempre, aspiran al idilio, a ese jardín donde cantan los ruiseñores, a ese reino de la armonía donde el mundo no se yergue enajenado contra el hombre y el hombre contra los demás hombres, sino donde el hombre y los hombres están, por el contrario, hechos de una misma materia y donde el fuego que brilla en las estrellas es el mismo que ilumina las almas. Allí, cada cual es una nota en una sublime fuga de Bach y quien no quiera serlo se convierte en un punto negro y desprovisto de sentido al cual basta agarrar y aplastar bajo la uña como una pulga”.
Como una pulga. Milan Kundera, el otro K de Checoslovaquia, no necesita acudir a forma alegórica alguna para provocar la extrañeza y la incomodidad con las que Franz Kafka inundó de sombras luminosas un mundo que ya existía sin saberlo. Ahora, el mundo de Kafka sabe que existe. Los personajes de Kundera no necesitan amanecer convertidos en insectos porque la historia de la Europa central se encargó de demostrarle que un hombre no necesita ser un insecto para ser tratado como un insecto. Peor: los personajes de Milan K. viven en un mundo donde todos los presupuestos de la metamorfosis de Franz K. se mantienen incólumes, con una sola excepción: Gregorio Samsa, la cucaracha, ya no cree que sabe, ahora sabe que cree. Tiene forma humana, se llama Jaromil y es poeta.
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El santo niño de Praga
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Durante la segunda guerra, el padre de Jaromil ha perdido la vida en aras de un absoluto concreto: proteger a una persona, salvarla de la delación, la tortura y la muerte. Esa persona era la amante del padre de Jaromil. La madre del poeta, que siente una repugnancia tan absoluta hacia la animalidad física como su marido hacia la animalidad moral, lo engaña no por sensualidad sino por inocencia.
Cuando el padre desaparece, la madre sale del reino de los muertos con su hijo entre brazos. Lo esperará a la salida del colegio con una gran sombrilla. Encarnará la belleza de la tristeza a fin de invitar a su hijo a ser con ella esa pareja intocable: madre e hijo, amantes frustrados,
protección absoluta a cambio de la renuncia absoluta. Lo mismo va a exigirle Jaromil primero al amor, a la revolución en seguida, a la muerte finalmente: entrega absoluta a cambio de protección absoluta. Es un sentimiento feudal, el que el siervo ofrecía a su señor. Jaromil cree que es un sentimiento poético: el sentimiento poético, que le permite situarse no “fuera de los límites de su experiencia, sino bien por encima de ella”. Verlo, así, todo. Ser visto. Los mensajes del rostro, las miradas enigmáticas a través de una cerradura con la muchacha Magda en su tina (tan enigmáticas como el encuentro de los pies de Julien Sorel y Madame Renal debajo de la mesa), la lírica del cuerpo, de la muerte, de las palabras, de la ciudad, de los otros poetas (Rimbaud, Maiakovski, Wolker) constituyen el repertorio poético original de Jaromil. No quiere separarlo de su vida; quiere ser, como Rimbaud, el joven poeta que lo ve todo y es totalmente visto antes de volverse totalmente invisible y totalmente ciego. Todo o nada: se lo exige al amor de la pelirroja. Debe ser total o no será. Y cuando la amante no le promete toda su vida, Jaromil espera el absoluto de la muerte; pero cuando la amante no le promete la muerte, sino la tristeza, la pelirroja deja de tener una existencia real, correspondiente a la interioridad absoluta del poeta: todo o nada, vida o muerte. Todo o nada: se lo exige a su madre más allá de las agrias y locas expectativas de la mujer que quiere ser la amante frustrada de su hijo. El repertorio variado y ambiguo del chantaje materno absolutista, sin embargo, se descompone en demasiadas emociones parciales: piedad y reproche, esperanza, cólera, seducción. La madre del poeta -y Kundera nos dice que “en las casas de los poetas, reinan las mujeres”- no puede ser Y ocasta y se vuelve Gertrudis, creyendo darle todo al hijo para que el hijo continúe dándole hasta pagar lo imposible: es decir, todo. Jaromil no será Edipo, sino Hamlet: el poeta que ve en su madre no el absoluto que añora, sino la reducción que asesina.
En la página más hermosa de esta maravilla narrativa que es La vida está en otra parte (el capítulo 13 de la tercera parte), Kundera nos sitúa a Jaromil en “el país de la ternura, que es el país de la infancia artificial”: “La ternura nace en el instante en el que somos empujados hacia el umbral de la edad adulta y nos damos cuenta con angustia de las ventajas de la infancia que no comprendimos cuando éramos niños. La ternura, es crear un espacio artificial
donde el otro puede ser tratado como un niño. La ternura es también el temor de las consecuencias físicas del amor; es una tentativa de sustraer el amor al mundo de los adultos y de considerar a la mujer como una niña.”
Es esta ternura imposible lo que Jaromil el poeta no va a encontrar ni en su madre ni en su amante, ambas cargadas del amor “insidioso, constrictivo, pesado de carnosidad y de responsabilidad” propio de la edad adulta, sea el amor de la mujer con su poeta amante o el de la madre con su hijo crecido. Es este el idilio irrecuperable en los seres humanos y que Jaromil va a buscar, y encontrar, en la revolución socialista: necesita el absoluto para ser poeta, como Baudelaire necesitaba, para serlo, “estar siempre ebrio... de vino, de poesía o de virtud, a vuestro gusto”.

El otro K. (primer entrega)

Prólogo de Carlos Fuentes

En diciembre de 1968, tres latinoamericanos friolentos descendimos de un tren en la terminal de Praga. Entre París y Munich, Cortázar, García Márquez y yo habíamos hablado mucho de literatura policial y consumido cantidades heroicas de cerveza y salchicha. Al acercarnos a Praga, un silencio espectral nos invitó a compartirlo.
No hay ciudad más hermosa en Europa. Entre el alto gótico y el siglo barroco, su opulencia y su tristeza se consumaron en las bodas de la piedra y el río. Como el personaje de Proust, Praga se ganó el rostro que se merece. Es difícil volver a Praga; es imposible olvidarla. Es cierto: la habitan demasiados fantasmas. Sus ventanas espantan; es la capital de las desfenestraciones.
Se mira hacia ellas y siguen cayendo, matándose sobre las losas pulidas y húmedas de la Malá Strana y el Palacio Cerni, los reformadores husitas y los agitadores bohemios; también, nacionalistas del siglo veinte y comunistas que no encontraron su siglo. No fue el nuestro el que correspondió a Dubcek, aunque sí a los dos Masaryk. Entre el Golem y Gregorio Samsa, entre el gigante y el escarabajo, el destino de Praga se tiende como el Puente de Carlos sobre el Ultava: cargado de fatalidades escultóricas, de comendadores barrocos que acaso esperan la hora del encantamiento interrumpido para girar, hablar, maldecir, recordar, escapar al “maleficio de Praga”. Aquí estrenó Mozart su Don Giovanni, el oratorio de la maldición sagrada y la burla profana trascendidas por la gracia; de aquí huyeron Rilke y Werfel; aquí permaneció Kafka. Aquí nos esperaba Milan Kundera.
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Si la historia tiene un sentido...
.Yo había conocido a Milan en la primavera de ese mismo año, una primavera que llegaría atener un solo nombre, el de su ciudad. Fue a París para la publicación de La broma y lo agasajaron Claude Gallimard y Aragón, que escribió el prólogo para la edición francesa de esa novela que “explica lo inexplicable”. Añadía el poeta francés: “Hay que leer esta novela. Hay que creer en ella.” Me fue presentado por Ugné Karvelis, quien desde principios de los sesentas decía que los dos polos más urgentes de la narrativa contemporánea se encontraban en la América Latina y en la Europa Central. No, Europa Oriental no; Kundera brincó cuando empleé esta expresión. ¿No había yo visto un mapa del continente? Praga está en el centro, no en el este de Europa; el oriente europeo es Rusia, Bizancio en Moscovia, el césaropapismo, zarismo y ortodoxia. Bohemia y Moravia son el centro en más de un sentido: tierras de las primeras revueltas modernas contra la jerarquía opresiva, tierras de elección de la herejía en su sentido primero: elegir libremente, tomar para sí; foros críticos, apresurados tránsitos a lo largo de las etapas dialécticas: barones vencidos por príncipes, príncipes por mercaderes, mercaderes por comisarios, comisarios por ciudadanos herederos de la triple herencia consumada de la modernidad, la rebelión intelectual, la rebelión industrial y la rebelión nacional. Ese triple don había otorgado un contenido al golpe comunista de 1948: Checoslovaquia estaba madura para pasar del reino de la necesidad al reino de la libertad. Los comisarios del Kremlin y los sátrapas locales, con toda su ciencia, no se dieron cuenta de que en las tierras checas y eslovacas la democracia sócial podía surgir de la sociedad civil y jamás de la tiranía burocrática. Por ignorarlo, por servilismo ante el modelo soviético distanciado ya por Gramsci, que habló de la ausencia de sociedad autónoma en Rusia, Checoslovaquia se vio atada con las correas del terror stalinista, las delaciones, los juicios contra los camaradas calumniados, las ejecuciones de los comunistas de mañana por los comunistas de ayer.
Si la historia tiene un sentido, Dubcek y sus compañeros comunistas no hicieron sino otorgárselo: a partir de enero de 1968, desde adentro de la maquinaria política y burocrática del comunismo checo, estos hombres dieron el paso de más que, irónicamente, al cumplir las promesas sustantivas de la ortodoxia marxista, hacía inútiles sus construcciones formales. Si era cierto (y lo era, y lo es) que el socialismo checo fue el producto, no del subdesarrollo hambriento de capitalización acelerada a cambio de estulticia política, sino de un desarrollo industrial capitalista política y económicamente pleno, entonces también era cierto (y lo es, y lo será) que el siguiente paso era permitir la paulatina desaparición del Estado a medida que los grupos sociales asumían sus funciones autónomas.

La sociedad socialista empezó a ocupar los espacios de la burocracia comunista. La planificación central cedió iniciativas a los consejos obreros, el Politburó de Praga a las organizaciones políticas locales. Se tomó una decisión fundamental: dentro de todos los niveles del partido, la democracia se expresaría a través del sufragio secreto. Seguramente fue esta disposición democrática la que más irrito a la Unión Soviética. Nada le fue reclamado por los gobernantes rusos con mayor acrimonia a Dubcek. Para consumar el paso democrático, los comunistas checos adelantaron su Congreso. El país estaba política mente descentralizado pero democráticamente unido por un hecho extraordinario: la aparición de una prensa representativa de los grupos sociales. Prensa de los trabajadores agrícolas, de los obreros industriales, de los estudiantes, de los investigadores científicos, de los intelectuales y artistas, de los pequeños comerciantes, de los mismos periodistas, de todos y cada uno de los componentes activos de la sociedad checa. En la democracia socialista de Dubcek y sus compañeros, las iniciativas del Estado nacional eran comentadas, complementadas, criticadas y limitadas por la información de los grupos sociales; a su vez, éstos tomaban iniciativas que eran objeto de comentarios y críticas por parte de la prensa oficial. Esta misma multiplicación de poderes y pareceres dentro del comunismo había de ser trasladada al parlamento; primero, era necesario establecer la democracia en el partido. Y esto es lo que la URSS no estaba dispuesta a aceptar.
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Los idus de agosto
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Kundera nos dio cita en un baño sauna a orillas del río para contarnos lo que había pasado en Praga. Parece que era uno de los pocos lugares sin orejas en los muros. Cortázar prefirió quedarse en la posada universitaria donde fuimos alojados; había encontrado una ducha a su medida, diseñada sin duda por su tocayo Verne y digna de adornar los aposentos submarinos del Capitán Nemo: una cabina de vidrio herméticamente sellable, dotada de más grifos que el Nautilus y de regaderas oblicuas y verticales a la altura de cabeza, hombros, cintura y rodillas. Semejante paraíso de la hidroterapia se saturaba peligrosamente a una cierta altura: la de los hombres de estatura regular como García Márquez y yo. Sólo Cortázar, con sus dos metros y pico, podía gozarse sin ahogarse. En cambio, en el sauna donde nos esperaba Kundera no había ducha. A la media hora de sudar, pedimos un baño de agua fría. Fuimos conducidos a una puerta. La puerta se abría sobre el río congelado. Un boquete abierto en el hielo nos invitaba a calmar nuestra incomodidad y reactivar nuestra circulación. Milan Kundera nos empujó suavemente hacia lo irremediable. Morados como ciertas orquídeas, un barranquillero y un veracruzano nos hundimos en esas aguas enemigas de nuestra esencia tropical. Milan Kundera reía a carcajadas, un gigantón eslavo con una de esas caras que sólo se dan más allá del río Oder, los pómulos altos y duros, la nariz respingada, el pelo corto abandonando la rubia juventud para entrar a los territorios canos de la cuarentena, mezcla de pugilista y asceta, entre Max Schmelling y el papa polaco Juan Pablo II, marco físico de leñador, escalador de montañas: manos de lo que es, escritor, manos de lo que fue su padre, pianista. Ojos como todos los eslavos: grises, fluidos, al instante risueños, como ahora que nos ve convertidos en paletas de hielo, al instante sombríos, ese tránsito fulgurante de un sentimiento a otro que es el signo del alma eslava, cruce de pasiones. Lo vi riéndose; lo imaginé como una figura legendaria, un cazador antiguo de los montes Tatra, cargado de pieles que les arrancó a los osos para parecerse más a ellos. Humor y tristeza: Kundera, Praga. Kabia y llanto, ¿cómo no? Los rusos eran queridos en Praga; eran los libertadores de 1945, los vencedores del satanismo hitleriano. ¿Cómo entender que ahora entrasen con sus tanques a Praga, a aplastar a los comunistas en nombre del comunismo, cuando debían estar celebrando el triunfo del comunismo checo en nombre del internacionalismo socialista? ¿Cómo entenderlo? Rabia: una muchacha le ofrece un ramo de flores a un soldado soviético encaramado en su tanque; el soldado se acerca a la muchacha para besarla; la muchacha le escupe al soldado. Asombro: ¿dónde estamos, se preguntan muchos soldados soviéticos, por qué nos reciben así, con escupitajos, con insultos, con barricadas incendiadas, si venimos a salvar al comunismo de una conjura imperialista? ¿Dónde estamos? se preguntan los soldados asiáticos, nos dijeron que veníamos a aplastar una insurrección en una república soviética, ¿dónde estamos? ¿dónde? “Nosotros que vivimos toda nuestra vida para el porvenir”, dice Aragón. ¿Dónde? Hay rabia, hay humor también, como en los ojos de Kundera. Trenes estrechamente vigilados: las tropas de apoyo que entran desde la Unión Soviética por ferrocarril pitan y pitan, caminan y caminan, dan vueltas en redondo y acaban por regresar al punto fronterizo de donde partieron. La resistencia a la invasión se organiza mediante transmisiones y recepciones radiales; el ejército soviético se enfrenta a una gigantesca broma: los guarda agujas desvían los trenes militares, los camiones bélicos obedecen los signos equivocados de las carreteras, las radios de la resistencia checa son ilocalizables.

El buen soldado Schweik está al frente de las maniobras contra el invasor y el invasor se pone nervioso. El mariscal Gretchko, comandante de las fuerzas del Pacto de Varsovia, manda ametrallar inútilmente la fachada del Museo Nacional de Praga; los ciudadanos de la patria de Kafka lo llaman el mural de El Gretchko. Un soldado asiático, que nunca las ha visto, se estrella contra las puertas de vidrio en un comercio del metro de la Plaza de San Venceslao y los checos colocan una pancarta: Nada detiene al soldado soviético. Las tropas rusas entran de noche en Marienbad, donde se está proyectando una película de vaqueros en el cine al aire libre, escuchan los disparos de Gary Cooper, llegan cortando cartucho al auditorio y tiran contra la pantalla. Gary Cooper sigue caminando por la calle de un poblado herido para siempre con las balas de una broma amarga. Los espectadores de Marienbad pasan una mala noche y al día siguiente, como en el Vals del adiós de Kundera, regresan a tomar las aguas. Aragón prende su radio el 21 de agosto y escucha la condenación de “nuestras ilusiones perpetuas”. Con él, esa madrugada, todos sabemos que en nombre de la ayuda fraternal, “Checoslovaquia ha sido hundida en la
servidumbre”.

La otra Europa, esta América

El puente de plata.
Esbozar un puente entre la Europa central (esa región que, por culpa de un muro es confundida la del Este y que contiene a la República Checa, Polonia, Eslovaquia, los estados de la ex Yugoslavia, entre otros) y América del Sur no responde a un mero capricho literario. Ambas regiones, como si de espejos enfrentados que reflejaran la izquierda por la derecha y la derecha por la izquierda se tratara, vivieron los últimos años del Siglo XX como estados satélites que respondían a las potencias y a la ideología que por ese entonces se disputaban el mundo: por un lado la Latinoamérica servil a los intereses Estadounidenses, con un modelo liberal cada vez más profundo y bajo la suelas de las botas de las dictaduras militares de turno; por el otro, estados democráticos, caídos bajo el paternalismo de quienes años antes habían sido los bendecidos liberadores de esas tierras del dominio nazi, estados cuya acción y libertad se vio aplastada por el martillo comunista, ni bien una política nacional distanciada al socialismo de la tiranía burocrática y de los intereses estalinistas, asomaba en la región. Pero antes de eso, ambas regiones habían sido márgenes de la cultura de occidente.
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“De pronto, vi mi Europa central inesperadamente cercana a América Latina: dos límites de Occidente situados en extremidades opuestas; dos territorios descuidados, despreciados, abandonados, dos territorios parias; y las dos partes del mundo más profundamente marcadas por la experiencia traumatizante del barroco. Digo traumatizante porque el barroco viajó a América Latina como arte del conquistador, y a mi país natal llegó de la mano de una contrarreforma particularmente sangrienta, lo cual incitó a Max Brod a llamar a Praga la “ciudad del mal”; vi dos partes del mundo iniciadas en la misteriosa alianza del mal y de la belleza.
Vi un puente plateado, sutil, trémulo, centelleante, alzarse como un arco iris por encima del siglo entre mi pequeña Europa central y la inmensa América Latina; un puente que unía a las estatuas extáticas de Matyas Braun en Praga a las delirantes iglesias de México.
Y pensé también en otra afinidad entre estas dos tierras; ambas ocupan un lugar clave en la evolución de la novela del siglo XX: primero, los novelistas centroeuropeos de los años veinte y treinta; luego, veinte, treinta años después, los novelistas latinoamericanos, mis contemporáneos.”

Todo eso cuenta Milan Kundera en su libro “El Telón”, de Editorial TusQuets. La edición española de su novela “La vida está en otra parte” lleva un hermoso prólogo de Carlos Fuentes, en el que Kundera es bautizado como "el otro K". En 1968 este último, junto a Gabriel Garcia Márquez y Julio Cortazar visitaron de la mano de Kundera Praga y crearon, especialmente el primero y más tarde también Octavio Paz, una relación que evidencia más de una afinidad histórica y cultural entre ambas regiones. Tal vez no sea casualidad que dos de los escritores más trascendentales del siglo XX (sino los más), Franz Kafka y Jorge Luis Borges, hayan nacido en esas tierras.

martes, enero 01, 2008

Seifert y los hermanos Capek

Mirando por la ventana del Café Slavia, por Jaroslav Seifert

Junto al río, bajo los árboles, a lo largo de la barandilla de hierro, había un paseo. Era muy frecuentado al anochecer, pero sobre todo el domingo antes del mediodia. En cierta época paseaban por allí los actores del Teatro Nacional. Nosotros ya sólo vimos allí al anciano señor Krossing con su recto y terriblemente alto sombrero de copa. Nadie, en todo Praga, llevaba un sombrero tan extraño.

Aunque durante el invierno el paseo se despejaba notablemente, los hermanos Capek paseaban por allí incluso cuando nevaba. Los dos llevaban el mismo sombrero duro, la misma bufanda de colores llamativos, guantes amarillos y un bastón de caña. Llamaban la atención, pero seguramente era su próposito. Paseaban sin decir una palabra. Algunas veces les acompañaba un hombrecito inquieto, con gafitas de alambre y viva gesticulación. Se detenía a cada momento y parecía atacar a los hermanos. Éste era el estilo de su apasionada conversación. Se trataba del pintor Václav Spála. Los hermanos también tenían que detener sus pasos mudos. A veces se unía a ellos el pintor Jan Zrzavy, y otras veces el serio y regordote arquitecto Hofman, con las manos en la espalda. Aparte del alto y elegante Rudolf Kremlicka, teníamos allí a todo el grupo de los Obstinados. A veces veíamos incluso a Marvánek, pero para nosotros él estaba en la periferia del mundo de los pintores.
Por su arte y por el mundo que reflejaba en sus pinturas, nos parecía más próximo Jan Zrzavy.
De los hermanos Capek, preferíamos a Josef. Estábamos convencidos de que si Karel era más grande como prosista, Josef era más importante como artista y como poeta. Y, naturalmente, como pintor.
Más tarde nos hicimos buenos amigos de todos, aunque en principio hacíamos valer en alta voz el derecho a una actitud crítica de la nueva generación entrante con respecto a la generación más antigua. Pero los acontecimientos políticos y el peligro del fascismo nos acercaron y, en los años anteriores a la Segunga Guerra, entre las peticiones y los llamamientos, nuestros nombres estaban amistosamente unidos.
Luego vinieron los malos tiempos. A Karel Capek se le derrumbó su mundo. Karel era más frágil y sutil que Josef. Le sugerían en vano que viajase a Inglaterra. Seguramente tenían razón cuando le aseguraban que ayudaría más a la causa checoslovaca en Londres que en Praga. Rechazó la emigración y tal vez abandonó la lucha por su vida. Murió poco antes de la ocupación. Luego, la Gestapo se llevó a su hermano.

Después de la guerra me encontré con Jan Zrzavy en la exposición póstuma de Spála. Caminamos de un cuadro a otro y Zrzavy no ocultó su emoción.
-Mira, amigo -se dirigió a mí de repente- la verdad es que Spála es el mejor de nosotros. ¡Y tan checo!

También yo soy ahora un hombre de edad y no me gusta el invierno. Ni me agrada la nieve. Cuando cae muy espesa, cuando la ventana se oscurece con las familiares tinieblas blancas, prefiero imaginarme en medio de la nieve los claros colores de los ramos de flores de Spála. ¡Qué hermosura! Y en seguida me siento mejor. Y espero con más ilusión la primavera.
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