jueves, enero 22, 2009

Tres novelas de Kafka (II), por Pavel Eisner

El Castillo .
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El agrimensor K llega a un pueblo la que ha sido llamado para efectuar trabajos de mensura por encargo de la alta administración del Castillo. De la posada del pueblo, telefonea al Castillo para saber si ha sido llamado realmente. Recibe una respuesta negativa seguida a continuación de otra respuesta positiva. Luego la novela se centra en los esfuerzos desplegados por el agrimensor parar dar a conocer que ha sido contratado en los servicios regulares del Castillo. No se tiene acceso directamente al Castillo, (según Max Brod, el castillo de Walenstein, en Friedland, sirvió de modelo a Kafka): todas las comunicaciones deben pasar por una red extremadamente densa de secretarios, de empleados y jefes de las diversas secciones administrativas del Castillo. Y es muy difícil obtener una audiencia, aun de las más subalternas. El agrimensor siente que, si quiere entrar al servicio del Castillo, debe enraizarse en la población. Pero no lo consigue pues inspira a los aldeanos una especie de repugnancia y terror y supersticioso; a los sumo es tolerado. Igualmente vanas son las tentativas del agrimensor de salir de esta situación sirviendose de las queridas que tienen los empleados del Castillo en el pueblo. Todo fracasa, según una reflexión de Kafka, suministrada por Max Brod, la novela debía terminar con la agonía del agrimensor que muere de agotamiento: en el último momento debía recibir un mensaje del Castillo notificándole que no era admitido pero que, no obstante, podía quedarse puesto que había venido. Una suerte de íncola, pues concedido al agrimensor en su lecho de muerte. La tragedia del agrimensor K. incita, una vez mas, a hablar de “el ser en lo verdadero” flauberto-kafkiano: más aun que el apoderado K., el agrimensor K es, en efecto, culpable de haber basado todas sus relaciones con sus semejantes en el calculo de haber buscado, únicamente, que le abrieran las puertas del Castillo. (De igual modo puede verse en esta historia una imagen poética de la suerte de los judíos en la diáspora). El caso del agrimensor es realmente mágico: el quiere “estar en lo verdadero”, pero para conseguirlo recurre a medios inadecuados y por consiguiente ineficaces.
Los empleados del Castillo, muy parecidos al personaje judicial, pintados en El Proceso, pero más claramente diseñados, son siniestros pequeño burgueses, originales, burócratas extravagantes, inaccesibles y huidizos; no tienen nada de humano a no ser, en uno de ellos la lujuria. La grosería, la indignidad de los servidores, no dejan, sin embargo, pronunciar un juicio sobre el Castillo, sobe “el principio de vida”.
El Castillo comienza en primera persona, después el autor designa al héroe con una inicial, K. Como en Jove: nadie ha podido descubrir en Kafka un personaje clave. La ausencia de denominación del personaje principal significa que no es otro que jedermann, el héroe de la balada morava en la cual se dice: “Había un hombre llamado no importa cómo”. Este deseo de alcanzar un valor humano universal surge igualmente del hecho de que ninguno de esos personajes, ni el héroe de El Proceso ni el de El Castillo, tienen el menor recuerdo, la menor prehistoria, apenas algunos acontecimientos familiares en el apoderado, absolutamente nada del agrimensor, nada sobre la infancia de ellos, ni so sobre el pasado que ha precedido a esa crisis de la cual su existencia va a salir perturbada (también El Castillo es un proceso). Así, esos personajes adquieren los dos un valor absoluto. Lo que confirma más la ignorancia en que estamos sobre su apariencia física. Al respecto, los otros personajes, están mejor trabajados: los seres deformes, monstruosos, son los mejor descritos (se nota un fenómeno idéntico en Karel Capek). Tampoco es por azar que los héroes de las dos novelas hayan alcanzado, uno y otro, la treintena que es en la vida la edad de las grandes decisiones; no es por azar, tampoco, que ellos no sean casados (en el pueblo, el agrimensor se casará, pero será “por cálculo”). Ambos confían, sin embargo, en la mediación y la ayuda de las mujeres, uno ante el tribunal, el otro en el castillo; las mujeres están más cercanas al principio superior (ellas están en lo verdadero), pero, al mismo tiempo, representan una seducción engañosa, pues ellas fingen disponer de un poder que les es negado.

martes, enero 20, 2009

Tres novelas de Kafka (I), por Pavel Eisner

El Proceso
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En El Proceso, José K, apoderado de un banco de Praga –todo hace pensar en el banco checo de La Unión, banco alemán hasta 1918- tiene noticia de que ha sido presentada ante un tribunal desconocido una demanda contra él cuyos motivos ignora. Quiere arreglar este asunto que le parece anodino, explicar el error. Pero, el aparato judicial, altamente jerarquizado, se divide en infinitas ramificaciones y el acusado sólo tiene acceso a las instancias inferiores cuyos servicios, instalados en bohardillas de inmuebles praguenses, tienen algo grotesco, mezquino, repugnante. El acusado entra en contacto con los abogados del tribunal invisible, con abogados y consejeros clandestinos, con otros acusados. Pronto deja de interesarse en este asunto ridículo, después obedeciendo a un impulso, se ocupa nuevamente de él; su trabajo en el banco se resiente, el apoderado se pierde, de más en más, en su proceso. Pasa un año. La víspera de su treinta y un aniversario, dos desconocidos, cumpliendo el veredicto del tribunal lo llevan a una cantera de Strahov y lo ejecutan con un cuchillo de carnicero.
Otros textos de Kafka toman sus temas de la vida judicial y de las actuaciones de la justicia: así tenemos el célebre cuento titulado En la colonia penitenciaria, un texto breve pero significativo que se encuentra en el Diario, un fragmento más vasto, el Substituto del procurador, etc. Como lo atestigua el testimonio de los que lo han conocido, Kafka era un jurista notable, cuyo espíritu se prestaba maravillosamente a las finezas de la casuística. La imagen del “tribunal” lo persigue hasta en las circunstancias más íntimas de su vida, como lo demuestra ese grito en su Diario: “¡Si por lo menos vinieras, tribunal invisible!”. Sin embargo, he experimentado alguna vacilación al traducir el título de la obra, “de acuerdo al sentido”, por Proceso[1]. Pues literalmente, se trata de un proceso en el sentido grueso y primario de la palabra procesus, de la progresión de una cosa irrevocablemente comenzada, de aquello que los médicos denominan “proceso” en las enfermedades incurables. Dejemos de lado las explicaciones puramente teológicas –aunque la idea de la predestinación no fue totalmente extraña a Kafka- y atengámonos a nuestro “denominador común”: como se produce frecuentemente en Kafka, asistimos aquí a una repentina ruptura en la vida de un individuo, a una catástrofe que, rápida como el rayo, se abate sobre una superficie regular o sobre una regularidad superficial. El apoderado K, empleado diligente y hábil, hombre respetable, no está “en lo verdadero”. Sus relaciones con sus semejantes permanecen en la superficie, no ha retribuido su vida con un sentimiento real, con una simpatía real hacia quienquiera que fuese. Es por eso que incurre en pena capital.
Aparte de los elementos sacados de la vida judicial, hay en la atmósfera de El Proceso otro ingrediente: éste último extraído de la vida bancaria, comercial. Dicho tema reaparece frecuentemente en la obra de Kafka y no sólo en sus novelas y en el texto de su Diario (por ejemplo, en El Lavadero); el escritorio encontraba en su mismo medio familiar (ver la evocación del misterios término “último” –en español en el original-, que impresionó al escritor en su infancia). Pero en El Proceso, la presencia de ese elemento proviene igualmente (y, sin duda, por encima de todo) del hecho que la profesión de apoderado implica una existencia fundada en valores justamente mensurables, definidos y que pueden inducir a error. Hasta el héroe de El Castillo ejerce una profesión igualmente sólida.
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[1] El título de la obra en la traducción checa es Proceso capital expresión semejante a la francesa “pena capital”, pero intraducible literalmente.