sábado, octubre 11, 2014

La bella extranjera, por Monika Zgustova

Nota publicada en el sitio Nueva Revista
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La concesión del Nobel de Literatura, en 1984, al poeta checo Jaroslav Seifert, marcó el inicio de una profusión de traducción a idiomas peninsulares de obras literarias checas. Tres libros de este autor fueron inmediatamente editados —en castellano y en catalán, como en casi todos los casos que vamos a mencionar—. A continuación los editores españoles se lanzaron a buscar otros autores checos igualmente interesantes y empezaron a entrar en imprenta traducciones de Vladimir Holán, Jiri Orten, Karel Hynek Macha, Jiri Kolar, Vitezslav Nezval, Bohumil Hrabal, etc. Monika Zgustová, traductora al español de muchas de estas obras, analiza las principales figuras del panorama literario de ese país y llama la atención sobre un par de nombres checos injustamente ignorados todavía.


La cultura centroeuropea del siglo XX se podría definir, en términos < generales, como la huida de la racionalidad y del orden impuesto por un Estado todopoderoso, para conquistar un espacio humano más íntimo. Si a lo largo del siglo XIX y durante casi dos décadas del XX, Europa Central experimentó el fortalecimiento del aparato del Estado y del centralismo, a costa de la uniformización de diversas culturas, étnias, religiones y lenguas, y del control burocrático del individuo, esa tendencia se ha convertido paulatinamente en la dirección esencial de la historia contemporánea en todo Europa. Así lo entendieron los autores checos —en este breve recorrido nos limitaremos a los escritores en prosa— que analizaron a fondo la monstruosa dimensión de esa tendencia, y de los que se puede afirmar que fueron casi proféticos.

KAFKA Y HASEK: LOS PADRES DE LA LITERATURATURA DE PRAGA

Franz Kafka y Jaroslav Hasek son los dos de Praga, aunque el primero escribió el alemán y el segundo en checo—uno y otro traducidos al castellano, aunque Hasek no a partir del original checo sino del alemán—. La obra de ambos retrata la rebelión del hombre contra el aparato estatal draconiano que más tarde, durante las dos guerras mundiales y la dictadura comunista, se convirtió en un verdadero monstruo bélico y represivo. El tratamiento de la realidad, tanto en la novela El proceso de Kafka como en la de Hasek, Las aventuras del buen soldado Schweik (que debería escribirse Svejk, según la grafía original checa y no la alemana), tiene muchos puntos en común. Si los funcionarios de Kafka llevan hasta el absurdo sus obligaciones y el cumplimiento de la ley como si eso fuera lo único que pudiera hacerlos humanos, el Svejk de Hasek cumple las sugerencias y las órdenes que recibe tan al pie de la letra, y el efecto es hasta tal punto cómico y grotesco que despierta una hilaridad incontenible y demuestra lo absurdo de la orden. Tanto Kafka como Hasek—y tras ellos Capek, Hrabal, Kundera y Havel— son conscientes de que la maquinaria estatal a la que están sometidos no tiene en absoluto sentido. Sus protagonistas demuestran que es mucho más efectivo hablar de historias humanas en vez de la Historia con mayúscula. Las aventuras y los destinos de esos protagonistas son, pues, la búsqueda de sentido en un mundo que carece de él.

KUNDERA O EL RACIONALISMO

Las novelas de Milan Kundera se sitúan en medio de la crisis del racionalismo, un proceso esencial en la civilización contemporánea, que empuja al individuo hacia el vacío, olvidando la voz de la conciencia y la compasión. Kundera se propone curar esta enfermedad empleando su propio virus, ya que su tratamiento es también racional y analítico. Los protagonistas de Kundera crean su pequeño paraíso fuera de la civilización: en la naturaleza, en una aldea, o incluso en la cárcel. Es cuando regresan a la civilización cuando perecen: abandonando la isla (Tamina en El Libro de la risa y el olvido) o de viaje a la ciudad (Agnes en La inmortalidad, Tomas y Tereza en La insoportable levedad del ser).

HRABAL O EL PODER MÁGICO DEL ARTE Y DEL AMOR

Toda la obra de Hrabal está escrita bajo el espíritu de la literatura de Praga, el espíritu de Hasek y de Kafka. Sus protagonistas son personas que se sienten expulsadas de la comunidad humana e intentan en vano encontrar su lugar. Muchos de los personajes de Hrabal son parecidos a los de Hasek: individuos que no creen en ninguna clase de ley y a los que tan sólo les salva de la soledad sin amor y de unas circunstancias sociales crueles la máscara de la risa y el interminable parloteo alegre, de modo parecido a la forma de actuar del buen soldado Svejk de Hasek. Sin embargo Hanta, protagonista de Una soledad demasiado ruidosa, el prensador de papel viejo, es una figura más bien kafkiana: el mundo que le rodea, indiferente pero inexorable, logra conducirlo a un paso del abismo y de la destrucción, hasta la muerte mental. La tragedia kafkiana de la nada y del vacío, en la visión esencialmente vitalista de Hrabal, es atenuada por la fe en el poder mágico del arte y del amor, que le confiere, hasta a la última perdición, una dimensión salvadora de la belleza.

HAVEL O LA REBEIÓN DEL INDIVIDUO

Vaclav Havel, autor de una docena de obras de teatro, empezó a escribir con el espíritu del teatro del absurdo, según el modelo de Ionesco y Beckett. Su temática siempre gira en torno a la rebelión del individuo, al disidente en una sociedad conformista. Como Ulises se vio obligado a desplegar en el Mediterráneo una resistencia mucho más moral que física, el disidente de las obras de Havel lleva a cabo un viaje lleno de dudas y preguntas de cariz ético. El protagonista del siglo XX tiene más cosas en común con Hamlet que con los héroes legendarios. En su odisea moderna, el filósofo disidente de Havel, sobre todo el de su última obra, Largo Desolato, queda deshecho física y moralmente.

TRADUCCIONES AL ESPAÑOL

En prosa, España descubre la valía de Milan Kundera (con su novela La vida está en otra parte), autor ya conocido entonces en otros países europeos. A mediados de la década de los ochenta, Kundera escribió la novela que se convertiría en un verdadero éxito de ventas:La insoportable levedad del ser. Tras él, se publican otras novelas anteriores de Kundera, entre ellas La broma, El libro de la risa y el olvido (en las editoriales Seix Barrai y Tusquets), y todas las posteriores, como La inmortalidad, La lentitud y La ignorancia. Kundera, transformado en autor de reconocido prestigio en España y residente en París desde los setenta, adoptará el francés como lengua original de sus novelas a partir de los noventa.

A través de Kundera el lector español descubre la cultura y literatura checa, su éxito incita a la traducción de otros autores del país. Nacen así las traducciones de los escritores checos Josef Skvorecky (Ingeniero de almas, El milagro), Karel Capek (Viaje a España, La guerra de las salamandras) y Bohumil Hrabal.

De este último se han traducido una decena de obras, la mayoría en la editorial Destino, y no ha tardado en convertirse para muchos lectores en un autor de culto. La aparición de cada uno de sus libros, ya sea una novela o recopilación de cuentos, ha sido todo un acontecimento: Yo que he servido al rey de Inglaterra, Una soledad demasiado ruidosa, Anuncio una casa donde no quiero vivir, Trenes rigurosamente vigilados, La pequeña ciudad donde el tiempo se detuvo, Personajes en un paisaje de infancia, Quién soy yo para citar unos pocos.

La crítica literaria española, atenta a la aparición de cualquier novedad relacionada con el autor checo, tratará a Hrabal como a un clásico contemporáneo europeo y un valor literario incontestable. Se ha publicado, incluso, su primera biografía en español: Los frutos amargos del jardín de las delicias (también en Destino).

TRAS LA CAÍDA DEL COMUNISMO

A raíz del año revolucionario de 1989 y de la caída del muro, el lector español comienza a interesarse por los protagonistas de aquellas revueltas que acabaron con la guerra fría. En Checoslovaquia, en 1990, Vaclav Havel es elegido primer presidente democrático tras medio siglo de guerras y totalitarismos. Durante los veinticinco años anteriores, Vaclav Havel había sido un conocido disidente del régimen comunista, lo que le costó varios años de cárcel. Dichos aconteceres darán lugar a la publicación (casi todos en Círculo de Lectores-Galaxia Gutenberg) de varios libros de ensayos de Vaclav Havel (Cartas a Olga, Meditaciones estivales, Palabra sobre la palabra) y una antología de sus obras de teatro, Grave Cantabile entre otras.

Los años noventa servirán para que los editores españoles publiquen traducciones de otros autores checos más diversos y pertenecientes a distintas épocas: Jamek, Durych, Kratochvil, Klima, Chudozilov, Putik, Vieweg. Se traducen libros de pensadores checos; además de Vaclav Havel, se pondrá especial atención en Tomas Masaryk, el primer presidente de Checoslovaquia, Jan Patocka, el filósofo husserliano, y Tomas Halik, pensador influenciado por la religión católica.

En definitiva, pues, podemos concluir que la literatura checa ha tenido en España una difusión continuada y una recepción atenta, tanto por lo que respecta a los editores como a los medios de comunicación y al público lector. En este abanico bastante completo de autores checos en este país se echa de menos, sin embargo, un autor contemporáneo de inestimable valía: Ludvik Vaculik, olvidado por las editoriales españolas, es uno de los escritores centroeuropeos de mayor prestigio, sobre todo por su novela La clave de los sueños, escrita en forma de diario íntimo, que trata el ambiente de los disidentes en los años setenta y ochenta. Faltan, además, otros nombres como Vancura o el poeta Siktanc. Una injusticia literaria que debiera, quizá, corregirse.

Vitezslav Nezval, por Clara Janés

Presentación y poemas
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A propósito de la publicación de su libro Cinco poetas checos, donde traduce y presenta poemas de Nezval, Jaroslav Seifert, Frantisek Halas, Vladimir Holan y Jiri Orten, la poeta y traductora Clara Janés, escribe sobre el primero en la revista Adamar y comparte algunos de los poemas del autor recopilados en el libro. 
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Nezval es el poeta checo surrealista por excelencia, el mago de la palabra, el señor del salto y de la acrobacia jubilosa, el que hace juegos malabares cargados de humor, el que pone en marcha el arco iris de la gracia.

Vitězlav Nezval nace el 26 de mayo de 1900 en Moravský Krumlov, donde su padre ejerce de maestro de escuela. Trasladado éste a Třebic, inicia allí su hijo el bachillerato en 1911, para acabarlo en 1919 e inscribirse en la Facultad de Derecho de Brno. En 1920, sin embargo, Nezval se traslada a Praga para estudiar en la Facultad de Filosofía. En esta ciudad entra en contacto con otros poetas como Jiří Wolker y Konstantin Biebl y, en 1922, tras asistir a una velada del Devětsil y conocer a Karel Teige, pasa a formar parte del grupo. Por su influencia, éste cambia de orientación y proclama una nueva estética: el Poetismo. Tras un primer libro, Puente (1922), Nezval publica, en 1924, Pantomima, que es la verdadera realización del programa poetista y donde se detecta que su autor está dotado de rara potencia, gran riqueza de invención e inspiración y humor alegre.

En 1924 se hace miembro del Partido Comunista y entra a trabajar como redactor en el Diccionario enciclopédico de Masaryk. Poco después, por motivos de salud, pasa el servicio militar en los cuerpos civiles. Durante estos años escribe intensamente, publicando los libros Pequeña rosaleda, Poemas para postales, Diabolo e Inscripciones para tumbas en 1926; El acróbata en 1927, Edison en 1928, Juego de dados en 1929. En 1930 lleva a cabo la revista Zvěrokruh (Zodíaco) y publica Desayuno en la hierba, Poemas de la noche y Juan de luto; y en los dos años siguientes, La señal del tiempo, El impermeable cristalino y Cinco dedos. El camino seguido por el poeta, que como demostró ya enPequeña rosaleda, es capaz de meditar sobre la teoría del arte poético, de acercarse al sueño y a la fantasía, es dejar libre el subconsciente y jugar con las palabras, los sonidos, como un prestidigitador, utilizando todos los elementos a su alcance, hasta las rimas incoherentes que recuerdan las canciones infantiles, llenas de gracia y musicalidad. Sin embargo una melancólica conciencia de la muerte subyace en muchas de sus obras.

En 1933 Nezval viaja a Italia y Francia, donde conoce a Breton, y en 1934 crea el grupo surrealista de Praga. Este mismo año viaja a Moscú para asistir al Primer Congreso panfederal de escritores soviéticos y publica Adiós y pañuelito. A partir de este momento su actividad representativa es incesante; estará presente en dos congresos de escritores celebrados en París en defensa de la cultura (1935 y 1938), viajará como escritor a la Unión Soviética (1947), a Berlín (1956) y al Mar Negro (1957) y, además, como director del departamento de cinematografía del Ministerio de Información, a Inglaterra (1947), asistiendo al Festival de Cannes en 1954. 

Entre las obras que escribe después de 1934 cabe destacar Mujer en plural (1936), Praga con los dedos de lluvia (1936), El enterrador absoluto (1938), A cinco minutos de la ciudad (1940), Cuadro histórico (1945), Canto a la victoria (1950), Alas (1952), Ciudades y acianos (1955) y el libro póstumo Inacabado (1960).
Muere el 6 de abril de 1958.


POEMAS

Poemas para postales

Zapatitos

Zapatitos pececitos en tierra
perros junto a la puerta de la alcoba no muerden
negrescos cisnes de las salas de baile
cuyos brillos no eclipsan siquiera las estrellas

Jabón

Cual corazón de madre
hace transparente el agua turbia el jabón
huele como la rosa del jardín
hace espuma como el amor
y se rompe como la pena

La carta

Voló la palomita
tras ella el palomo
se encontraron encima de la ramita
y vuelan juntos

Burbujas

Burbujas burbujas
blanco trébol
lo que pasó pasó
no gritéis

Bata

El cardenal Richelieu
que en bata con flecos de colorines
con cortesanas flirtea
esto es el poeta cuando hace poemas

Edison

I

Nuestras vidas son tan tristes como el llanto
Una vez al anochecer salía del casino un joven jugador
Fuera nevaba sobre las custodias de los bares
el aire era húmedo pues se aproximaba la primavera
pero la noche temblaba como la pradera
bajo los golpes de la artillería estelar
que escuchaban sentados en mesas cochambrosas
bebedores inclinados sobre vasos de alcohol
mujeres medio desnudas con vestidos de plumas de pavo real
melancólicas como el atardecer

Pero había allí algo grávido que aplastaba
la tristeza la añoranza y la angustia de la vida y la muerte

Volví a casa por el Puente de las Legiones
cantando por dentro una breve aria
bebedor de las luces de los barcos nocturnos sobre el Vltava
desde el templo del castillo justamente daban las doce
medianoche de la muerte estrella de mi horizonte
en esta tibia noche de finales de febrero

Pero había allí algo grávido que aplastaba
la tristeza la añoranza y la angustia de la vida y la muerte

Inclinándome desde el puente vi una sombra
una sombra de suicida que caía hacia el abismo
pero había allí algo grávido que lloraba
era la sombra y la tristeza de un joven jugador
le dije por Dios señor ¿quién es usted?
él respondió con voz triste nadie un jugador
pero había allí algo triste que callaba
era una sombra que emergía como una horca
una sombra que caía desde el puente y yo grité ¡ah!
¡no usted no es un jugador! no usted es un suicida

Nos fuimos cogidos de la mano ambos a salvo
nos fuimos cogidos de la mano en un ensueño abierto
fuera de la ciudad donde empieza Košire 
y desde lejos nos saludaban los abanicos nocturnos
bailando sobre los kioscos de la tristeza la danza del alcohol
Nos fuimos cogidos de la mano sin hablar

Pero había allí algo grávido que aplastaba
la tristeza la añoranza y la angustia de la vida y la muerte

Abrí la puertas y encendí el gas
llevando a dormir mi sombra callejera
dije señor para nosotros dos esto basta
pero ya no quedaba ni la sombra de mi jugador
¿fue una aparición o un autoengaño?
me encontraba solo sobre el lecho cotidiano

Pero había allí algo grávido que aplastaba
la tristeza la añoranza y la angustia de la vida y la muerte

Me senté junto a la mesa sobre montones de libros míos
mirando por la ventana caer la nieve
mirando los copos de nieve tejer sus coronas
con su siempre quimérica nostalgia
bebedor de los matices imposibles de atrapar
bebedor de las luces sumidas en las sombras
bebedor de las mujeres a las que obedecen sueños y serpientes
bebedor de las mujeres que entierran su juventud
bebedor de crueles atrevidas y bellas mujeres
bebedor de placer y de espumas ensangrentadas
bebedor de todo lo cruel que persigue y aplasta
bebedor de los horrores y las tristezas de la vida y la muerte

Me dijo olvida ya las sombras
abriendo un periódico de hacía una semana
donde ahogado en el olor de la tinta
vi un gran retrato de Edison
con su invento reciente
estaba sentado y llevaba sotana como un cura medieval
pero había allí algo hermoso que aplastaba
el valor y la alegría de la vida y la muerte.

III

Nuestras vidas se pierden como círculos
Una vez se paseaba un aventurero por Nueva York
era media tarde y hacía un sol tibio de mayo
el caminante se paró en silencio en Broadway
delante del Palacio de la Western-Union Telegraph
donde se oía un rumor como el de un cuadro de distribución
era vendedor de periódicos y célebre inventor
Cuántos inventos se han ido a pique
las estrellas no se han salido de sus eternas órbitas
mire cómo un millar de personas tranquilamente vive
no no es trabajo ni energía
es una aventura como en el mar
encerrarse en el laboratorio
mire cómo un millar de personas tranquilamente vive
no no es trabajo eso es alquimia

Un pequeño domingo oh cuántas campanas sonoras

La centralita escucha los timbres de los teléfonos
Escuchan sus oídos a los enamorados
a los timadores que hablan de los cheques
o a los ladrones de California y a los asesinos nocturnos
las llamadas de teléfono procedentes de la Gran Praga
El mundo juega con su oído interno
se transforma usted en fluido eléctrico
los fonomotores y los pájaros mecánicos
se elevan hasta las estrellas de donde vuelven hacia usted
como al pajarero de la esquina de los barrios periféricos
proclamando su gloria en el letrero
dormir cinco horas le basta
en eso se parece usted al jugador

Vivir siempre de nuevo y tener la manía
una vez vio usted en Pensilvania
la noche y la lámpara de arco en la casa de la Baker
Sintió tristeza como ayer yo
ante la última página de mi novela
como el acróbata que ha recorrido la cuerda floja de un lado a otro 
como la madre que ha dado a luz a un niño
como el pescador que ha sacado las redes llenas
como el amante tras el dulce placer 
como los escuderos que vuelven de la batalla 
como la tierra en el último día de la vendimia
como la estrella que se apaga al alba
como el hombre al perder de repente su sombra
como Dios que creó la rosa la noche y el beleño
como Dios que desea crear nuevas palabras
como Dios que tiene que crear siempre de nuevo
amasando con su aliento nuevos cálices
posándose con el agua de la nube en el bancal
pero había allí en ello algo hermoso que aplastaba 
el valor y la alegría de la vida y la muerte

Un anochecer a comienzos de octubre del mismo año
entristecido dirigió usted su grave paso
al laboratorio del célebre Menlopark
en medio de su correspondencia y sus regalos
haciendo girar con los dedos el molinillo de los sueños como de costumbre
amasó usted sin pensar con las fibras de carbono
el pájaro de nuestras noches con él trasnochamos largamente
escoba de los fantasmas de las sombras con la que los perseguimos
ardientes falenas de los paseos de ensueños
ángel guardián que está en los frontones las esquinas y las puertas
rosas de restaurantes cafés y bares
fuentes de la noche en las tinieblas del bulevar
rosarios sobre los puentes de los ríos de las grandes ciudades
nimbos de las prostitutas callejeras
coronas sobre las chimeneas de los grandes buques de vapor 
lágrimas que caen desde las alturas de encima del piso
sobre el catafalco de la ciudad que las amortigua
sobre los edificios de los templos viejas momias
sobre los cafés donde están las almas vacías en el humo
sobre los espejos de los vinos y su frío eterno
sobre el catafalco de la ciudad de las emanaciones nauseabundas sobre mi alma guitarra disonante con la que como mendigo de luces sueños y amor
toco y lloro cambiando de máscaras
con pasión trovadoresca yo príncipe y rey aventurero
de la ciudad de las orgías llamada Balmoral
por cuya célebre puerta entro siempre en el sueño
por medio del cordón negro de mis siervos y prisioneros
príncipes de asesinatos e histéricas carmañolas [1]
carroza de la locura y de ruedas adornadas con cintas
de pasiones sádicas que hacen sonar campanas
de quimeras que se elevan que vuelan desde los dormitorios sobre los balcones
bebedor de crueles aventureras y hermosas mujeres
bebedor de placer y espumas ensangrentadas
bebedor de todo lo cruel que persigue y aplasta
bebedor de los horrores y la tristeza de la vida y la muerte

1. Danza revolucionaria francesa.

Ciudad de torres

Praga de las cien torres
con los dedos de todos los santos
con los dedos de los perjuros
con los dedos de fuego y granizo
con los dedos de un músico
con los deslumbrantes dedos de mujeres tumbadas de espaldas
con dedos que tocan las estrellas
en el ábaco de la noche
con los dedos de donde mana la noche
con dedos estrechamente unidos
con dedos sin uñas
con los dedos de los niños más chicos y afiladas briznas de yerba
con los dedos de un cementerio en mayo
con los dedos de una pordiosera y de toda la clase
con los dedos del trueno y del rayo
con los dedos de los crocus de otoño
con los dedos del castillo y de las viejas arpistas
con dedos de oro
con dedos por donde silba el mirlo y la tormenta
con dedos de puertos de guerra y clases de baile
con los dedos de una momia
con los dedos de los últimos días de Herculano y de la Atlántida sumergiéndose
con dedos de espárrago
con dedos de cuarenta grados de temperatura
y helados bosques
con dedos sin guantes
con dedos en los que se ha posado una abeja
con dedos de alerce
con dedos que tocan el flautín de la orquesta de la noche
con dedos de jugadores tramposos y de acerico
con dedos deformados por el reumatismo
con dedos de fresas
con dedos de molinos de viento y ramos de lilas
con dedos de agua de la fuente y con dedos de bambú
con dedos de trébol de cuatro hojas y viejos claustros
con los dedos de creta diluida por el agua
con dedos de cucos y de árbol de Navidad
con dedos de mediums
con dedos cepillados por el vuelo de un pájaro
con los dedos del tañido de las campanas y del viejo palomar
con los dedos de la inquisición
con los dedos lamidos para probar el viento
con los dedos de enterradores
con los dedos de ladrones de anillos
de manos que tocan la ocarina
con los dedos de deshollinadores de Nuestra Señora de Loreto
con los dedos de los rododendros y las fuentes de la cabeza del pavo real
con los dedos curtidos de la cebada que madura en el mirador de Petrin
con los dedos de mañanas de coral
con dedos que señalan hacia arriba
con los dedos cortados por la lluvia y la iglesia de Tyn con el guante del crepúsculo
con los dedos de la hostia profanada
con los dedos de la inspiración
con largos dedos sin falanges
con los dedos con que escribo este poema

Ivan Klima: "Los ricos suelen ser gente extraña"

Cuento de la revista virtual Letras Libres (Traducudo por Irena Chytra)
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(http://www.letraslibres.com/revista/convivio/los-ricos-suelen-ser-gente-extrana)
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Hay hombres que aman a las mujeres, otros el alcohol, la naturaleza o el deporte, otros a los niños o al trabajo, hay hombres que aman el dinero. Seguramente el hombre puede amar a más de uno de los anteriores, no obstante da preferencia a algo sobre lo demás.

Siendo suficientemente ambicioso, tiene la esperanza de alcanzar lo que verdaderamente anhela. Alois Burda amó el dinero y sometía a él todo lo demás. Bajo el régimen pasado era administrador de un negocio de venta de automóviles, bajo el nuevo régimen abrió un negocio propio. Bajo el régimen pasado manejó con habilidad ese pequeño número de autos que tenía para la venta. Pronto encontró la manera que le aseguraba el soborno más alto. Después de la revolución, las comisiones por ley le dejaban aproximadamente las mismas ganancias que había tenido antes de la revolución. Alois Burda entonces era un hombre rico, ya en los años setenta se construyó una residencia familiar cuya superficie habitable según las leyes vigentes no alcanzaba ciento veinte metros cuadrados, sino que los superaba tres veces. En la residencia tenía un gimnasio, una piscina techada, tres garajes, y al lado de la residencia una cancha de tenis, aunque él mismo no jugara al tenis. En Suiza tenía una cuenta secreta, y puesto que los bancos suizos son avaros con los intereses, tenía incluso una cuenta secreta más en Alemania. Se divorció sólo una vez, porque se dio cuenta de que el divorcio salía relativamente caro. Con la primera esposa tenía dos hijos, con la segunda tenía una hija. Con los hijos se trataba sólo escasamente. Desde que alcanzaron la mayoría de edad, no se veían más que una vez al año. También la segunda esposa le fastidió pronto, pero manejaba bastante bien el hogar y no le molestaba demasiado, tampoco se preocupaba por cómo él pasaba su tiempo libre.
Ella era deportista, esquiaba y montaba a caballo, jugaba al tenis, al golf y nadaba bien, aunque nada de aquello le interesaba a él en lo más mínimo. De vez en cuando se conseguía una amante con quien dormía, pero por la cual usualmente no sentía nada y de la cual tampoco exigía sentimiento alguno.

     De vez en vez le preguntaba a su hija qué había de nuevo en la escuela, pero al día siguiente olvidaba su respuesta y nunca estaba seguro de qué año cursaba. Así luego terminó la escuela y se casó. Como regalo de boda recibió de su padre un nuevo automóvil, cuyo precio superaba el medio millón de coronas. Ese regalo la sorprendió, casi estaba dispuesta a creer que era un regalo de amor, pero era más bien el regalo de una mala conciencia o de un capricho instantáneo. De todas maneras, una cantidad así no significaba nada para Burda.
     Conocía a mucha gente, todo aquél que fuera su cliente, sin embargo no tenía amigos, a excepción de algunos cómplices con los cuales de vez en cuando tomaba unos tragos o ideaba transacciones comerciales.
     Cuando se acercaba a los sesenta, de repente empezó a sentir fatiga, perdió el apetito y paulatinamente fue adelgazando. Lo atribuía al modo de vida demasiado acelerado que llevaba. Su mujer naturalmente notó la metamorfosis y lo mandó al médico, pero él por principio no obedecía los consejos de su mujer, además temía que el médico le pudiese detectar algún padecimiento más serio. Decidió que iba a descansar más, que iba a darse el lujo de hacer algún viaje al extranjero que no fuese de negocios, también visitó a un famoso curandero que le preparó un té especial y le recomendó comer a diario semillas de calabaza. Sin embargo, nada de esto le ayudó. Burda empezó a sufrir dolores en el estómago, de noche se despertaba sudado, sediento y abatido por una extraña angustia.
     Finalmente decidió ir al médico. Éste pertenecía a sus viejos clientes, ya había curado a su primera esposa. Ahora trataba de aparentar que todo estaba bien, y pasó un rato conversando sobre un nuevo modelo de Honda.
     "¿Es algo serio?", preguntó el vendedor de automóviles.
     "¿Quieres que sea completamente sincero?"
     El vendedor dudó, luego asintió con la cabeza.
     "Tienes que operarte cuanto antes", dijo el médico.
     "¿Y luego?"
     "Ya veremos".
     "¡Ajá!", entendió Burda, "esto me huele a muerte".
     "Todos estamos aquí por sólo un momento", dijo el médico, "pero no debemos perder la esperanza. Cuando te abran, sabremos más".
     Aunque también sabía que alguna vez llegaría el momento en el que aparecería la muerte a su espalda, el vendedor de automóviles se encontraba inesperadamente sorprendido. Pues todavía le quedaban casi diez años para alcanzar la edad promedio de los hombres en nuestro país y además le parecía que la muerte llega con mayor frecuencia en forma de accidentes en la carretera. Y él era un excelente conductor.
     "Tenemos medicamentos cada vez más eficientes", agregó el médico, "así que no pierdas la esperanza". 
     "Con respecto a los medicamentos, me puedo permitir cualquiera, por mucho que cuesten".
     "Ya lo sé", dijo el médico, "pero esto no es cuestión de dinero".
     "¿Es cuestión de qué?"
     El médico encogió los hombros. "De tu resistencia. De la voluntad divina o del destino, como sea que lo llamemos".
     Acordaron la operación para la semana siguiente, hasta entonces tuvo que someterse a todos los exámenes necesarios. 
     Cuando llegó Burda a casa y su mujer le preguntó qué había detectado el médico, contestó con una sola palabra: "Moriré". Luego se fue a su recámara, se sentó en el sillón y pensó en la extrañeza de que quizá pronto no estaría ahí. El hombre siempre le había parecido similar a una máquina, la máquina y el hombre se desgastan tras una larga utilización, pero la máquina se puede mantener en marcha esencialmente por un tiempo ilimitado si se reponen constantemente sus partes. ¿Pero qué sucede con el hombre? Se le hizo cruelmente injusto que las partes humanas no fuesen en su mayoría renovables, mientras que una máquina muerta es en sí eterna, condenando entonces al hombre prematuramente a la destrucción. Luego le inquietó la pregunta: cómo procedería con su propiedad, qué haría con sus cuentas secretas. Cuando muriese, todo lo que tenía le pertenecería a su esposa e hijos. Se le hacía injusto, ya que ninguno de ellos había contribuido en manera alguna a lo que él había ganado. Además, recientemente le había regalado un auto a su hija y sus hijos no le hacían caso. La mujer lo cuidaba, pues le daba dinero con regularidad, hasta le daba dinero para ir a esquiar cada invierno y primavera a los Alpes, seguramente por ahí tuvo amantes, incluso supo de uno, porque accidentalmente encontró una carta en el bolso de su mujer, donde buscaba una cuenta. ¿Por qué ahora su esposa, tan sólo por haberse casado con él, debería recibir, aparte de todas sus propiedades y del dinero de la herencia, también el dinero del cual ni siquiera sospechaba?
     Luego reflexionó acerca de lo que le dijo el médico sobre la esperanza y la voluntad divina. Confiar en la voluntad divina es ciertamente una tontería, igual que confiar en el destino. La voluntad divina es un engaño para los débiles y los pobres, mientras que el destino se comporta según se le pague. Hasta ese momento lo estaba sobornando exitosamente y ahora se resistía a la idea de que repentina e irremediablemente no se saliera con la suya.
     Esa misma tarde se sentó en su Mercedes, tomó su pasaporte y las cosas más necesarias para el viaje y se dirigió a la frontera.
     La cuenta suiza contenía algo más de cien mil francos, en la alemana había más dinero. Solicitó el dinero en efectivo ante el asombro de los cajeros. Regresó con el dinero la siguiente noche, escondió los billetes en una pequeña caja fuerte, cuyo código sólo él sabía. Al día siguiente fue a hacerse los primeros exámenes.
     Cuando se estaba preparando para ingresar al hospital, le surgió la pregunta de qué hacer con el dinero en la caja fuerte. El médico le advirtió que podría permanecer varias semanas en el hospital, es verdad que no mencionó la posibilidad de nunca abandonar el hospital, pero el vendedor de automóviles sabía que ni siquiera ésta se podía descartar. Incluso podría no salir con vida de la sala de operaciones.
     No quería dejar el dinero en su casa, ¿pero llevarlo consigo al hospital? ¿Dónde lo escondería? ¿Qué haría con él en el momento en que estuviera inconsciente en la mesa de operaciones?
     Finalmente decidió dividir los paquetes de cien mil en otros más pequeños, los metió en unas pantuflas viejas con hebillas y las cubrió con calcetines enrollados. Luego, ante su mujer, empacó las pantuflas en una caja, la pegó con cinta adhesiva y le pidió que se la llevase al hospital junto con algunos objetos más como otras pantuflas corrientes, una bolsa de viaje con artículos de tocador, dos números de una revista de automovilismo y el monedero con unos cientos de coronas, cuando se lo pidiese.
     Apartó unos miles de marcos en un sobre para el cirujano. Sin embargo éste, con una explicación poco clara de que era supersticioso y antes de la operación ni quería oír hablar de dinero, rechazó el sobre.
     Cuando abrieron a Burda en la mesa de operaciones se dieron cuenta de que el tumor no sólo había afectado el páncreas sino que también se había ramificado hacia otros órganos; una operación radical parecía ser tan inútil que lo cosieron. Tras dos días en la unidad de terapia intensiva, lo colocaron en la recámara número ocho, la compartían con él nada más dos pacientes. El vecino a la izquierda era un campesino hablador, que se la pasaba contando historias insignificantes de su vida y temía por el destino de su granja, que ahora estaba a cargo de su abandonada mujer. El vecino a la derecha era un silencioso anciano, muriéndose quizá, que oportunamente, sea dormido o en estado de vigilia, despedía chillidos de fiera inarticulados de manera extraña. Aquéllos perturbaban al vendedor de automóviles más que las historias del campesino, que simplemente no escuchaba.
     Los médicos le recetaron muchos medicamentos y además una vez por día una enfermera le traía a su cama un soporte, ponía una botella y luego clavaba una aguja en sus venas, y él podía observar cómo le fluía la sangre o algún líquido incoloro por una manguerilla transparente hasta llegar a su cuerpo. A pesar de ello se sentía cada vez más miserable.
     La mujer le trajo todas las cosas que él había preparado, agregó un ramo de flores y un frasco de conserva de frutas.
     Las flores no le interesaron y había perdido totalmente el apetito. Cuando se fue su mujer, abrió la caja con las pantuflas, quitó los calcetines, divisó el paquete de billetes, volvió a meter los calcetines, cerró la caja y la escondió en la mesa de noche. Todavía podía caminar, pero de todas maneras se levantaba de la cama sólo un poco, se arrastraba a la ventana o al pasillo y en un momento regresaba nuevamente a su lecho metálico. Ahora prefería no abandonar su recámara en lo absoluto. No pensó concretamente en su muerte, pero tampoco pudo dejar de advertir cómo disminuían sus fuerzas. Cuando se le acaben completamente, cerrará sus ojos y ya no será capaz ni de pensar, ni de hablar, menos de actuar. ¿Qué hará con ese dinero?
     Su mujer lo visitaba dos veces por semana, de vez en cuando también aparecía su hija casada, incluso en una ocasión vino el mayor de sus hijos. Cada quien le traía alguna cosa que no le hacía falta, y sin interés la guardaba en su mesa de noche, donde se quedaba hasta que se fuese la visita y pudiese tirarla a la basura.
     Había varias enfermeras que hacían turnos. Una era mayor, las demás apenas pasaban la edad escolar, le parecía que una se asemejaba a la otra y las distinguía solamente según el color de su cabello. Lo trataban con cordialidad profesional, de vez en cuando hacían un intento de bromear o de darle ánimos. Cuando le clavaban la aguja en sus venas, se disculpaban porque le iba a doler un poco. Luego, aparentemente después de sus vacaciones, regresó todavía una enfermera, no era más grande que las demás, pero le llamó la atención su voz, que le recordaba a la remota y casi olvidada voz de su madre en la época de su niñez. La enfermera se llamaba Vera. Notó que siempre que se acercaba a él para ejecutar alguna de las tareas rutinarias, añadía algunas frases. Y sorprendentemente esas frases no traían sólo las usuales palabras de compasión, sino que le comunicaban algo del mundo de afuera, que hoy era un día caluroso, que ya habían florecido los jazmines, que ya estaban madurando las fresas en su balcón. La escuchaba, con frecuencia ni percibía el contenido de lo que comunicaba, percibía sólo el colorido de su voz, su extraño consuelo.
     Una vez, cuando se sentía un poco mejor después de la transfusión, le pidió que se sentara a su lado.
     "Pero señor Burda", se extrañó, "¿qué diría la primera enfermera si me agarrase descansando?" No obstante trajo una silla, se sentó al lado de la silla de él, tomó su mano llena de incontables piquetes, y le acarició el dorso de la mano. 
     "Pues, ¿cómo vive usted, enfermera?", le preguntó.
     "¿Cómo vivo?", se sonrió. "Como todos."
     "¿Vive con sus padres?"
     Asintió. Dijo que tenía una pequeña recámara en un complejo multifamiliar, en su recámara sólo había una cama, una silla, un pequeño librero, también, en un pilar de bambú, macetas con flores de la pasión, fucsias y coronas de Cristo. Le habló largamente de las flores. Las flores nunca le habían interesado, bajo sus nombres no surgía ningún color, ninguna forma, pero percibió la ternura en la voz de aquella mujer, percibió el tacto liviano de sus dedos en el dorso de la mano y notó que sus ojos eran cafés oscuros, aunque su cabello tenía un color claro natural. Prometió que le traería algunas flores de las que cultivaba en su balcón, y se levantó de la silla.
     Al día siguiente realmente le trajo una azucena y nuevamente se sentó junto a él.
     Burda le preguntó si no sufría la escasez de algo importante.
     Ella no entendió el sentido de su pregunta.
     Entonces le preguntó si tenía carro.
     "¿Coche?", se rió de la pregunta.
     "¿Y lo quisiera?"
     "Pues usted los vendía", se dio cuenta. Luego dijo que nunca pensaba que pudiese tener un coche. Vivía sólo con su madre y apenas tenían para comprarse una bolsa de tomates de vez en cuando. El año pasado había plantado unos arbustos en su balcón, pero se pudrieron, y no logró cosechar nada. Le preguntó si le gustaban los tomates. Lo preguntó de la misma manera en que él solía preguntarle a la gente si le gustaba el caviar o si prefería las ostras. Le contestó que sí, aunque no recordaba que los hubiese comido alguna vez con gusto.
     Le quería preguntar si no la deprimía su vida, pero lo invadió un repentino ataque de dolor y la enfermera salió corriendo por la médica, que le aplicó una inyección después de la cual se le enturbió rápidamente la razón.
     Cuando volvió levemente en sí en la noche, primero se dio cuenta con una urgencia absoluta de la realidad de que en unos días probablemente moriría. No obstante encendió la pequeña lámpara encima de su cama, se inclinó sobre la mesa y sacó la caja con las pantuflas. Detrás de los calcetines arrugados permanecía la fortuna, con la cual se podrían comprar vagones enteros de tomates.
     Puso todo en su estado anterior y regresó la caja a la mesa; la riqueza, que lo llenaba generalmente de satisfacción, se hacía de repente una carga.
     ¿Debería de heredarla a algún organismo de caridad? ¿O a este hospital? ¿Regalarla a los médicos, que de todas maneras no podían ayudarle? ¿A su mujer para que pudiese pagar a amantes aún más exigentes o ir a esquiar hasta por allá de las montañas Rocallosas?
     Luego se le apareció de repente la cara de aquella enfermera y escuchó la voz que se asemejaba a la de su madre. Tenía curiosidad de saber si mañana iba a estar de turno, y se dio cuenta de que deseaba que estuviese.
     Al día siguiente efectivamente vino y le trajo un tomate. Era grande, duro y tenía el color de la sangre fresca.
     Le dio las gracias. Lo mordió y le dio varias vueltas en su boca, pero no logró tragarlo, sintió que lo vomitaría.
     La enfermera colocó el soporte a su cama, puso la botella y anunció: "Le vamos a alimentar un poco, señor Burda, si no se nos debilitaría mucho."
     Asintió con la cabeza.
     "¿Viene a verlo su familia?", preguntó la enfermera.
     Debería contestar que no tiene familia, que tiene sólo una mujer y tres hijos, pero en lugar de eso contestó que desde hace mucho nadie lo visitaba.
     "Ellos vendrán", dijo la enfermera, "y enseguida se sentirá más alegre."
     Cerró los ojos.
     Ella tocó su frente con los dedos. "Ya fluye", dijo. "Dios puede hacer un milagro, sanar al enfermo igual que perdonar al pecador. Y recibir a cada quien con amor."
     "¿Por qué?", preguntó, refiriéndose a por qué se lo estaba diciendo, pero ella no entendió. "Porque Dios es el amor mismo."
     Aunque le daban medicamentos fuertes, no lograba conciliar el sueño en la noche. Pensó en aquella extraña realidad, que el mundo continuaría, saldría el sol, correrían los coches, serían inventados nuevos modelos de coches, se venderían en el negocio que su mujer seguramente venderá, se construirían nuevas autopistas y puentes, se abriría el túnel debajo del Petrín, pero él no se enteraría de nada de aquello. Esa realidad tenía una mano helada con la que le apretaba el cuello. Trató de escapar de ella, buscar la ayuda de alguien, pero no tenía con quién refugiarse. Luego se le apareció la cara de la enfermera que se sentó junto a su cama y le dijo que Dios puede recibir a cualquiera con amor. Dios lo logra, mientras que él nunca lo ha logrado. Es que si existiera un dios, si existiera, debería reinar en el mundo por lo menos un poco de amor. Trató de recordar a quién y cuándo había amado, y quién y cuándo lo había amado a él, pero aparte de su mamá, que había estado muerta desde hacía tres décadas, no recordaba a nadie. Mañana le preguntará a aquella enfermera dónde nació su fe en Dios o siquiera en el amor. Finalmente logró dormirse. Al despertarse en mitad de la noche, se le ocurrió algo sin sentido. Le regalaría el dinero a esa enfermera. Por lo que le dijo de Dios y del amor. Por acariciarle la frente, aunque sabe que él morirá. Lo sabe igual que lo saben los demás, pero aquellos no le acariciaron la frente.
     Luego se imaginaba qué diría ella de recibir una fortuna inesperada. ¿Lo aceptaría? La experiencia le decía que la gente nunca rechaza el dinero. Aparentan resistirse, pero finalmente sucumben. Por supuesto que no le puede meter en el bolsillo unos millones; le pedirá que llame al notario, le dictará su última voluntad y le heredará el dinero. ¿Qué hará ella con él? Ni sabe si tiene un amante o si vive sola.
     Al día siguiente, en lugar de indagar sobre su fe, le preguntó si vivía sólo con su madre o si salía con alguien. 
     Sorprendida, levantó su mirada, pero no le contestó. Su novio se llama Martín, es violinista, ayer fueron juntos al concierto, presentaron el concierto en re menor de Beethoven. ¿Lo conoce? ¿Le gusta?
     No conocía a Beethoven, aunque debió haber escuchado ese nombre alguna vez. No le alcanzaba el tiempo para la música, aunque en la tienda comúnmente tocaban alguna música. Pero eran canciones de moda.
     También le dijo que se iba a casar con Martín en otoño. "¿Irá a mi boda?", le preguntó.
     "Si me invita".
     Al día siguiente la enfermera Vera tenía un día libre y él entonces pudo reflexionar si había considerado todo bien y si su decisión no era demasiado precipitada. ¿Qué pasaría si sanara por fin, cuando Dios hiciera aquel milagro o algún medicamento que le introdujeran en las venas le regresara la fuerza? ¿Por qué otra razón lo estaría invitando la enfermera a su boda? Con un moribundo no estaría bromeando así.
     También la cantidad era desproporcionadamente alta, al final con su regalo la pondría en sospecha de un acto deshonesto. Pero le podría regalar por lo menos una parte de ese dinero, por lo menos un pequeño paquete de billetes de mil francos.
     Al día siguiente empeoró, pero percibió la proximidad de la enfermera Vera, que puso para él una flor fresca en la botella con agua, acercó el soporte y pinchó con la aguja una vena en su pierna izquierda.
     "Se lo compensaré", dijo él con una voz silenciosa.
     "Me lo compensará al sentirse mejor", dijo. Luego abrió la ventana y preguntó. "¿Lo siente? Ya están floreciendo los tilos".
     No sintió nada, sólo un gran cansancio. Debería decirle que llamase a un notario, pero en ese momento se le hizo que toda la idea era una tontería, simplemente tendría que introducirle en el bolsillo de la bata unos billetes. Hasta eso significaría para ella una gran fortuna.
     La enfermera le acarició la frente y salió de la recámara.
     La siguiente noche Alois Burda murió. Era justo el turno de la enfermera Vera y algunos momentos antes de que él respirase por última vez, se sentó junto a él y le sostuvo la mano, pero el moribundo seguramente ya no supo de ello.
     Luego asignaron a la enfermera para sacar todas las cosas de la mesa del muerto y hacer una lista detallada. La enfermera lo hizo. La lista tenía dieciocho artículos, el número once decía: Un par de pantuflas con hebillas con un par de calcetines adentro. Le sorprendió a la enfermera que las pantuflas parecieran demasiado pesadas, y se le ocurrió que podría sacar los calcetines, ponerlos aparte y fijarse adentro de las pantuflas, pero no lo hizo, ya que se agregaría un artículo más; encontró inútil hurgar de cualquier manera en las cosas que aparentemente nadie nunca usaría.
     Cuando llegó la mujer de Burda al hospital para levantar el acta de defunción, le entregaron la bolsa con las cosas del difunto y la lista de lo que estaba en la bolsa. La mujer le echó una ojeada a la lista de los objetos. En los últimos años le asqueaba su esposo, así que un par de sus miserables cosas le asqueaba aún más. El monedero con trescientas coronas se lo entregaron aparte. Tomó el saco con las cosas y lo guardó en el maletero de su coche. Cuando salía del hospital, notó que cerca de allí había un tiradero improvisado. Se detuvo mirando bien a su alrededor, luego abrió la cajuela y tiró la bolsa.
     Aquella noche la enfermera Vera tuvo una cita con su violinista. "Aquel Burda, el que dormía en la ocho, murió", le anunció; "dicen que era tremendamente rico, uno de los hombres más ricos en Praga."
     "¿Y te dio algo?", le preguntó.
     "No", dijo ella, "traía en su monedero sólo trescientas coronas."
     "Los ricos suelen ser gente extraña", dijo él, "¿quién lo heredará todo?"
     "Sabrá Dios", dijo ella, "él quizá ni siquiera tenía a alguien. No vino nadie que por lo menos le tomase la mano en aquel momento." -