miércoles, diciembre 31, 2014

Mateo - R.U.R.: V (c)

Tecnología y producción en masa en el teatro de principios del Siglo XX
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c) Carlos y Chichilo - el linaje Rossum

En la descripción del linaje Rossum que Capek realiza reproduce la esencia que define y diferencia (contraponiéndolos) a los hijos de Miguel, Carlos y Chichilo; quienes conforman una dupla de opuestos, en la que el primero representa la razón, el pragmatismo, la observación directa y objetiva; mientras que el segundo será la esperanza, la ilusión, la locura, la mirada distorsionada, empañada por las necesidades que la miseria instala en sus ojos.
En el examen de los personajes, acerca de cada uno de ellos, Sanhueza-Caravajal indica:  

Carlos es la voz de la razón y del conocimiento en la obra, es el quien le habla a Miguel del progreso que significan los automóviles. (…). Carlos apunta continuamente la cuota de sensatez necesaria.[1]

Chichilo es un personaje caricaturesco: el loco, el soñador.[2]

Al final de la obra, mientra Carlos se convierte en quien finalmente aporta el sostén económico de la familia, adaptándose a las transformaciones de la sociedad a través de una mirada realista, que lo lleva a emplearse de chofer de automóvil; Chichilo seguirá soñando, confundiéndolo todo, viviendo en fantasías y conspiraciones, denunciado la huida de Lucía con los “cajetillas” en un automóvil en la que la ha visto subida, que no es otro, en rigor, que aquel en el que su hermano se desempeña como chofer.

 En R.U.R. esta misma dicotomía entre locura y realidad o fantasía y razón, se encuentra en la pareja que conforman el primer Rossum, quién inicia el proyecto de “fabricar personas” y aquel que lo concluye, su sobrino ingeniero. En las descripciones que el personaje de Domin hace de ellos asegura:

DOMIN: ¿Pero sabe usted qué es lo que no se encuentra en los libros de textos? Que el viejo Rossum estaba bastante loco. De verdad señorita Glory, esto es un secreto que tiene que callarse. El muy chiflado quería fabricar personas.
ELENA: Pero ustedes sí que hacen gente.
DOMIN: Sintéticamente, señorita Glory. Pero el viejo quería hacerlas de verdad. Sabe, quería convertirse en una especie de Dios.
(…)
DOMIN: ¿Sabe usted algo de anatomía?
ELENA: Muy poco.
DOMIN: Igual que yo. Imagínese entonce que decidió fabricar todo igual que lo del cuerpo humano. En el museo le enseñaré la porquería de hombre que le llevó diez años construir. (…). Y en esto llegó el joven Rossum, ingeniero, el sobrino del viejo Rossum. Un tipo imponente, señorita Glory. Cuando vio el lío que estaba formando su tío, dijo: “Es absurdo pasarse diez años haciendo un hombre. Si no lo puedes hacer más de prisa que la naturaleza, es mejor que te retires”. Y se puso a estudiar anatomía.
(…)
DOMIN: (…). Todo lo que los libros de texto dicen acerca de los esfuerzos conjuntos de los dos grandes Rossum es una mentira. Tenían unas peleas impresionantes. El viejo ateo no tenía la menor idea de lo que era la industria y al final el joven Rossum le encerró en un laboratorio y le dejó que perdiera tiempo con sus monstruosidades, mientras él comenzaba el negocio como un ingeniero sabe hacerlo.[3]

 Lo paradójico, es que en dos obras en las cuales el peligro de la sobreexplotación tecnológica se advierte como amenaza, la tensión entre razón y fantasía queda resuelta, al menos a primera vista, a favor de la primera, ya que son los personajes que responden a ella (Carlos y el joven Rossum) quienes consiguen imponerse y alcanzar sus objetivos (Carlos asumiendo el rol de su padre, manteniendo a la familia; el joven Rossum teniendo éxito, finalmente, con la fabricación de los robots), pero además son los artefactos los que vencen, en el desplazamiento con que finaliza cada pieza: ocupando el robot el lugar del hombre y el automóvil el del caballo.
La paradoja reside en que el enfrentamiento clásico entre el romanticismo (loador de las artes y la fantasía) y el positivismo (propulsor del orden y el progreso) quedará resuelto, en esta mirada, a favor de los personajes que con el segundo movimiento podrían identificarse, a pesar de centrarse, ambas obras, en el drama que el progreso impone al hombre, quien se ve trágicamente reemplazado y desplazado por los monstruos que la razón crea.
Sin embargo, existe otra lectura posible, y complementaria, a través de la cual la paradoja quedaría resuelta. En R.U.R. esta segunda lectura resulta más evidente ya que se ve acompañada de los hechos y no sólo de la conducta, como ocurre en Mateo.
En la obra de Capek, el joven Rossum, como ya hemos mencionado, se impone a su tío, pero esa imposición, ese triunfo de la razón sobre la fantasía, también puede leerse como una mera victoria temporal; ya que el ingeniero vence, es verdad, pero también él será vencido luego por su creación, ya que su lugar es el mundo de los hombres, no el de los robots. La humanidad, aquella especie a la que él pertenece, termina subyugada y destruída por el fruto de esa razón que el joven Rossum pregonaba. Otro elemento, además,  apoya fuertemente esta idea: el hecho de que en apariencia sólo un hombre haya sobrevivido a la revolución de los robots, y que ese hombre sea precisamente el personaje de Alquist. La importancia del hecho reside, en primer lugar, en la búsqueda que en las páginas finales llevará a cabo y terminará imponiendo (el amor, esa cualidad esencialmente humana) el personaje, pero, además, por que ha sido Alquist el personaje que, desde un primer momento, se había posicionado en contra del progreso, esa arrasadora nave que conduce la razón. Ya desde el comienzo de la obra el personaje rechaza la idealización que Domin hace del progreso:

DOMIN: Que todas las cosas serán diez veces más baratas de lo que son ahora. Dentro de cinco años tendremos trigo para dar y tomar, trigo y todo lo demás.
ALQUIST: Sí, y todos los obreros del mundo estarán parados.[4]

               Y páginas más adelante y a medida que avance la obra su desconfianza y posición frente al avance tecnológico irá ganando peso:

ALQUIST: Bueno…, ya soy un hombre mayor, sabe. A mí no me gusta demasiado el progreso y todas estas ideas nuevas.
ELENA: ¿Cómo a Emma?
ALQUIST: Sí, como a Emma. ¿Tiene un  libro de oraciones Emma?
ELENA: Sí, uno muy gordo.
ALQUIST: ¿Y tiene rezos contra distintas ocasiones? ¿Contra la tormenta? ¿Contra las enfermedades?
EMMA: Contra las tentaciones, contra las inundaciones.
ALQUIST: ¿Y contra el progreso no?
EMMA: No creo.
ALQUIST: Es una pena.[5]

ALQUIST: ¿Y quién, quién tiene la culpa? ¿Quién es el responsable de esto?
(…)
ALQUIST: Todos muertos. Toda la humanidad. Todo el mundo. (Poniéndose de píe). Mirad, mirad, riachuelos de sangre que salen de todas las casas. ¡Oh Dios mío, Dios mío!, ¿quién tiene la culpa de esto?
(…)
ALQUIST: Yo acuso a la ciencia, acuso a la ingeniería. A Domin. A mí mismo. A todos nosotros. Todos, todos somos culpables. Por habernos engrandecidos, por el lucro, por el progreso…
(…)
ALQUIST: Nostros tenemos la culpa. Nosotros tenemos la culpa. [6]

               Al finalizar la obra, en el “Cuarto acto-Epílogo” Alquist dedicará sus días a la busca de la humanidad, intentando incorporar a los robots aquel rasgo que pueda transformar a los robots en una nueva especie humana. Intentando traer al mundo, unos nuevos Adán y Eva, (encarnados en los robots Primus y Elena) que se impongan al frío y estéril mundo de los robots (o lo que sería de alguna manera lo mismo, de la razón y el progreso), con ese hallazgo finaliza la obra:

ALQUIST (Tras una pausa se pone en píe y va a la ventana y la abre): Otra vez de noche. Si pudiera dormir. Dormir, soñar, ver seres humanos… ¿Y estrellas aún hay? ¿Para qué sirven las estrellas si no hay seres humanos? (Se aleja de la ventana). ¿Sería capaz de dormir, de atreverme a dormir, antes de que se haya reanudado la vida? (…)[7]
(…)
ALQUIST (Levantándose): ¿Qué…, qué es esto? ¿Risas? ¿Seres humanos? ¿Quién ha vuelto?
(…)
ALQUIST (Tambaleándose hacia ellos): ¿Seres humanos? ¿Vosotros…, vosotros… sois seres humanos?
(…)
ALQUIST: ¿Vosotros… seres humanos? ¿De dónde llegáis? (Tocando a Primus). ¿Quién eres?
(…)
ALQUIST: Claro. ¿Y qué? ¡Criatura, si puedes llorar! Dime, ¿qué es Primus para ti?
(…)
ELENA (Con suavidad): Estoy preparada.
ALQUIST: ¿Preparada?
ELENA: Para que me abra.
(…)
PRIMUS: No te tocará, Elena. (Cogiéndola). (A Alquist). Viejo, no nos matará a ninguno de los dos.
ALQUIST: ¿Por qué?
PRIMUS: Nosotros…, nosotros… nos pertenecemos el uno al otro.
ALQUIST: Ahora lo habéis dicho. (Abre la puerta). ¡Iros!
PRIMUS: ¿A dónde?
ALQUIST: Donde queráis. Elena, guíale tú. Vete, Adán… Vete, Eva. Serás su mujer. Se su esposo, Primus. (Salen Primus y Elena). ¡Oh, bendito sea este día! ¡Oh festival del sexto día! (…) Ahora, Señor, puedo morir en paz según tu voluntad, pues mis ojos han visto tu salvación.[8]

               En Mateo, la resolución de la paradoja resulta, en cambio, más sutil, ya que es en el radical giro que toma el personaje de Carlos, en donde esta reside.
               Al iniciar la obra es clara la conducta desafiante y despreciativa de Carlos, y en ese desprecio y desafío subyace la soberbia de la razón. Una soberbia que también encontramos en Domin, en el joven Rossum, y en todos aquellos que en su nombre crearon una imagen de progreso constante.
               El rasgo, en Mateo, se ve coronado en el momento en que Carlos rechaza el diario que Miguel le alcanza, “La Prensa”, una publicación popular, porque él sólo lee “La Nación”, diario aristocrático. En la otra escena en la que progreso y tradición se ven la cara, Miguel termina echando a Carlos de la casa, quien, victima de su propia debilidad, termina obedeciendo, a pesar de que, al menos hasta donde se lee en la obra, no tenga ningún otro lugar a donde ir a vivir. Y esta imposición, aunque sea momentánea, de Miguel sobre su hijo, no es otra cosa que la representación de una victoria parcial de lo que él representa, la tradición, por sobre Carlos, el progreso y la modernidad.
               A partir de este punto es desde el cual puede entenderse la resolución de la paradoja. Ya que aún cuando sea el mundo de la razón, el progreso y la técnica quien se imponga al final de la pieza, no lo habrá hecho sin antes recibir una primera derrota. Lo importante entonces será detectar cuáles son, en qué residen, aquellos elementos que permiten, en la obra, dar vuelta la ecuación y poner sobre vencedor a vencido.
               Y la clave estará, seguramente, en ese drástico y sorpresivo cambio que Carlos realizará en los momentos finales de la obra.
               En la última escena, Carlos vuelve al hogar y busca la reconciliación del padre. Se ofrece como sostén de la familia y muestra amor hacia ella: Todo el dinero que ha ganado se lo entrega mansamente a Carmen (“tome mama, 200 pesos, mi primer noche”[9]) sin pensar en si hay azúcar el café o en leer La Nación, busca a Miguel “para darle esta alegría”[10], saca a pasear a Lucía y no muestra encono, como en las primeras páginas, contra Chichilo, sino más bien comprensión. Carlos ha vuelto y entrega el fruto de su trabajo, sin rencores por haber sido expulsado, sin ánimo de revancha ante el padre caído.
               Es a través de esos actos que queda descubierto el sentido final de la obra. Que, lejos de alentar el enaltecimiento o la condena absoluta del progreso y la tecnología, advierte (y demuestra) que sólo cuando su uso se encuentra apoyado en el amor, la humildad, la generosidad y la preocupación por el otro (y no en su utilización como mero recurso para intensificar la explotación del hombre por el hombre) es cuando estos pueden convertirse en un instrumento útil y valido para el Hombre.



[1] Sanhueza-Carvajal, María Teresa: Op. Cit. Pág. 265.
[2] Idem: Pág. 269.
[3] Capek, Karel: Op. Cit. Págs. 20, 21 y 22.
[4] Idem: Pág. 41.
[5] Idem: Pág. 60.61.
[6] Idem: Pág. 91-92.
[7] Idem: Pág. 117.
[8] Idem: Pág. 128-132.
[9] Discépolo, Armando: Op. Cit. Pág. 61.
[10] Idem.

viernes, diciembre 26, 2014

Mateo - R.U.R.: V (b)

Tecnología y producción en masa en el teatro de principios del Siglo XX
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b) Miguel, Elena y la doble moral
              
               Ya hemos trazado la relación entre el personaje de Elena y el de Severino como aquellos personajes externos que introducen el conflicto. Pero Elena, además, compartirá con Miguel una característica que suele pasar desapercibida en el análisis de la obra de Discépolo, y, sin embargo, invita a la reflexión ya que, de alguna manera, invierte los valores que resaltan a primera vista. Se trata de una doble moral o cierta hipocresía escondida en Miguel, que aparece presente también en Elena.
               En los análisis de las obras, la oposición Miguel-Severino suele ser clara, ubicándose al primero en el espectro del bien, para depositar a Severino en el otro extremo.
               Para Sanhueza-Carvajal

               Severino representa al truhán siniestro (…). Es un satanás que tienta al cochero inocente y empobrecido, exponiéndole con elocuencia un resumen de su cínica filosofía de vida. (…). No tiene escrúpulos. (…). Severino y Miguel representan polos opuestos de la dicotomía bien/mal. La salvación sólo puede ofrecerla las fuerzas morales negativas: encarnadas en Severino, el demonio tentador. El funebrero, por su parte, llama a Miguel “San Mequele Arcángelo”. Uno es la contrapartida del otro.[1]

En la misma línea la Profesora Diana Paris en su presentación de la obra escribe:

               El elemento desencadenante de la acción lo constituye Severino, un italiano que supo encontrarle a su oficio de cochero-funebrero, un costado más rentable: hacer de transporte privado de ladrones. Su figura contrasta con Miguel, hombre honrado que quiere mantener a su familia mediante el trabajo digno. El texto acentúa las diferencias entre lo bueno y lo malo hasta tal punto que el funebrero lo llama a su amigo San Miguel Arcángel y este, Mefistófeles. Las indicaciones para la caracterización de Severino remarcan esos rasgos diabólicos.[2]

               Sin embargo, existe una escena (clave en el encuentro entre los personajes) en la que la situación parece invertirse, al Severino dejar al descubierto la doble moral o la hipocresía de Miguel. En ella, ante el pedido de un nuevo préstamo de dinero de Miguel, Severino recuerda  una escena del pasado, que utilizará como razón por la cual se negará a otorgar ese nuevo préstamo. El diálogo entre los personajes es el siguiente:


SEVERINO (Regocijado): Parece que tengo razone, ¿eh?... ¿Le duele? ¡Ah!... (Está detrás de él). ¿Te acuérdase de aquel día que me rechazaste uno vaso de vino “porque no sabía cómo lo ganaba?”
MIGUEL: ¿Io?
SEVERINO: Tú.
MIGUEL: No m´acuerdo.
SEVERINO: Yo sí; e lo tengo acá todavía. (En la garganta). Me despreciaste porque yo había dejado de hacer el puntilloso; me insultaste, Mequele, e hiciste male, porque yo, ahora, tengo una casa mía, la mojer contenta e los hijo gordo; mientras tú, con tu orgullo, tiénese que pedirme la lemosna a mí para seguir viviendo a esta pieza miserable, esperando que la familia, cansada de hambre, te eche por inutile.
              
Es conveniente el olvido de Miguel, que ni duda ni realiza esfuerzo alguno por recordar el episodio, seguramente porque sabe que lo dejará mal parado. Pero más conveniente aún es esa doble moral que presenta el personaje, esa moral adaptable a los tiempos que corren, que hacen que Miguel decida darse el lujo, cuando su economía marcha, de rechazar el vaso de vino que desinteresadamente ofrece un amigo, esa moral que condena el vaso porque no se sabe de dónde proviene el dinero que lo paga, dejando a las claras la sugerencia de que tal dinero no ha sido limpio. Sin embargo, cuando las cosas aprietan y la familia tiene hambre, esa moral ya no impera sobre el personaje. Miguel sigue siendo el bueno, el honesto, el trabajador, el que no roba, pero ya sin importarle tanto la procedencia del dinero que de Severino recibe, ni tiene pruritos morales en usar un dinero ganado gracias al hurto. Miguel no se presta al trabajo sucio, al delito, pero aviso está de poder conseguir prestado una pequeña tajada de lo que ese delito ha generado.
En los momentos previos a la llegada de Severino, Doña Carmen le recordará sobre el amigo al que se espera: “Díceno que de noche ayuda col coche a lo ladrone”, a lo que Miguel responderá despreocupado: “No diga macana. ¿Usté lo ha visto?... yo tampoco”.[3] Sin embargo, segundos antes ante el pedido de su mujer de pedir ayuda a otro amigo, había explicado: “Amigo tengo mucho, pero so toda persona decente: no tiene ningún centavo. Al único que conozco con la bolsa llena es a Severino”.[4]
Todos estos pasajes son los que invierten (al menos durante el tiempo que se extienden en escena) las posiciones morales de los personajes. Miguel acude a Severino (aquel amigo al que le ha despreciado un vaso de vino, refregándole las dudas sobre su hombría de bien) puramente por interés, ya que lo único que busca de él es un nuevo préstamo de dinero (y, para peor, sin hacer una mínima alusión al dinero que ya le debe). Severino por el contrario es quién, más allá de la legitimidad de sus fuentes de ingreso, acude al llamado del amigo (que antes lo ha ofendido) y demuestra, no sólo su capacidad de perdón al recordarle a Miguel que ya le ha prestado dinero, sino hasta cierta tolerancia (cuando menos) al otorgarle más tiempo para la devolución del préstamo, del que anda necesitando.
Como agregado, además, observamos el drástico cambio de Miguel, que ya no establece su ética y moral como un impedimento para relacionarse con Severino. La idea de que es el personaje y su moral quienes han cambiado, podría ser una primera lectura factible, pero en tal caso habría que explicar el olvido voluntario y la negación frente a Doña Carmen del tipo de actividad que sabe que lleva a cabo por las noches su amigo. El olvido y la negación marcan la persistencia de la condena de Miguel al personaje. No es Miguel el que ha cambiado, es otra la moral que de pronto impera. Porque una es la moral de Miguel cuando tiene dinero y otra, bastante distinta, cuando lo necesita.
La cuestión, sin duda, queda aún más clara en la voz de Severino:

SEVERINO: No, yo. Usté está así porque quiere. Es un caprichoso usté. Tiene la cabeza llena de macana usté. Eh, e muy difichile ser honesto e pasarla bien. ¡Hay que entrare, amigo! Sí, yo comprendo: saría lindo tener plata e ser un galantuomo; caminare con la frente alta e tenere la familia gorda. Sí, saría moy lindo agarrar el chancho e lo vente. ¡Ya lo creo!, pero la vida e triste, mi querido colega, e hay que entrare o reventare.
MIGUEL: Severino… yo te pido plata e tú me das consejo.
SEVERINO: Consejo que so plata. Yo también he sido como usté: cosquilloso. Me moría de hambre. Ahora sé que el pane e duro e que lo agarra cada cuale co las uñas que tiene.[5]

Pues Miguel rechaza salir a robar, pero no tiene inconvenientes en utilizar el dinero que otro roba. Lo que a Miguel pareciera molestarle no es tanto la plata sucia, como ensuciarse él las manos.
“Yo también he sido como usté: cosquilloso” y otra vez Severino da en el clavo, porque Miguel es caprichoso, y al final de la obra no quedaran dudas. Durante el transcurso de la pieza y, especialmente en este encuentro, se plantea la falsa dicotomía: pobreza o robo. Como si sólo saliendo a robar Miguel pudiera alimentar a su familia. Sin embargo, no es la falta de trabajo lo que lo condena a la pobreza sino su orgullo, su obstinación y su capricho. Carlos al final de la obra se presenta empleado como chofer; ese empleo parecería haber estado disponible desde siempre, pero Miguel lo ha despreciado. Las soluciones posibles para el conflicto no son dos, en realidad, sino que presenta una tercera (la única, además, valedera) desde el comienzo de la obra. Miguel está condenado a ser pobre, a robar o tragarse su orgullo y emplearse como chofer, pero esto último es lo único que verdaderamente se le torna imposible, y por ello la decisión de salir a robar responde a una elección y no a una salida desesperada.

La misma doble moral que podemos, por otro lado, rastrear en Elena. En su postura (pseudo revolucionaria) el personaje se dirige a los robots:

ALQUIST: ¿Aguantar qué?
ELENA: Su posición aquí. Dios mío, son ustedes seres vivos igual que nosotros, como toda Europa, como todo el mundo. ¡Esto es un escándalo, una atrocidad!
(…)
ELENA: Hermanos míos, no he venido aquí como hija de mi padre. He venido en nombre de la Liga de la Humanidad. Hermanos, la Liga de la Humanidad tiene ya más de doscientos mil miembros. Doscientas mil personas están a vuestro lado y os ofrecen su ayuda.[6]

Claro que la arenga se convierte en farsa ya que quienes están presentes (y a quienes Elena ha tomado, equivocadamente, por robots) no son otros que el resto de los hombres que conforman la cúpula directiva de la fábrica. De este modo, aquello que era un grito de libertad, un canto a la rebelión, queda convertido en un mero paso de comedia.

Páginas más adelante Elena, ante la sorpresa de los directivos, explica:

ELENA: No, ustedes no me han entendido. Lo que nosotros queremos es liberar a los robots.
 (…)
ELENA: Tienen que ser tratados… como seres humanos.
HELMAN: Ajá. Me imagino que tendrán que votar, que beber cerveza, que mandarnos a  nosotros.
ELENA: ¿Y por qué no habrían de votar?
HELMAN: ¿A lo mejor también tienen que recibir un salario?
ELENA: Desde luego.
HELMAN: Eso sí está bien. ¿Y qué harían con su jornal?, ¿rezar?
ELENA: Comprarían… lo que necesitaran… lo que les gustaría.
HELMAN: Eso estaría muy bien, lo único que pasa es que no hay nada que guste a los robots. (…)[7]


Nada que los robots deseen. El problema es que, ocultos detrás de las supuestas necesidades de los desamparados se encuentran, en realidad, ávidos de exponerse ante el mundo, los deseos de ella misma. En otro diálogo, esta vez en su primera conversación con un robot, en la cual no consigue si quiera distinguirlo de un humano, muestra su asombro ante la realidad que descubre:

ELENA: No, no, está usted mintiendo. Oh, Sula, perdóneme. Ya sé… le obligan a usted a actuar así como propaganda. Sula, ¿usted es una chica como yo, verdad? Dígamelo.
DOMIN: Lo siento, señorita Glory, Sula es un robot.
ELENA: Usted está mintiendo.
DOMIN (Excitándose): ¿Qué? (Llama al timbre). Perdone, señorita Glory, pero tendré que convencerla.
(Entra Marius)
DOMIN: Marius, lleve a Sula a la sala de pruebas para que la abran. De prisa.
ELENA: ¿A dónde?
DOMIN: A la sala de pruebas. Cuando la hayan rajado podrá usted entrar y echarle un vistazo.
ELENA: No, no iré.
DOMIN: Perdóneme, pero usted habló de mentiras.
ELENA: ¿No será usted capaz de matarla?
DOMIN: A una máquina no se la puede matar.
ELENA (Abrazando a Sula): No tengas miedo, Sula, no dejaré ir. Pero dime, ¿son siempre tan crueles conmigo? No puedes aguantar esto, Sula. De ninguna manera.
SULA: Soy un robot.
ELENA: No importa. Los robots son iguales a nosotros. Sula, ¿verdad que no los ibas a dejar que hicieran trocitos?
SULA: Sí.
ELENA: Ah, ¿entonces no tienes miedo a la muerte?
SULA: No sé decirle, señorita Glory.
(…)
DOMIN: Marius, dile a la señorita Glory lo qué eres.
MARIUS: Marius, el robot.
(…)
DOMIN: Eso es la muerte, Marius. ¿No temes la muerte?
MARIUS: No.[8]

La cita es extensa pero termina de revelar el punto sobre el cual estamos girando: Elena llega hasta la isla, hasta la Fábrica Rossum, para ayudar a los robots, para liderar la sublevación de ese nuevo ser explotado y marginado, del cual, en rigor, no sabe nada en absoluto. Elena no puede si quiera distinguirlos de los hombres, confundiéndolos con los miembros directos; pero tampoco sabe qué desean, sencillamente si hay algo que desean; ni que temen. Acude hasta una isla remota con el afán de hacer justicia y rescatar del oprobio a seres que le son completamente extraños, en un mundo donde seguramente no falten otras causas más cercanas, y tan justas como ellas, (aunque quizás menos expuestas) sobre las cuales actuar. Es difícil no encontrar en Elena una feroz y sutil denuncia sobre la extrema vanidad operando muchas veces como verdadero motor de una supuesta filantropía. Capek, sin duda, advierte, y se anticipa, sobre todo, a cierto modelo de heroísmo (mayoritariamente revolucionario), que ganará fama durante el siglo XX, y que consistirá en la figura del hombre ilustrado y culto, aunque sacrificado, que proveniente de las clases medias y altas (sobre todo altas. No olvidemos que Elena es hija del “distinguido profesor”[9] Glory, de la Oxbridge University –tal como aclara la presentación de personajes[10]) se dispone a descender al pueblo para revelarles sus necesidades, sus deseos y sus realidades, y así luego conducirlos finalmente, como líder, a la liberación.      
Pero por sobre todas las cosas, lo que se deja al descubierto, en los pasajes citados, es esa incontrarrestable diferencia entre el decir y el hacer. Elena, como miembro de la Liga de la Humanidad, peleará por la libertad y la dignidad de los robots, omitiendo que el desempeño de esos robots, produciendo las demandas del hombre, podría hacer libre a miles y miles de obreros.
El entusiasmo de Elena en su defensa por los robots durante toda la obra porta la sombra de la caridad fácil y el filantropísmo aristocrático, siempre mucho más dispuestos a depositar su ayuda humanitaria en lo nuevo y fascinante, en lo extraño y excéntrico (en lo llamativo y la moda, vale decir) que en aquellos problemas inmediatos, que de una ayuda menos altisonante requieren.
Elena (y recordemos aquí la simbología de su nombre, dentro de una obra cuyo nombres son absolutamente semánticos[11]) no es otra cosa que la belleza pura, vacía, imponente por su propia forma, que introduce el conflicto, tal como su tocaya más famosa. Y la inmediatez del enamoramiento del resto de los personajes hacia ella no hace otra cosa más que reforzar esta afirmación.
La figura de Elena no cuenta con sustento ideológico real más allá de sus palabras, y es por esto también que alcanza con apenas una propuesta de matrimonio por parte de Domin para que su lucha claudique. Ella lucha contra un sistema, desde el centro del sistema, es aristocrática, se sirve de la industria, y no parece dispuesta a renunciar a ello. Es más, literalmente se convierte en aquello que en un principio combate, al quedar incluida dentro del grupo que comanda la Fabrica Rossum. Elena se opone a la explotación de los robots y sin embargo cuenta con su criada (Emma), cuyos rasgos (y los rasgos de su clase) reproducen la situación de los robots, sin que existan rastros de que los deseos o libertad de ella interfieran en su conciencia aunque Elena, más de una vez, dicte sus órdenes: “¡Emma!”, “Emma, ven a arreglarme el vestido”, “Por favor, abróchame el vestido, Emma”[12], “¡Emma! ¡Emma!, ven corriendo” “Emma, busca los últimos periódicos. De prisa. En la sala del señor”[13], “Llévate esos periódicos, Emma”.[14]
El paralelismo entre la clase obrera y los robots (con proclamas, pancartas y revolución incluidas) es evidente.[15] Patrizia Runfola afirma que “en las misteriosas convulsiones que inesperadamente se producen al intentar desguazar las máquinas, causando su revuelta contra los hombres, Capek trataba el tema de la división social y del rencor acumulado por los oprimidos”.[16] Teresa López Pelisa, en tanto, sostiene que “R.U.R. se escribió en el contexto de la revolución rusa, y muestra cómo la masa puede revelarse y cómo esa revolución puede terminar con la humanidad.”.[17] Y sin embargo el autor no se priva de brindarle a Elena, justamente aquel personaje que lucha por los derechos de los robots, contar con su criada, (y podríamos detenernos en el término “criada” como sinónimo de “sierva”, lo cual no resulta gratuito si pensamos en esta última como una posible traducción para la palabra checa “robota”, tal como sugiere Ricardo Vela en su prólogo a la edición de la obra de la editorial Minotauro[18]), otorgándole al personaje una doble conducta que deja al descubierto su doble moral. Misma doble moral que habíamos encontrado en Miguel.


[1] Sanhueza-Carvajal, María Teresa: Op. Cit. Pág. 265-266.
[2] Paris, diana. En Mateo / La tristeza. Editorial Cántaro. Buenos Aires, 2001. Pág. 24.
[3] Discépolo, Armando: Op. Cit. Pág. 39.
[4] Idem.
[5] Idem: Pág. 44.
[6] Capek, Karel: Op. Cit. Pág. 33.
[7] Idem: Pág. 37.
[8] Capek, Karel: Op. Cit. Págs. 27-28.
[9] Idem: Pág. 16.
[10] Idem: Pág. 11.
[11] Ver nota 7.
[12] Capek, Karel: Op. Cit. Págs.: 48, 49, 50.
[13] Idem: Pág. 56.
[14] Idem: Pág. 58.
[15] Análogo paralelismo, por otra parte, plantea el autor en Las guerras de las salamandras (1936). Novela en la que la clase obrera será representada, esta vez, por una clase de salamandras, tardíamente descubiertas, que cuentan con la habilidad de aprender los distintos trabajos manuales del hombre, y serán explotadas por él para llevar a cabo esos trabajos que ni la aristocracia ni la burguesía están dispuestos a hacer. En esta obra también el desenlace final tendrá como protagonista la rebelión de la clase explotada.
[16] Runfola, Patrizia: Op. Cit. Pág. 202.
[17] López Pelliza, Teresa: Op. Cit. Pág. 138 y 140.
[18] Vela Ricardo: “Café para todos”. En prólogo a R.U.R./La fábrica de absoluto. Ed. Minotauro, Barcelona. 2003. Pág. 15. 

Mateo - R.U.R.: V (a)

Tecnología y producción en masa en el teatro de principios del Siglo XX
.
V- Los personajes

               Tanto en Mateo como en R.U.R. cada personaje representará un modelo social. En la obra de Capek, además, los propios personajes se encuentran marcados por sus nombres, que (tal como habíamos anticipado) están íntimamente vinculados a su carácter y funciones. Helena Voldan en su “Noticia bibliográfica” sobre Capek señalará: “Los nombres de los personajes responden, muchos de ellos, a aproximadas etimologías simbólicas que los caracterizan, fácilmente deducibles.”[1] Teresa López Pelliza que “Capek utiliza personajes alegóricos con significativos nombres: Elena (con su previsible función troyana), Domin (el jefe de la fábrica, dominus), Alquist (el alquimista) o el Dr. Gall (de Galeno)”.[2]

a) Domin-Miguel

               Los personajes principales de ambas obras serán roles masculinos sobre los cuales recaerá, además de la acción principal, el peso de la decisión sobre el conflicto generado. Menos omnipresente que Miguel en Mateo, Domin[3] funcionará como una especie de pater familias desde su puesto de Director General de la Fábrica Rossum. En los momentos cruciales en los que se decida la suerte de la obra, todas las miradas apuntarán a él.
               En el carácter de ambos personajes, además, existirán dos miradas opuestas sobre la expansión de la tecnología. Domin y Miguel se encuentran parados en uno y otro lado de la brecha tecnológica. Mientras el primero dirige la fábrica desde la cual se exportan los robots al mundo entero; el segundo será desplazado por la máquina que viene a reemplazar al caballo. Y sin embargo, en el análisis de situación que hace cada uno de ellos observamos en ambos el mismo problema. Ninguno de los dos consigue ver más allá de su inmediata realidad y de los sueños y temores (según sea el caso) que a cada uno le incumbe. Por esta razón Domin afirmará:

…dentro de diez años Robots Universales Rossum producirán tanto trigo, tanto tejido, tanto de todo, que las cosas prácticamente carecerán de valor. Cada cual podrá coger lo que quiera. No habrá pobreza. Sí habrá desempleo, pero no habrá empleo. Todo lo harán las máquinas vivientes. Los robots nos vestirán y nos alimentarán. Los robots fabricarán ladrillo y construirán edificios para nosotros. Los robots llevarán nuestras cuentas y barrerán nuestras escaleras. No habrá empleo, pero todo el mundo estará libre de preocupación, y librado de la degradación del trabajo manual. Todos vivirán sólo para perfeccionarse.
(…)
 Sin duda. Tiene que pasar. Quizá ocurran cosas terribles antes. Eso no se puede evitar. Pero luego la explotación del hombre por el hombre, y del hombre a la materia cesarán. Los robots lavarán los pies del mendigo le harán la cama en su propia casa. Nadie pagará el pan con su vida y con el ocio. No habrá artesanos ni oficinistas, ni mineros, ni reparadores de las máquinas de otros hombres.[4]
              
               Mientras que la mirada de Miguel, naturalmente, será bien diferente:

…¡L´automóvil! ¡Lindo descubrimiento! Puede estar orgulloso el que l´ha hecho. Habría que levantarle una estatua… ¡arriba de una pila de muertos, peró! ¡Vehículo diabólico, máquina repuñante a la que estoy condenado a ver ir e venir llena siempre de pasajero con cara de loco, mientra que la corneta, la bocina, lo pito e lo chancho me pifian e me déjano sordo.
(…)
Sí. El progreso de esta época de atropelladores. Sí, ya sé. Uno protesta, pero es inútil: son cada día más, náceno de todo lo rincone, so como la cucaracha. Ya sé; ¡qué se le va a hacer! ¡Adelante, que sigano saliendo, que se llene Bonos Aires, que hágono puente e soterráneo para que téngano sitio… yo espero; yo espero que llegue aquel que me tiene que aplastar a mí, al coche e a Mateo! ¡E ojalá que sea esa misma noche![5]

Paradójicamente, ninguno de estos presagios (enunciados por los personajes vectores de las obras) se cumplirá al final de ellas, sino todo lo contrario. En R.U.R., lejos del paraíso tecnológico imaginado por Domin, el mundo se convertirá en propiedad de los robots, que pasarán de esclavos a amos, y la humanidad prácticamente desaparecerá de la faz de la tierra. En Mateo, el automóvil (la tecnología) no sólo no será el que dé un fin trágico a Miguel (de esto se encargará el delito -al cual llegará, en parte, empujado por la crisis económica, es cierto, y por la insistencia de Severino; pero, por sobre toda las cosas, por la obstinación del personaje) sino que, además, será el medio por el cual se salve al final de la obra su familia, a través de Carlos que sorprende a todos, al llevar a la familia su primer paga como chofer.
Ambos personajes quedan atrapados en las erradas anticipaciones del futuro que hacen; y a esos falsos presagios queda atada su suerte, que no es otra que el fin trágico: la muerte en manos de los robots, en uno; la detención, por parte de la policía, en otro. Pero estas distorsionadas lecturas que Domin y Miguel de los hechos venideros hacen (en sus miradas paradisíaca y apocalíptica, respectivamente) no son fruto del azar, sino que, por el contrario, responden a la lógica de la obra y a su propia caracterización como personajes. La imposibilidad de vislumbrar (aunque más no sea aproximadamente) el acontecer futuro evidencia, por sobre todas las cosas, la imposibilidad de entender lo que se está gestando, es decir, la imposibilidad de comprender el presente.
Y esa imposibilidad de comprender aquello que sucede en el tiempo en que se vive, esa distancia entre lo que verdaderamente es y lo que ellos perciben, esa barrera que impide a ambos personajes contactar y vincularse sin transfiguración de por medio no es otra que la barrera que impone el aislamiento.
Si ni Miguel ni Domin están en condiciones de entenderse con los hechos y el presente que los rodea es debido a que entre ellos y la realidad existe una distancia enorme.




[1] Voldan, Helena: Op. Cit. Pág. 13.
[2] López Pelliza, Teresa: Op. Cit. Pág. 144.
[3] Para comodidad del lector, los nombres de los personajes de R.U.R., con los que trabajaremos son los que figuran en la edición de la obra citada. La mayoría se mantienen iguales a  los originales en checo, los que no, presentan cambios ínfimos e irrelevantes. A saber: “Helman” será “Hallemeier”; “Jacob Busman”, “Konsul Busman”; “Elena Glory”; “Helena Gloryova”.
[4] Capek, Karel: Op. Cit. Pág. 41-42
[5] Discépolo, Armando: Op. Cit. Pág. 37.