lunes, agosto 21, 2006

Una versión del miedo

Kafka y el matrimonio
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El miedo es el descubrimiento de la posibilidad -no de la certeza- de la posibilidad, de que aquello que nos satisface se pierda, de que aquello que nos atormenta se torne aún peor. Las mayores o menores chances de que esa posibilidad suceda es indiferente a la aparición del miedo; sólo podrá inferir, en todo caso, en las dimensiones que este adquiera y en nuestra capacidad para replicarlo a través de la razón basada en un calculo de probabilidades. Es en la mera insinuación de que x acontecimiento suceda, de que tal hecho nos perturbe (aún cuando su concreción posea un mínimo grado de posibilidades) el terreno en el que respira el miedo .

De la misma manera en que el descubrimiento de esa mínima posibilidad de cambio es suficiente para su aparición, de igual modo alcanza con que ese suceso probable se concrete para que perdamos, al instante, el miedo. Es en ese momento cuando el miedo pierde su esencia de realidad, que radica en los momentos previos a la batalla y no en la batalla, en el acechamiento del mal y no en el mal mismo, en las víspera de la tortura y no en la tortura, para que entren en escena otros factores: la resignación, la desesperación, la parálisis… nada que tenga que ver con el miedo; para entonces este forma ya parte del pasado.

Carta al padre (noviembre de 1919)

Ya he indicado que en los escritos y en lo relacionado con ellos he efectuado unos pequeños intentos de independización, de huida, con un mínimo de éxito; tienen pocas probabilidades de seguir adelante, pues muchos indicios me lo confirman. Sin embargo, es mi obligación, o, mejor dicho, mi vida consiste en velar por ellos y cuidar de que no se acerque a ellos ningún peligro, y ni tan sólo la posibilidad de un peligro. El matrimonio es la posibilidad de un tal peligro, aunque también es la posibilidad de un máximo estímulo; a mí me basta, sin embargo, que sea la posibilidad de un peligro. ¿Qué haría yo si realmente fuera un peligro? ¿Cómo podría seguir viviendo el matrimonio con el sentimiento de ese peligro, quizás indemostrable, pero de todos modos irrefutable? Frente a ello me puedo mostrar indeciso, pero el desenlace final es irreversible. La comparación con el pájaro en mano y ciento volando sólo encaja aquí de forma vaga. No tengo nada en la mano, todo esta volando, y sin embargo –así lo dictan las condiciones de lucha y las necesidades de la vida- debo elegir la nada.

sábado, julio 08, 2006

Desde la Mala Strana

Jan Neruda
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Jan Neruda nació en Praga, en 1834, y falleció a los 57 años, cuando faltaban nueve para que termine el siglo. Durante el lapso de su vida estudio derecho y filosofía, posteriormente se dedicó a la literatura: fundó el folletín pragense “Narodni Listy”, publicó en distintas revistas, trabajó como periodista, fue poeta, narrador y autor de obras de teatro. Dentro de estas últimas se encuentran “No soy éste”, “El esposo por hambre” y “Francesca di Rimini”, como autor de cuentos, donde se encuentra lo mejor de su obra, publicó “Cuadro del extranjero”, “Hombre de todas clases”, “Arabescos”, “Historietas” y, aquellos por los que ser haría especialmente famoso, y de los que se extrae el que se puede encontrar debajo, los “Cuentos de la Mala Strana” en donde se describen situaciones cotidianas de habitantes de ese barrio de Praga donde la belleza y lo mágico se encuentran en las situaciones o rasgos más característicos del pueblo checo.

Ricardo Eliecer Neftalí Reyes Basoalto, poeta chileno, encontró en su adolescencia, en una revista checa, el apellido de Neruda y lo escogió como el pseudónimo por el que lo reconocería el mundo entero. En su autobiografía “Confieso que he vivido” Pablo Neruda relata: “Encontré el nombre de Neruda en una revista checa sin tener la menor idea de que pertenecía a un escritor checo, adorado por todo su pueblo, autor de una baladas preciosas y en cuyo honor se había erigido una estatua en el Barrio Pequeño de Praga. La primera vez que visité Praga, muchos años más tarde, deposité una flor al pie de su barbuda estatua.”

Además del monumento, una calle en Praga lleva su nombre. La flor del Neruda latinoamericano fue su homenaje. Este es el nuestro.

En la fonda de Las tres lilas

Creo que aquella vez me volví loco. Los músculos de mi cuerpo no podían dar más de sí, la sangre hervía en mis venas.

Una noche cálida, oscura. Después de unos días de un calor asfixiante, cubrieron el cielo densos nubarrones negros. Desde la tarde reinaba un fuerte vendaval, que los empujaba y los deshacía en jirones, para volver a formarlos más tarde; a última hora descargó una terrible tormenta acompañada de una lluvia torrencial, y tanto la tormenta como la lluvia perduraron hasta muy entrada la noche. Estuve sentado bajo las arcadas de madera de la fonda Las tres lilas, visitada entonces sólo los domingos por una clientela algo numerosa, compuesta en su mayoría por cadetes y suboficiales que se divertían en el pequeño salón, bailando a los sones de un piano. Precisamente era domingo. Estuve sentado, completamente solo, bajo las arcadas, ante una mesa cerca de la ventana. Tremendos truenos retumbaban, casi sin tregua; la lluvia torrencial batía el tejado encima de mi cabeza; el agua corría a torrentes por las calles inundadas, y, dentro de la fonda, los cadetes no dejaban descansar el piano más que breves momentos. De vez en cuando miraba yo por la ventana abierta y veía las parejas alegres, sonrientes, bailando; cuando me cansaba escudriñaba la oscuridad del jardín. Una vez en que un relámpago vivísimo iluminó el pequeño recinto, vi junto a la tapia del jardín, al final de las arcadas, montones de osamentas humanas. Hace no sé cuánto tiempo había allí un camposanto, y precisamente durante la última semana se habían exhumado los restos que aun quedaban para trasladarlos a otra parte. El suelo estaba todavía revuelto y las tumbas abiertas.

Me quedé, sin embargo, poco tiempo tranquilo en mi mesa. A menudo me levantaba y me acercaba a la puerta, abierta de par en par, del pequeño salón, para poder observar las parejas mejor. Me tenía encantado una hermosa muchacha de unos diez y ocho años. Esbelta, de formas graciosas y firmes, los cabellos negros cortados al ras de la nuca, una cara ovalada y fina como de terciopelo, unos ojos claros… ¡Una hermosura de chica! Más que nada me encantaban sus ojos. Eran tan claros como el agua; tan enigmáticos como la superficie de un lago misterioso; tan tranquilos, que hacían recordar en seguida las palabras: “Antes se hartará el fuego de la madera y el mar del agua que aquella mujer de los hombres”.
Bailaba casi continuamente. Pero pronto se dio cuenta de que me encantaba. Cuando pasaba ante la puerta donde yo estaba de pie me miraba siempre fijamente, y cuando avanzaba bailando por el saloncito, advertía yo que, desde lejos, fijaba sus miradas en mí. No noté, en cambio, que hablara con ninguno de los presentes.
Me asomé otra vez a la puerta y nuestras miradas se encontraron en seguida, a pesar de que la muchacha se hallaba en la última fila. El rigodón llegaba a su fin; en ese momento entró otra muchacha en el salón, muy de prisa, falta de aliento y calada hasta los huesos, que se abrió paso entre la gente hasta llegar junto a la muchacha de los ojos hermosos. La música volvió a sonar para la última figura del rigodón. Bajo las primeras cadenas que colgaban del techo, la recién llegada dijo algo en voz baja a la de los ojos encantadores, la cual sólo inclinó afirmativamente la cabeza, sin pronunciar una palabra. La última figura duró algún tiempo más. Era dirigida por un cadete que tenía gracia y buen humor. Cuando el baile terminó, la muchacha de los ojos claros volvió a mirar hacia la puerta que daba al jardín después salió por la principal del salón. Vi cómo se puso fuera su abrigo; después desapareció.

Me volví a sentar ante mi mesa. La tormenta redobló en ese momento su fuerza, como si hubiera querido agotar todos los ruidos de su repertorio; volvió a rugir el viento y los relámpagos se sucedían uno tras otro. Escuché excitado; pero aun así no pensaba más que en aquella muchacha, en sus ojos encantadores. No me moví de mi asiento. De todos modos, no podía ir entonces a casa.

Al cuarto de hora volví a echar una mirada al salón. Allí estaba otra vez la muchacha. Se arreglaba sus vestidos mojados, se secaba el pelo húmedo, y una compañera de algo más edad que ella la ayudaba.
-Y ¿Para qué fuiste a casa con esta tormenta?- le preguntó la otra.
-Mi hermana me vino a buscar.
Por primera vez oía su voz. Era una voz sonora, suave como la seda.
-¿Había pasado algo en tu casa?
-Acaba de morir mi madre.
Me estremecí.

La muchacha se volvió y salió a las arcadas. Estaba a mi lado, su mirada se hundió en mis ojos, y sentí que su mano tocaba la mía, que temblaba. La cogí por aquella mano. ¡Era tan blanda!
Sin decir una palabra me la llevé hasta el final de las arcadas; ella me siguió sin resistirse.
La tormenta había llegado a su punto culminante. El huracán rugía, el cielo y la tierra temblaban y se estremecían; por encima de nuestras cabezas retumbaban los truenos, y todo en torno nuestro adquiría un lúgubre aspecto. Era como si los muertos clamasen desde sus tumbas abiertas.
Ella se refugió en mis brazos. Sentí en mi pecho el contacto de sus vestidos húmedos; sentí su cuerpo flexible y caliente contra el mío, y su respiración, que quemaba como una llama…

jueves, junio 29, 2006

El león de Bruncvík

La leyenda del león checo, por Jaroslav Smrz.
El animal emblemático del Reino Checo es un león blanco en el campo rojo. Sin embargo, el primer animal del escudo de los soberanos checos fue el águila del príncipe premislita y luego santo Venceslao. Sobre la "llegada" del león al escudo checo existe una leyenda pintoresca.

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En tiempos remotos, vivía en Praga un príncipe. Según algunos, fue el primer rey hereditario de la dinastía de los Premislitas, Premysl Otakar I. Sin embargo, según la leyenda, se llamaba Bruncvík y comenzó a gobernar su feudo desde muy joven.
Sin embargo, recordando siempre las proezas heroicas de sus antepasados, un día decidió tomar el camino de la gloria y abandonar el trono y a su joven esposa. "Mis padres conquistaron para su escudo un águila, yo conquistaré un león!" dijo Bruncvík a su mujer.
Resistió a las súplicas de ella y le dio su anillo, quitándole el de ella y añadiendo: "No te fíes de nadie ni de nada hasta que no vuelvas a ver tu anillo con tus propios ojos. Si no lo ves durante siete años, es que ya no estoy con vida." Y Bruncvík escogió los treinta hombres más valientes y partió en busca de aventuras.
El príncipe y sus caballeros recorrieron muchos países. Ni siquiera los peligros del mar le hicieron desistir a Bruncvík de su propósito. Se procuró un navío y zarpó hacia parajes desconocidos. Viento en popa, navegó con su tripulación durante tres meses.
Un día se desencadenó una tremenda tormenta que empujó al navío hacia lo desconocido. Los navegantes se asustaron cuando vieron a lo lejos en la oscuridad un fulgor amarillento y percibieron una fragancia penetrante. Sabían que se trataba de la Montaña de Ámbar, que atraía con su poder a todo lo que apareciese a 50 leguas a la redonda y no lo soltaba jamás.
Así sucedió también con la nave de Bruncvík, y el príncipe con su comitiva se convirtieron en prisioneros de la montaña. Uno tras otro murieron de hambre hasta quedar sólo Bruncvík y un caballero anciano. El viejo, al final, reveló al joven príncipe cómo podía salvarse.
Mandó a Bruncvík meterse con su espada en un saco de piel de caballo, y le colocó en la cima de la Montaña de Ámbar, que era visitada una vez al año por un enorme águila. Y el ave de rapiña llegó volando, y agarrando el saco con Bruncvík, se alejó de la montaña mágica.
El enorme pájaro voló a su nido, arrojó el saco a sus crías y se fue en busca de otra presa. Bruncvík se liberó y mató a los pájaros. Luego escapó del nido y corrió a través de un páramo hasta llegar a un profundo valle. Allí se paró al oír horribles rugidos de combate. Al acercarse, Bruncví
k vio a un león en lucha con un dragón de nueve cabezas.

Tras una breve vacilación, el príncipe decidió ayudar al león, ya que éste era el animal que quería conquistar para su escudo. Desenvainó la espada y atacó al monstruo. El león, al ver a su aliado, descansó mientras un poco y luego, cuando las fuerzas de Bruncvík se mermaron, la fiera saltó al dragón y lo mató.
Bruncvík tenía miedo del león. Éste, no obstante, se acostó a sus pies y cuando el príncipe se puso en camino, el león le siguió. Bruncvík trepó por un roble y se quedó sentado en su copa durante tres días. El león no se fue, fijando su mirada triste entre las ramas. Al final del tercer día, el león entristecido soltó un rugido tan potente que Bruncvík cayó a tierra.
Debilitado por estar sentado tanto tiempo, el príncipe no podía ni caminar. El fiel león cazó un ciervo para que Bruncvík se recuperara. El príncipe entendió que el felino no le iba a hacer daño y se hicieron amigos. Durante tres años vagaron por la selva hasta llegar a la costa del mar.
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Bruncvík construyó un barco y se dispuso a irse sin el león. Pero el fiel animal de un gran salto salvó la distancia entre el barco y la costa y navegaron juntos. Después de un tiempo arribaron a tierra, cerca de un castillo. Cuando entraron, les acogió un rey de cuatro ojos, dos delante y dos detrás de la cabeza. Brunvík quería que el monarca le auydase a regresar a Praga. El rey respondió: "De aquí puedes salir sólo por la puerta de hierro. Pero yo no te la abriré, hasta que no liberes a mi hija raptada por el Basilisco." A Bruncvík no le quedaba otro remedio y con el león se dirigió a la isla adonde vivía el monstruo. Allí descubrió a la hija del rey, enroscada por las serpientes. Para liberarla mató a los guardianes y a la comitiva monstruosa del Basilisco. Al final se enfrentó con el propio monstruo.
La cruel lucha duró un día entero y Bruncvík y su león finalmente dieron muerte al Basilisco. La princesa vendó las heridas del príncipe y tras un necesario descanso, volvieron al castillo del rey. Bruncvík ya esperaba ansioso su partida a Praga, pero el monarca no quiso dejarle marchar, porque la princesa se había enamorado del príncipe y quería casarse con él.
Bruncvík tuvo que contraer matrimonio, pero se puso muy triste y vagó por el castillo, maldiciendo la ingratitud del rey. Un día entró en un sótano y allí, sobre una mesa de piedra, vio una espada antigua. Le gustó el arma y la cambió por la suya. Cuando preguntó a la princesa por la espada, ella se asustó y cerró el sótano. Bruncvík insistió y la joven le explicó:
"Es una espada mágica, si la desenvainas y dices: "Que se caigan las cabezas de mis enemigos!", el poder de la espada te lo cumplirá." Y Bruncvík, que no deseaba ser prisionero del rey para siempre, esperó su oportunidad. Se le ofreció un banquete que presenciaron el rey, la princesa y todos los cortesanos. Bruncvík desenvainó la espada y pronunció la fórmula mágica, y a todos los presentes se les cayó la cabeza decapitada al suelo. El príncipe abrió la puerta de hierro y con su león se encaminó hacia Praga.
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Después de otras proezas heroicas que logró durante el viaje, Bruncvík llegó a Praga, se puso un atuendo de peregrino y con el león entró en su castillo. Llegó precisamente el día de la boda de su esposa, que iba a casarse, ya que pasó siete años sin ver al anillo ni a su marido.
Bruncvík se entristeció, sin embargo, echó el anillo de su esposa en la copa que ella bebía y abandonó el castillo. La mujer descubrió al fondo de la copa su anillo y se alegró mucho. No obstante, el novio con treinta caballeros cabalgó a galope desde el castillo para eliminar a su rival Bruncvík. El príncipe, al verse en peligro mortal, desenvainó la espada y de nuevo las cabezas de sus enemigos cayeron al suelo. Bruncvík reunió a sus fieles y se dirigieron al castillo. A mitad de camino a Praga se encontraron con la comitiva de la esposa de Bruncvík y todos se alegraron mucho. Bruncvík mandó luego que su fiel león fuese pintado en su escudo.
Cuando Bruncvík falleció, el león murió de tristeza pocos días después al pie de la tumba de su amo. La espada mágica de Bruncvík fue, según la leyenda, empotrada en uno de los pilares del Puente de Carlos junto a la estatua que representa al príncipe Bruncvík con el león a sus pies.
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Según la tradición, cuando la tierra checa esté en la crisis más profunda, rodeada por los enemigos, se abrirá la montaña de Blaník y saldrán de ella los caballeros capitaneados por San Venceslao. Su caballo blanco tropezará en el Puente de Carlos y sacará con su casco la espada a la luz. San Venceslao empuñará el arma y exclamará: "Que se caigan las cabezas de todos los enemigos de los checos. Y cuando así suceda, la paz eterna gobernaráen la tierra checa."

miércoles, junio 28, 2006

Cuento de final del mundo

Gloria Maldíta, por José Antonito Fernández
Hace escasos días el Seleccionado Nacional de Fútbol de la República Checa ha quedado eliminado de la competencia más importante con que cuenta ese deporte: El Campeonato Mundial de Fútbol. A manera de homenaje para aquellos que siguieron el torneo y para los jugadores que a pesar de un gran primer encuentro no han podido avanzar en la competición va el siguiente texto.
La República Checa, independiente desde 1993, disputaba este año su primer mundial como estado autónomo. Anteriormente había participado como la vieja Checoslovaquia, desempeñando grandes papeles en el mundial de 1934 y 1962, alcanzando en ambas ocasiones el subcampeonato mundial.
A la final de unos de los mundiales más violentos de la historia, el de 1934, campeonato organizado por la Italia fascista liderada por Benito Mussolini, -para quien el torneo debía servir como demostración al mundo del poderío de su regimen y quien habría de reunirse antes de la final con el entrenador del equipo italiano, a fin de de dejar bien en claro las consecuencias de una derrota-, se refiere este texto.
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El estadio quedó vacío tras el partido, aunque los focos aún iluminaban el césped. Meditabundo, Oldrych Nejedly contemplaba el escenario con las manos en los bolsillos del pantalón, con ese mal sabor de boca que imprime la derrota; para él era aun peor, había fallado una pena máxima en el último suspiro del encuentro. Todos confiaban en él; sin embargo erró el disparo y la luz se convirtió en tinieblas, ése es el precio que tiene pagar el lanzador, que en las botas tiene por un momento la gloria y el fracaso, en un segundo que parece eterno.

Italia, 1934. Llegó con la esperanza de ganar el campeonato, como todos, pero su equipo comenzó a ganarse el respeto de los demás en el primer partido cuando ganaron a Rumanía por 2 goles a 1, marcados por él mismo y por su compañero Puc.
Así comenzó Checoslovaquia su andadura por el mundial de ese año, pero además del poder futbolístico de los azzurri tendrían en contra el poder del Duce. Mussolini, amén de organizar el torneo superando obstáculos burocráticos de forma polémica, quería ganarlo a toda costa, por lo que utilizó todo ese poder.
Mientras tanto el equipo checoslovaco seguía avanzando y se encontraba ya en cuartos de final. Enfrentándose a Suiza y venciendo por 3 goles a 2 pasaron a la siguiente ronda donde les esperaba Alemania. En ese momento pensó Nejedly que el sueño había llegado a su fin, pues era de esperar que los alemanes ganaran el partido, pero su espíritu era fuerte y no se dio por vencido, al igual que sus compañeros, la gran final estaba ahí, a la vuelta de la esquina, el sueño de todo jugador: abrazar la gloria por un momento, escribir una página en la historia.
Nejedly lo sabía, infundió ánimos a su equipo y Alemania sucumbió; tres goles suyos catapultaron a su equipo a la gran final, el momento soñado.
Y llegó el gran día, sólo tenían que salvar un escollo más y el trofeo más preciado sería para ellos, pero se enfrentaban al país anfitrión: Italia. Combi, Alemandi, Bertolini, Meazza, Orsi,... la squadra azzurra.
En el Olímpico de Roma no cabía un alfiler. Mussolini presidía el encuentro como un emperador romano que espera en el Coliseo la salida de los gladiadores para levantar o bajar el pulgar según le plazca.
Mientras, en el vestuario, el seleccionador checo se sube en uno de los bancos y se dirige a los jugadores. Parece que les va a dar las órdenes pertinentes e infundirles ánimo para ganar el encuentro, pero no, se saca un papel del bolsillo y lo lee. Abatidos, algunos lloran, otros se sientan cabizbajos, pero deben salir al terreno y afrontar el partido.
Nejedly mira alrededor cuando salta al terreno, el ruido es ensordecedor, una banda de música se prepara, los equipos se sitúan y suenan los himnos. Cuando suena el de Italia la multitud lo entona al unísono y estalla en un clamor cuando éste acaba.
El partido comienza, los checos no parecen los mismos de encuentros anteriores; Nejedly pierde el balón con facilidad y falla ocasiones inexplicablemente.

A pocos minutos del final, Puc marca para Checoslovaquia pero extrañamente apenas lo celebran, el Olímpico de Roma enmudece, los jugadores se miran unos a otros, se reanuda el juego y en poco tiempo marca Orsi para Italia y poco después Schiavio, en una gran jugada, le da la vuelta al marcador.
Pero a un minuto del final Nejedly se interna en el área y Allemandi le derriba, el árbitro decreta pena máxima. El estadio vuelve a enmudecer. Nejedly coloca el balón en el punto de penalti, mira detenidamente al portero; luego gira la cabeza y contempla la tribuna donde Mussolini aguanta la respiración debajo de su rostro pétreo -en realidad parece que todo el mundo aguanta la respiración-. Vuelve a mirar a la portería, toma carrerilla y lanza: el balón roza el poste izquierdo y sale por la línea de fondo. El Olímpico vuelve a estallar, Mussolini se levanta como un resorte, el árbitro pita el final del partido y todo es un clamor. Italia es campeón del mundo.

Cincuenta años más tarde, Nejedly, sentado en un butacón de su casa el día de Navidad, el día de su cumpleaños, observa el recorte de periódico donde puede verse su foto después del partido mirando hacia la portería donde erró el penalti, cabizbajo, con las manos en los bolsillos. Extrajo un papel semiarrugado del interior de un libro y volvió a leerlo:

«Les recuerdo con esta misiva que si ganan este partido, los jugadores de la selección italiana serán fusilados al amanecer dentro del terreno de juego.

B. Mussolini.»

Ese mismo año el escritor checo Milan Kundera publica su obra La insoportable levedad del ser. En ese libro Nejedly guardaba el papel entre unas páginas donde había subrayado este texto:

«La carga más pesada nos destroza, somos derribados por ella, nos aplasta contra la tierra. La carga más pesada es por lo tanto, a la vez, la imagen de la más intensa plenitud de la vida. Cuanto más pesada sea la carga, más a ras de tierra estará nuestra vida, más real y verdadera será. Por el contrario, la ausencia absoluta de carga hace que el hombre se vuelva más ligero que el aire, vuele hacia lo alto, se distancie de la tierra, de su ser terreno, que sea real sólo a medias y sus movimientos sean tan libres como insignificantes»

Kafka y el infinito

Franz Kafka, por Jorge Luis Borges
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Kafka nació en el barrio judío de la ciudad de Praga, en 1883. Era enfermizo y hosco: íntimamente no dejó nunca de menospreciarlo su padre y hasta 1922 lo tiranizó. (De este conflicto y de sus tenaces meditaciones sobre las misteriosas misericordias y las ilimitadas exigencias de la patria potestad, ha declarado él mismo que procede toda su obra). De su juventud sabemos dos cosas: un amor contrariado y el gusto por las novelas de viajes. Al regresar de la universidad, trabajó algún tiempo en una compañía de seguros. De esa tarea lo libró aciagamente la tuberculosis: con intervalos, Kafka pasó la segunda mitad de su vida en sanatorios del Tirol, de los Cárpatos y de los Erzegebirge. En 1913 publicó su libro inicial, "Consideración", en 1915 el famoso relato "La metamorfosis", en 1919 los catorce cuentos fantásticos o catorce lacónicas pesadillas que componen "Un médico rural".
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La opresión de la guerra está en esos libros: esa opresión cuya característica atroz es la simulación de felicidad y de valeroso fervor que impone a los hombres... Sitiados y vencidos, los Imperios Centrales capitularon en 1918. Sin embargo, el bloqueo no cesó y una de las víctimas fue Franz Kafka. Éste, en 1922, había hecho su hogar en Berlín con una muchacha de la secta de los Hasidim, o Piadosos, Dora Dymant. En el verano de 1924, agravado su mal por las privaciones de la guerra y de la posguerra murió en un sanatorio cerca de Viena. Desoyendo la prohibición expresa del muerto, su amigo y albacea Max Brod publicó sus múltiples manuscritos. A esa inteligente desobediencia debemos el conocimiento cabal de una de las obras más singulares de nuestro siglo.
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Dos ideas –mejor dicho, dos obsesiones- rigen la obra de Franz Kafka. La subordinación es la primera de las dos; el infinito, la segunda. En casi todas sus ficciones hay jerarquías y esas jerarquías son infinitas. Karl Rossmann, héroe de la primera de sus novelas, es un pobre muchacho alemán que se abre camino en un inextricable continente; al fin lo admiten en el Gran Teatro Natural de Oklahoma; ese teatro infinito no es menos populoso que el mundo y prefigura al Paraíso. (Rasgo muy personal: ni siquiera en esa figura del cielo acaban de ser felices los hombres y hay leves y diversas demoras). El héroe de la segunda novela Josef K., progresivamente abrumado por un insensato proceso, no logra averiguar el delito de que lo acusan, ni siquiera enfrentarse con el invisible tribunal que debe juzgarlo; éste, sin juicio previo, acaba por hacerlo degollar. K., héroe de la tercera y última, es un agrimensor llamado a un castillo, que no logra jamás penetrar en él y que muere sin ser reconocido por las autoridades que gobiernan. El motivo de la infinita postergación rige también sus cuentos. Uno de ellos trata de un mensaje imperial que no llega nunca, debido a las personas que entorpecen el trayecto del mensajero; otro, de un hombre que muere sin haber conseguido visitar un pueblito próximo; otro –Una confusión cotidiana- de dos vecinos que no logran juntarse. En el más memorable de ellos –La edificación de la muralla china, 1919-, el infinito es múltiple: para detener el curso de ejércitos infinitamente lejanos, un emperador ordena que infinitas generaciones levanten infinitamente un muro infinito que dé la vuelta su imperio infinito.
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La crítica deplora que en las tres novelas de Kafka falten muchos capítulos intermedios, pero reconoce que esos capítulos no son imprescindibles. Yo tengo para mí que esa queja indica un desconcocimiento esencial del arte de Kafka. El pathos de esas “inconclusas” novelas nace precisamente del número infinito de obstáculos que detienen y vuelven a detener a sus héroes idénticos. Franz Kafka no las terminó, porque lo primordial era que fuesen interminables. ¿Recordáis la primera y la más clara de las paradojas de Zenón? El movimiento es imposible, pues antes de llegar a B deberemos atravesar el punto intermedio C, pero antes de llegar a D... El griego no enumera todos puntos; Franz Kafka no tiene por qué enumerar todas las vicisitudes. Bástenos comprender que son infinitos como el Infierno.

En Alemania y fuera de Alemania se han esbozado interpretaciones teológicas de su obra. No son arbitrarias –sabemos que Kafka era devoto de Pascal y de Kierkegaard-, pero tampoco son muy útiles. El pleno goce de la obra de Kafka –como el de tantas otras- puede anteceder a toda interpretación y no depende de ellas.
La más indiscutible virtud de Kafka es la invención de situaciones intolerables. Para el grabado perdurable le bastan unos pocos renglones. Por ejemplo: “El animal arranca la fusta de manos de su dueño y se castiga hasta convertirse en el dueño y no comprende que no es más que una ilusión producida por un nuevo nudo de la fusta”. O sino: “En el templo irrumpen leopardos y se beben el vino de los cálices; esto acontece repetidamente; al cabo se prevé que acontecerá y se incorpora a la ceremonia del templo”. La elaboración, en Kafka, es menos admirable que la invención. Hombres, no hay más que uno en su obra: el homo domesticus –tan judío y tan alemán-, ganoso de un lugar, siquiera humildísimo, en un Orden cualquiera; en el universo, en un ministerio, en un asilo de lunáticos, en la cárcel. El argumento y el ambiente son lo esencial; no las evoluciones de la fábula ni la penetración psicológica. De ahí la primacía de sus cuentos sobre sus novelas; de ahí el derecho a afirmar que sus relatos no dan íntegramente la medida de tan singular escritor.

Por fuera de los limites (Anexo)

Gustav Meyrink, por Jorge Luis Borges (II)


En Ginebra, hacia 1916, bajo el impulso de los volcánicos libros de Carlyle, emprendí el solitario estudio del idioma alemán. Mi conocimiento previo se reducía a unas cuantas declinaciones y conjugaciones. Adquirí un breve diccionario inglés-alemán y acometí, con una temeridad que sigue asombrándome, las páginas del Fausto de Goethe y de La crítica de la razón pura, de Kant. El resultado es previsible. No me dejé arredrar y agregué a aquellos impenetrables volúmenes el lyriches intermezzo de Heine. Consideré, no sin justificación, que sus coplas en razón de su obligada brevedad, serían menos arduas que las estrofas intrincadas de Goethe o que los párrafos informes de Kant. Fue así “en el prodigioso mes de mayo”, el primer verso –im wundeschönen Monat Mai-, que fui arrebatado mágicamente a una literatura, que fiel me ha acompañado toda la vida.
Creí entonces saber el alemán, que todavía no sé. Poco después, la baronesa Helene von Stummer, de Praga, cuya muerte no ha borrado en nuestra memoria su tímida sonrisa, me dio un ejemplar de un libro reciente, de índole fantástica, que había logrado, increíblemente, distraer la atención de un vasto público, harto de las vicisitudes bélicas. Era El Golem de Gustav Meyrink. Su ostensible tema era el ghetto. Voltaire ha observado que la fe cristiana y el Islam proceden del judaísmo y que los musulmanes y los cristianos abominan imparcialmente de Israel. Durante siglos, en Europa, el pueblo elegido fue confinado en barrios que tenían algo o mucho de leprosarios y que, paradójicamente, fueron invernáculos mágicos de la cultura judía. En esos lugares germinó un ambiente sombrío y, a la par, una ambiciosa teología. La cábala, de raíz española, y atribuida, por su inventor, Moisés de León, a una secreta tradición oral que dataría del Paraíso, encontró en los ghettos un terreno propicio para sus extrañas especulaciones sobre el carácter de la divinidad, el poder mágico de las letras y la posibilidad de que los inciados crearan un hombre, como el hacedor había creado a Adán. Ese homúnculo se llamó El Golem que en hebreo significa terrón de tierra, así como Adán quiere decir arcilla.

Gustav Meyrink hizo uso de la leyenda, cuyos pormenores detalla, para esa inolvidable novela que reúne el ámbito onírico de Alicia detrás del espejo con un palpable horror que no he olvidado al cabo de los años. Hay, por ejemplo, sueños soñados por otros sueños, pesadillas perdidas en el centro de otras pesadillas. El índice mismo incitó mi curiosidad; el nombre de cada capítulo consta de un solo monosílabo.
A diferencia de su contemporáneo, el joven Wells, que buscó en la ciencia la posibilidad de lo fantástico, Gustav Meyrink la buscó en la magia y en la superación de todo artificio mecánico. “Nada podemos hacer que no sea mágico”, nos dice en “El cardenal Napellus”; sentencia que hubiera aprobado Novalis. Otro símbolo de esta visión es el epitafio que el lector hallará en “J.H. Obereit visita el país de los devoradores del tiempo”, que pese a su apariencia irreal, es verdadero, no sólo estética sino psicológicamente. El relato, narrativo al comienzo, va exaltándose hasta confundirse con nuestras experiencias y temores más íntimos. Los devoradores del tiempo rebasan la metáfora y la alegoría; corresponden a la sustancia de nuestro yo. Desde la primera línea el narrador está predestinado al fin imprevisible. “Los cuatro hermanos de la luna” incluye dos argumentos; uno deliberadamente irreal que en forma irresistible lleva al lector y otro, aún más asombroso, que nos revelan las páginas finales. Hacia 1929 yo vertí al español un texto suyo del libro de relatos Fledermaüse, y lo publiqué en un diario de Buenos Aires, que envié a Meyrink. Éste me contestó con una carta en la que, a través de su desconocimiento de nuestro idioma, ponderaba mi traducción. Me envió asimismo su retrato. No olvidaré los finos rasgos del rostro envejecido y doliente, el bigote caído y el vago parecido a Macedonio Fernández. En Austria, su patria, los muchos acontecimientos de la literatura y de la política casi han borrado su memoria.
Albert Soergel ha conjeturado que Meyrink empezó por sentir que el mundo es absurdo y que por consiguiente es irreal. Estos conceptos se manifestaron primeramente en libros satíricos; luego, en libros fantásticos y atroces.

Hijo de una actriz entonces famosa, Gustav Meyer, que modificaría su nombre en Meyrink, nación en Viena en 1868. Murió en 1932 en Starnberg, en Baviera, a orillas de un lago, casi a la sombra de los Alpes.
Meyrink creía que el reino de los muertos entra en el de los vivos y que nuestro mundo visible está, sin cesar, penetrado por el otro invisible.

domingo, junio 25, 2006

Desde la otra biblioteca

Bohumil Hrabal: Primera publicación
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En el poema de Jorge Luis Borges, Jorge Luis Borges proyecta el paraíso en forma de Biblioteca. Hanta, el protagonista de “Una soledad demasiado ruidosa”, libro de Bohumil Hrabal, también sueña su paraíso repleto de libros, los libros que ha ido juntando a lo largo de su vida y que, con su vieja prensa de siempre, prensara para formar una única bala por día, ¡pero que bala!. Un paquete de ilustres libros comprimidos que amalgamara en un solo objeto físico, en una misma masa compacta, a Nietzche con Hegel y con Novalis y con Cervantes, los cuatro unidos por voluntad de Hanta en un mismo bollo inseparable.

El primer Jorge Luis Borges citado, el Borges autor, fue en concordancia con el sueño de su personaje, director de una biblioteca. Del mismo modo, Bohumil Hrabal compartió el destino de su héroe. Durante la ocupación nazi a Checoslovaquia, gracias a la cual pudo suspender sus estudios de derecho, además de oficial de notaría, empleado del ferrocarril y oficinista, fue, al igual que Hanta, triturador de papel viejo.

El destino ilustre de cada libro es el anaquel de una biblioteca, el destino comercial el del estante de una librería o (para aquellos menos afortunados) el de la tabla de una mesa de saldo, el destino original el de las manos de un hombre. Pero aún hay otro destino, un destino violento que puede perseguir fines higiénicos, criminales o de deshonra. A ese otro destino pertenecen los libros que terminan en manos de Hanta: A fin de limpiar un mundo al que la invención de la imprenta ha saturado de ejemplares, algunos; a causa de la censura o de la criminal mano invasora que vende bibliotecas botinadas a una corona el kilo, otros; y aquellos que han sido desterrados de la literatura definitivamente, encontrando su último valor en la posibilidad de futuras reencarnaciones a fuerza del reciclaje de papel, los últimos.

En ese terreno de destrucción en donde el botón verde compacta y destruye páginas y letras, ideas e invenciones, Bohumil Hrabal sitúa su personaje y, desde allí, desde el lugar más lejano al paraíso (a la biblioteca) saca a la luz consoladores restos de belleza y se asocia a los libros y a los grandes maestros de la literatura desde un lugar de violencia, de destrucción, de ruido, de maquinas, pero a su vez lleno de letras. Es en los párrafos siguientes en donde lo puede comprobar el lector.

“Hace treinta y cinco años que trabajo con papel viejo y ésta es mi love story. Hace treinta y cinco años que prenso libros y papel viejo, treinta y cinco años que me embadurno con letras, hasta el punto de parecer una enciclopedia, una más entre las muchas de las cuales, durante todo este tiempo, habré comprimido alrededor de una treinta toneladas, soy una jarra llena de agua viva y agua muerta, basta que me incline un poco para que me rebosen los más bellos pensamientos, soy culto a pesar de mí mismo y ya no sé qué ideas son mías, surgidas propiamente de mí, y cuáles he adquirido leyendo, y es que durantes estos treinta y cinco años me he amalgamado con el mundo que me rodea porque yo, cuando leo, de hecho no leo, sino que tomo una frase bella con el pico y la chupo como un caramelo, la sorbo como una copita de licor, la saboreo durante tanto tiempo que acaba no sólo penetrando mi cerebro y mi corazón, sino que circula por mis venas hasta las raíces mismas de los vasos sanguíneos. Por regla general, prenso unas dos toneladas por mes y para tener fuerzas para este bendito trabajo, durante treinta y cinco años he bebido tanta cerveza que con ella podría llenar una piscina olímpica o una buena cantidad de viveros de carpas navideñas. De esta manera, a pesar de mí mismo, me he vuelto sabio y ahora me doy cuenta de que mi cerebro es un fajo de pensamientos prensados en la prensa mecánica, mi cabeza calva es la nuez de Cenicienta, y sé bien que los tiempos en los que el pensamiento estaba inscrito en la memoria humana tenían que ser mucho más hermosos; si en aquel tiempo alguien hubiese querido prensar libros, tendría que haber prensado cabezas humanas, pero tampoco eso habría servido para nada, porque los verdaderos pensamientos provienen del exterior, van junto al hombre como su fiambrera de fideos y por eso todos los inquisidores del mundo queman los libros en vano, porque cuando un libro comunica algo válido, su ritmo silencioso persiste incluso mientras lo devoran las llamas, y es que un verdadero libro siempre indica algún camino nuevo que conduce más allá de sí mismo. (…)

Hace treinta y cinco años que me dedico a envolver libros y papel viejo, vivo en un país que sabe leer y escribir desde hace quince generaciones atrás, vivo en un antiguo reino donde siempre ha persistido la costumbre y la obsesión de atiborrarse pacientemente la cabeza con ideas e imágenes que aportan un goce indescriptible y un dolor más grande aún, vivo envuelto entre personas dispuestas a dar incluso la vida por un paquete de ideas bien prensadas. Y ahora todo eso se repite en mis entrañas, hace treinta y cinco años que pulso los botones verde y rojo de mi prensa. (…).
Si supiera escribir, haría un libro sobre la mayor suerte y la mayor desgracia de los hombres. Los libros me han enseñado, y de ellos he aprendido que le cielo no es humano en absoluto y que un hombre que piensa tampoco lo es, no porque no quiera sino porque va contra el sentido común. Bajo mis manos y en mi prensa expiran libros preciosos y yo no puedo detener ese flujo. No soy sino un tierno carnicero. Los libros me han enseñado el placer y la voluptuosidad de la devastación, soy feliz cuando diluvia, me encantan los equipos de demolición, paso horas y horas de pie mirando cómo los dinamiteros hacen saltar por los aires manzanas enteras, calles enteras, como si hinchasen neumáticos gigantes, devoro con los ojos el primer segundo, cuando se levantan los ladrillos y las piedras y las vigas y un momento después las casas caen suavemente como vestidos desabrochados que se deslizasen por el cuerpo, como un trasatlántico que se sumergiera en el mar tras las explosión de las calderas. (…)

Hace treinta y cinco años que aplasto todas esas cosas en una prensa, tres veces por semana los camiones se llevan mis balas a la estación, las meten en los vagones y se las llevan a las fábricas de papel donde los obreros cortan los alambres que las atan y sumergen el resultado de mi trabajo en álcalis y ácidos, suficientemente fuertes para disolver incluso las hojas de afeitar que cada dos o tres me cortan las manos. Pero, al igual que en las aguas sucias y turbias de un río en el desagüe de un fábrica, resplandece de vez en cuando un pez magnífico, en el río de papel viejo también brilla a veces el lomo de un libro precioso; deslumbrado, miro un rato hacia otra parte antes de cogerlo, lo seco con el delantal, lo abro y huelo el texto, y sólo después fijo los ojos en la primera frase y la leo como si fuera una predicción homérica; entonces guardo el libro entre otros bellos hallazgos en una caja tapizada de estampas que alguien volcó en mi sótano por equivocación junto con varios libros de oraciones. Mi misa, mi ritual consiste no sólo en leer estos libros, sino en meter alguno en cada paquete que preparo, y es que tengo la necesidad de embellecer cada paquete, de darle mi carácter, mi firma. Éste es mi calvario: para que cada paquete sea diferente, debo prolongar mi jornada laboral, acabar dos horas más tarde y llegar al trabajo dos horas antes, trabajar a veces incluso los sábados para poder liquidar el inacabable montón de papel viejo. El mes pasado tiraron a mi sótano seiscientos kilos de reproducciones de pintores célebres, seiscientos kilos empapados de Rembrandt y Hals, de Monet y Manet, de Klimt y Cézanne, y demás campeones de la pintura europea, de modo que ahora embellezco cada una de mis balas con reproducciones y, al anochecer, mientras mis balas esperan en fila india delante del montacargas, me deleito contemplando aquella belleza, aquellos paquetes adornados con Ronda de noche, Saskia, El desayuno sobre la hierba, La casa del colgado o El guernica. Y sólo yo sé que en el corazón de cada paquete descansa, abierto, aquí Fausto, allí Don Carlos, aquí, entre cartones sangrientos, Hyperion, allí, en una bala llena de sacos de cemento, Así habló Zaratrusta. Sólo yo sé cual de los paquetes le sirve de sepulcro a Goethe y a Schiller, cuál a Hölderin y a Nietzche."

viernes, junio 23, 2006

Carta de Inglaterra

Karel Capek: Segunda emisión
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Llego (después del viaje) al pequeño piso alquilado en Budejovice y desde una altura aproximada a la de las suelas de mis zapatos tres sobres de distintos colores me llaman desesperadamente. Saben que llevan una misiva y se ilusionan con poseer noticias de suma importancia. La correspondencia es enviada directamente a la editorial, por lo que estas tres cartas no pueden ser más que de mi amigo Karel. Desde las tierras de Inglaterra me escribe las impresiones que su viaje le va causando y con cada carta me recuesto en el sillón y me dispongo a disfrutar de las apreciaciones más divertidas. Sólo Karel sabe retratar de una manera tan divertida y fidedigna a la vez la verdadera naturaleza de los seres humanos.
Al finalizar la lectura, me apoyo unos instantes y antes de transcribir sus textos epistolares sonrío, en la última de ellas me anoticia que, dentro de muy poco tiempo, estará de regreso y eso significa que pronto nos volveremos a ver.
Martes 08



En Inglaterra quisiera ser una vaca o un niño; pero siendo hombre adulto y barbudo, estudio a la gente de este país. Bien, no es cierto que los ingleses llevan todos trajes a cuadros, pipa y bigotes; en cuanto a esto último, el único verdadero inglés es el Dr. Boucek de Praga. Todo inglés lleva impermeable o paraguas, una gorra aplastada, y un periódico en las manos; si es una inglesa, lleva impermeable o una raqueta de tenis.
No es posible decir brevemente lo que es un Gentleman inglés, tendrías que conocer por lo menos a un lacayo inglés de un club o a un taquillero de estación, o hasta tal vez a un policía. Un gentleman es una combinación científica de silencio, de buena voluntad, de dignidad, de deporte, de periódico y de honestidad. Dos horas nos esta molestando en el tren nuestro vecino de enfrente con no considerarnos dignos de una mirada; de pronto se levanta y nos alcanza el maletín que no podíamos alcanzar. La gente de aquí siempre sabe ayudarse recíprocamente, pero nunca sabe decirse nada, a lo sumo habla acerca del tiempo. Será por eso que los ingleses han inventado todos los juegos, porque al jugar no se habla. Son tan callados, que ni siquiera protestan públicamente contra el gobierno, el tren y los impuestos; en total, es un pueblo poco alegre y muy reservado. En lugar de las posadas, donde se está sentado, bebiendo y hablando, inventaron las tabernas donde se está de pie, bebiendo y callando. Las personas más conservadoras se dedican a la política, como Lloyd George, o a la literatura; porque el libro inglés tiene que tener por lo menos cuatrocientas páginas.
Pero si los conoces más de cerca, son muy amables y suaves; nunca hablan mucho, porque nunca hablan de sí mismos. Se divierten como niños, pero con una gravísima expresión de cuero de Rusia; tienen un montón de etiqueta innata, pero al mismo tiempo son naturales como cachorros. Son duros como si fueran de cuarzo, incapaces de adaptarse, conservadores, leales, un poco tímidos y siempre poco confiados; no saben salirse de su piel, pero es una piel decente y desde todo punto de vista magnífica. No puedes hablar con ellos sin que te inviten a almorzar o a cenar, son hospitalarios como San Julián, pero nunca saben salvar la distancia de hombre a hombre. A veces se siente angustia de tanta soledad en medio de esta gente amable y benévola; pero si fueras un niño sabrías que puedes confiar en ellos más que en ti mismo, y serías aquí libre y respetado como en ninguna otra parte del mundo; el policía inflaría las mejillas para hacerte reír, el anciano señor jugaría contigo a las bolitas y la lady de cabello blanco dejaría la novela de cuatrocientas páginas para mirarte bellamente con sus ojos grises y aun jóvenes.

Viernes 17



A continuación, confesaré cosas horribles; por ejemplo, el domingo inglés es terrible. La gente dice que el domingo está hecho para ir al campo; no es verdad; la gente va al campo para salvarse en salvaje pánico del domingo inglés. El sábado asalta a todo inglés un instinto oscuro de huir, tal como los animales huyen por oscuro instinto ante el terremoto que se acerca. El que no pudo huir, se refugia a lo menos en una iglesia, para pasar el día entre oraciones y cantos. Día en que no se cocina, no se viaja, no se mira, no se piensa. No sé por qué culpa inexpresable Dios condenó a Inglaterra al castigo semanal del domingo.
A la cocina inglesa le falta cierta ligereza y floridez, alegría de la vida, algo melódico, la voluptuosidad del pecador; diría que todo esto falta también a la vida inglesa. La calle inglesa no es traspasada por ruidos alegres, olores y espectáculos. Un día ordinario no chispea por casualidades bonitas, sonrisas y pimpollos de acontecimientos. No puedes hacerte compañero de la calle, de la gente y de las voces. Nada te guiña amistosa y confiadamente.
En el parque los enamorados se aman pesadamente, roedoramente y sin una palabra. Los bebedores beben en las tabernas, cada uno para sí mismo. Un hombre corriente vuelve a casa y lee el periódico sin mirar a derecha ni a izquierda. En casa tiene un hogar, un jardincillo y la inviolable intimidad familiar. Además cultiva el deporte y el weekend. No me fue posible averiguar más de su vida.
El continente es más ruidoso, menos disciplinado, más sucio, más rabioso, más pícaro, más apasionado, más compañero, más enamorado, más gozoso, más inquieto, más brutal, mas conversador, más desatado y como menos perfecto. Por favor, denme un billete directo para el continente.


Sábado 27


El que está en la orilla querría estar en el barco que se va, el que está en un barco, querría estar en la orilla lejana. Cuando estaba en Inglaterra siempre pensaba en todo lo bello que hay en mi país. Cuando esté en mi país pensaré tal vez en todo aquello que en Inglaterra es más elevado y mejor que en ninguna parte.
He visto grandeza y poder, riqueza, bienestar y desarrollo incomparable. Nunca me entristeció el que seamos un pedacito del mundo pequeño y no terminado. Ser pequeño, desarreglado y no terminado es un destino bueno y valeroso. Hay transatlánticos grandes y lujosos con tres chimeneas, primera clase, baños y latón lustrado; y hay vaporcitos pequeños y humeantes, que van y vienen por el vasto mar; pero si es un valor estimable ser un vehículo tan pequeño e incómodo. Y no digan que tenemos una citación estrecha; el universo que nos rodea, es, gracias a Dios, tan grande como el universo que rodea al Imperio Británico. Un vaporcito pequeño no tiene tanta cabida como un barco grande, pero ¡jajá! Señor, podemos llegar tan lejos como él, o a alguna otra parte. Depende de la tripulación.
Todavía no me resuena en la cabeza; por momentos uno se siente como cuando al salir de una gran fábrica lo ensordece el silencio de afuera, y por otros, como si tañeran aún todas las campanas de Inglaterra.
Pero ya se me entremezclan en todo palabras checas que pronto oiré. Somos una nación chica y por eso todos me parecerán viejos conocidos. El primero a quien veré será un hombre regordete y ruidoso con un virginia, un hombre que demuestra cierto descontento, colérico, irritado, conversador y con el corazón en la mano, bendito sea Dios, como si nos conociéramos.
Esa franjita baja en el horizonte, eso ya es Holanda con sus molinos de viento, sus arboledas y sus vaquitas con pintas blancas y negras; una tierra llana y bonita, pública, cordial y cómoda.
Mientras tanto, la blanca costa de Inglaterra ha desaparecido; lástima, me olvidé de despedirme. Pero cuando esté en casa, pensaré en todo lo que he visto, y sea acerca de lo que fuere la conversación, acerca de la educación de los niños, o acerca de la locomoción, acerca de la literatura o acerca del respeto del hombre por el hombre, acerca de los caballos o acerca de sillones, acerca de cómo es la gente o acerca de cómo debiera ser, comenzaré doctamente: “En Inglaterra…”. Pero ya nadie me escuchará.

martes, junio 20, 2006

Textos breves

Franz Kafka: Escritos
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Kafka escribió tres novelas que dejó inconclusas “El castillo”, El proceso”, “América”; varios cuentos como “En la colonia penitenciaria”, “Ante la ley”, “Medico rural”, “La muralla china”, “La metamorfosis”, “La construcción”; escritos íntimos luego públicos: su “Diario” y “Carta al padre”; y además una inmensa cantidad de textos breves y aforismos, a esos textos breves, que por expreso pedido del autor no deberían haber visto luz (al igual que el resto de su obra), pertenecen los publicados abajo.
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Max Brod explica que ya había avisado a su amigo que su pedido de que queme todo nunca sería llevado a cabo, y que, avisado de esto, Kafka no cambió de ejecutante de su testamento. También que si el deseo de su amigo hubiese sido destruirlo todo, no dejar el más mínimo indicio de su producción literaria, esa acción tranquilamente la pudiese haber llevado a cabo él mismo. Para muchos, sin embargo, Max Brod sigue siendo aquel que no respeto la solicitud de un amigo, el mandato de su confidente. Hecho atroz que roza el que es para Borges la peor de las deshonras, para Dante el peor de los pecados, el hecho de la traición. Así lo afirma Milan Kundera.
.Pero no es la intención aquí abrir juicio sobre el accionar de Brod; ni de acusarlo, ni de defenderlo. Sólo es llamar la atención, antes de dar paso a lo principal, los textos publicados debajo, sobre el hecho de que más allá de que fuera cual haya sido la verdadera intención de Kafka (intención para nosotros y para cualquiera oculta e incomprobable) fue en Brod, y no en otro, en quien el autor deposito su confianza. Fue en él en quien Kafka vio al más indicado para llevar a cabo su misterioso testamento, y es la suya la amistad que Kafka eligió y no la nuestra. Y esto implica un hecho de relevancia irrefutable.
Se podrá discutir y debatir, analizar e interpretar cual fue la verdadera intención del autor checo sobre el destino de sus obras, pero nunca se podrá equiparar la ventaja que Max Brod posee sobre el resto de los mortales para interpretar su designio: fue él quien compartió sus tardes con Kafka, fue él quien lo llegó a conocer, tal vez, mejor que nadie; ninguno con más herramientas que Brod, para poder llegar a comprender cuales eran las verdades intenciones de su amigo.
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Una pequeña fábula

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Ay! –dijo el ratón-. El mundo se hace cada día más pequeño. Al principio era tan grande que le tenía miedo; corría y corría y por cierto que me alegraba ver esos muros, y siniestra, en la diestra la distancia. Pero esas paredes se estrechan tan rápido que me encuentro en el último cuarto y ahí en el rincón está la trampa, sobre la cual debo pasar.
-Todo lo que debes hacer es cambiar de rumbo –dijo el gato, y se lo comió.

La partida
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Ordené que trajeran mi caballo del establo. El criado no me entendió así que fui yo mismo. Ensillé el caballo y lo monté. A la distancia oí el sonido de una trompeta y pregunté al mozo su significado. Él no sabía nada; no había oído sonido alguno. En el portón me detuvo y preguntó:
-¿Hacia dónde cabalga, señor?
-No lo sé –respondí-, sólo quiero partir, sólo partir, nada más que partir de aquí. Sólo así lograré llegar a mi meta.
-¿Entonces conoce usted la meta? –preguntó él.
-Sí –contesté-. Ya te lo he dicho. Partir, ésa es la meta.
-¿No lleva provisiones? –preguntó.
-No me son necesarias –respondí-, el viaje es tan largo que moriré de hambre si no consigo alimentos por el camino. No hay provisión que pueda salvarme. Por suerte es un viaje realmente interminable.
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Una cruza
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Tengo un animal singular, mitad gatito, mitad cordero. Lo heredé con una de las propiedades de mi padre. Desde que está conmigo ha completado su desarrollo; antes era más cordero que gato. Ahora participa de ambas naturalezas por igual. Tiene del gato la cabeza y las uñas; del cordero el tamaño y la forma; de ambos los ojos, salvajes y chispeantes, la piel suave ajustada al cuerpo, los movimientos a la par vivaces y furtivos. Echado al sol en el hueco de la ventana, se hace un ovillo y ronronea; en el campo corre como loco y es imposible alcanzarlo. Huye de los gatos y pretende atacar a los corderos. En las noches de luna su paseo favorito son los tejados. No sabe maullar y le repugnan las ratas. Pasa horas y horas en acecho ante el gallinero, pero no ha aprovechado jamás la ocasión de matar.
Lo alimento con leche: es lo que le siente mejor. La sorbe a grandes tragos entre sus dientes de animal de presa. Naturalmente, constituye un gran espectáculo para los niños. Loas visitas son los domingos por la mañana. Me siento con el animal en las rodillas y me hacen rueda todos los niños de la vecindad.
Escucho, entonces, las más extraordinarias preguntas, que ningún ser humano es capaz de contestar: ¿Por qué hay un solo animal así? ¿Por qué soy yo su poseedor y no otro?, si antes ha existido un animal parecido y qué pasará después de su muerte, si no se siente solo, porque no tiene hijos, cuál es su nombre, etcétera.
No me tomo el trabajo de responde: me limito a exhibir mi propiedad, sin grandes explicaciones. A veces las criaturas traen gatos; un día llegaron a traer corderos. Contra lo que esperaban no se registraron escenas de reconocimiento. Los animales se miraron tranquilamente con ojos animales, y se aceptaron mutuamente como un hecho natural.
Sobre mis rodillas este animal no conoce ni el miedo ni deseos de perseguir a nadie. Acurrucado contra mí es como se siente mejor. Está apegado a la familia que lo crió. Esto no puede ser considerado, desde luego, como una extraordinaria muestra de fidelidad, sino como el recto instinto de un animal que en la tierra tiene innumerables parientes políticos, pero quizá ni uno solo consanguíneo, y para el cual, por lo mismo, resulta sagrada la protección que ha encontrado entre nosotros.
A veces me da risa cuando me olfatea, se desliza por entre mis piernas y no quiere apartarse de mí. Como si no le alcanzara ser gato y cordero también le gustaría ser perro. Una vez, como le ocurre a cualquiera, no hallaba yo forma de solucionar ciertos problemas económicos y estaba a punto de terminar con todo. Con esa idea me mecía en el sillón de mi cuarto, con el animal sobre las rodillas; entonces bajé los ojos y vi lágrimas que goteaban de sus grandes bigotes. ¿Eran suyas o mías? ¿Tiene este gato de alma cordero ambición humana? No es mucho lo que he heredado de mi padre, pero vale la pena cuidar este legado.
Tiene la inquietud de los dos, la del gato y la del cordero, aunque ambas son muy distintas. Por eso le queda estrecho el pellejo. A veces salta al sillón, apoya las patas delanteras contra mi hombre y acerca el hocico a mi oído. Es como si me hablara, y de hecho vuelve la cabeza y me mira atentamente para observar el efecto de su comunicación. Para complacerlo hago como si hubiera entendido algo y asiento con la cabeza. Salta entonces y brinca a mi alrededor.
Quizá la cuchilla del carnicero fuese la redención para este animal, pero tengo que negárselo porque lo he recibido en herencia. Por eso tendrá que esperar hasta que se le acabe el aliento, aunque a veces me mira con razonables ojos humanos, que tientan a obrar compasivamente.
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El buitre.


Un buitre me picoteaba los pies. Ya me había desgarrado los zapatos y las medias y ahora me picoteaba los pies. Siempre tiraba un picotazo, volaba en círculos amenazadores alrededor y luego continuaba su obra. Pasó un señor, nos miró un rato y me preguntó por qué toleraba el buitre.
-Estoy indefenso –le dije-, vino y empezó a picotearme; lo quise espantar y hasta proyecté torcerle el pescuezo, pero estos animales son muy fuertes y quería saltarme a la cara. Preferí sacrificar los pies; ahora están casi hechos pedazos.
-No se debe atormentar –dijo el señor-, un tiro y el buitre se acabó.

-¿Le parece? –pregunté-, ¿quiere encargarse usted del asunto?
-Encantado –dijo el señor-, no tengo más que ir a casa a buscar mi fusil, ¿puede aguantar media hora más?
-No sé –le respondí, y por un instante me quedé rígido de dolor; después agregué-: por favor, pruebe de todos modos.
-Bueno –dijo el señor-, me apuraré.
El buitre había escuchado tranquilamente nuestro diálogo y había dejado vagar la mirada entre el señor y yo. Ahora vi que había comprendido todo: voló un poco más lejos, retrocedió para alcanzar impulso óptimo, y, como un atleta que arroja la jabalina, encajó su pico en mi boca, profundamente. Al caer de espaldas sentí como una liberación; sentí que en mi sangre, que colmaba todas las profundidades y que inundaba todas las riberas, el buitre, irremediablemente, se ahogaba.

jueves, junio 15, 2006

Este es el bravo y valeroso buen soldado Svejk

Jaroslav Hasek: Primer anticipo.

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Para comprender como este señor se atrevió a hacerle frente él solito a todo el ejercito austro-húngaro.

miércoles, junio 14, 2006

La novela y su moralidad

Milan Kundera: Primera emisión
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El universo de la novela (del arte) es el espacio donde todas las leyes físicas que limitan nuestro universo quedan abolidas. Aún más, el universo de la novela es aquel en el que incluso las concepciones morales y éticas se pierden, para dar lugar a un nuevo factor dominante en la evolución de la obra: el factor estético.

Milan Kundera, nacido en Born en 1929, escribió sus primeras novelas (La broma, La vida está en otra parte, La despedida), a fines de la década del sesenta y principios de la del setenta antes de exiliarse en Francia en 1975. A raíz de su participación en las propuestas de reformas que serían llevadas a cabo por la antigua Checoslovaquia bajo la presidencia de Alexander Dubsek y que fueron oprimidas por la invasión rusa de 1968, Kundera es primeramente expulsado de su trabajo y luego sospechado, vigilado y espiado por la policía secreta, situación que lo impulsa a abandonar su país. A partir de su exilio, primero en su lengua natal y en sus últimos libros ya en el idioma frances, el autor publica una vasta cantidad de novelas, entre ellas, El libro de los amores ridiculos, La insoportable levedad del ser, La identidad, La ignorancia, La lentitud, entre otras. En todas, más allá del tópico principal que traten, se evidencia, en mayor o menor grado, las principales inquietudes del autor: la ridiculez del sistema totalitario socialista, especialmente, su intromisión en la vida privada del individuo (que se ve expuesto, cada vez con mayor asiduidad y ahínco a una vida publica, públicamente juzgable) y que también se configura en les estados democraticos modernos a través de la fama y de los medios masivos de comunicación; la imposibilidad del hombre de manejar un destino que lo abruma y se le escapa a partir de consecuencias que sus propias decisiones y actos desatan, aún cuando estos hayan sido realizados con intencion de conseguir resultados totalmente distintos; el planteamiento de las condiciones impuestas a la existencia humana y el inevitable rol que ocupa en ella el papel de la Historia; y la pregunta ineludible, a la cual, según él, intentan responder todas sus novelas: a traves de qué, quién y cómo se define el Yo.

En su ensayo-novela, Los testamentos traicionados, Kundera escribe: “Desde siempre odio, profuna, violentamente, a aquellos que quieren encontrar en una obra de arte una actitud (política, filosófica, religiosa, etc.), en lugar de encontrar en ella una intención de conocer, de comprender, de captar este o aquel aspecto de la realidad.”
Y en otro párrafo: “Se produce una tormenta en el mar. Todo el mundo está en cubierta esforzándose por salvar el barco. Tan sólo Panurgo, paralizado por el miedo, no hace sino gemir: sus hermosos lamentos se exienden a lo largo de las páginas. En cuanto amaina la tormenta, el valor vuelve a él y les riñe a todos por su pereza. Y esto es lo curioso: ese cobarde, ese mentiroso, ese comicastro, no sólo no provoca indignación alguna, sino que, en el momento en que es más jactancioso, más se le quiere. En esos pasajes es donde el libro de Rabelais pasa a ser plena y radicalmente novela: a saber: territorio en el que se suspende el juicio moral.
Suspender el juicio moral no es lo inmoral de la novela, es su moral. La moral que se opone a la indesarraigable práctica humana de juzgar enseguida, continuamente, y a todo el mundo, de juzgar antes y sin comprender. Esta ferviente disponibilidad para juzgar es, desde el punto de la sabiduría de la novela, la más detestable necedad, el mal más dañino. No es que el novelista cuestione, de una manera absoluta, la legitimidad del juicio moral, sino que lo remite más allá de la novela. Allá, si le place, acuse usted a Panurgo por su cobardía, acuse a Emma Bovary, acuse a Rastignac, es asunto suyo; el novelista ya ni pincha ni corta.
La creación del campo imaginario en el que se suspende el juicio moral fue una hazaña de enorme alcance: sólo en él pueden alcanzar su plenitud los personajes novelescos, o sea individuos concebidos no en función de una verdad preexistente, como ejemplos del bien o del mal, o como representaciones de leyes objetivas enfrentadas, sino como seres autónomos que se basan en su propia moral, en sus propias leyes.”

Y de repente recuerdo palabras del alemán Michael Ende y al buscarlas compruebo su similitud: “Sobre la mutua relación entre juego libre y belleza escribió Friederich Schiller su célebre ensayo Cartas sobre la educación estética del hombre. Nunca, ni antes ni después, se ha dicho nada más lúcido sobre el tema, y mejor le iría, sin duda ninguna, al arte y a la literatura actuales si más personas a las que atañe esta cuestión se tomaran la molestia de leer a fondo esa obra. En la cima de sus reflexiones y como una especie de resumen lógico de sus ideas escribe allí Schiller la frase siguiente, extrañamente paradójica: “El hombre debe jugar sólo con la belleza, pero con la belleza, sólo debe jugar”.
¿Qué significa esto? El valor del juego libre –y por tanto también del arte y de la poesía, que constituyen para Schiller la forma más elevada del juego- viene determinado por su belleza. Pues la belleza -¡y sólo ella!- ennoblece y redime al hombre y lo libera de todas las constricciones de la naturaleza y de las leyes espirituales y morales. La belleza libera al hombre y en ello reside al mismo tiempo para Schiller el más elevado valor moral. Pero, continúa diciendo, sólo allí, sólo en el juego libre, puede tener validez absoluta esta norma de belleza. Arrancada de ese contexto del juego, la exigencia radical de belleza se volvería necesariamente inhumana.
Un medicamento que, debidamente aplicado, puede devolver la salud al hombre puede convertirse siempre, si se abusa de él, en droga que destruye al hombre. En la misma medida en que sería absurdo introducir categorías morales en el juego libre, sería nocivo convertir las normas estéticas en fundamento de decisiones de la vida diaria. El fallo que emite un juez ha de ser justo. Es irrelevante si es bello o no. Un resultado de la investigación científica ha de ser verdadero. Su belleza no tiene la menor importancia."
Y más adelante: “El juego, si sigue siendo juego de verdad (el arte lo es) no puede nunca moralizar. Es, en su esencia, amoral, es decir, está fuera de todas las categorías morales.” Y ejemplifica: “Si van ustedes por la calle y ven que en la acera de enfrente un tipo está apaleando a una mujer, se encuentran ustedes instantáneamente ante una situación que exige una decisión moral. (…) La decisión que tomen, sea cual fuere implica tal decisión. Pero si están en el teatro viendo cómo Otelo estrangula a Desdémona, sería extremadamente ridículo que se precipitaran ustedes al escenario para impedírselo. No sólo no hace falta que ustedes intervengan, sino que, al contrario, en cierto sentido incluso están disfrutando el crimen. Saben que se trata de una representación, de un juego, que lo que está pasando tiene lugar en lo imaginario y que por eso lo bueno y lo malo están igualmente justificados. En lo que dure la representación, ustedes están exentos de cualquier obligación moral. En eso justamente estriba la vivencia de la libertad, en el placer que procura el arte. Y entiendo aquí arte como la forma más elevada del juego.”

Michael Ende nació en el mismo año que Kundera en un país vecino y de una profunda interacción cultural con Checoslovaquia como es Alemania. A pesar de ello no existe en sus obras referencia alguna hacía el otro, ni de Kundera a Ende, ni de Ende a Kundera, tal vez por la lejanía de los modelos estéticos que sus obran presentan. Sin embargo existe sí un vinculo que los une y que seguramente es actor principal en los textos arriba mencionados, y ese vinculo es una reconocida y profunda admiración al gran escritor que fue Rabelais y a la relevancia del humor en toda creación literaria.

lunes, junio 12, 2006

Por fuera de los limites

Gustav Meyrink, por Jorge Luis Borges
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(Gustav Meyer nació en Viena, accidente que claramente lo dejaría fuera de un catalogo de autores checos. No tan fácil de determinar es el lugar de nacimiento del autor Gustav Meyrink, nacido de apellido Meyer y modificado por propia decisión. Más de una razón existe para incluir a este autor en un Blog que se denomina "Letras Checas". La primera, y más importante, es que el titulo del Blog pretende ser una aproximación al mismo y no una sentencia inamovible, un elemento que marque una frontera infranqueable. La segunda es que Praga, el mito del Golem, la novela de Meyrink, y el propio autor (que cursó sus estudios en esa ciudad y permaneció allí años de su vida) están profundamente ligados. La tercera sería que Kafka es considerado un autor checo a pesar de haber escrito en alemán y que las distintas fronteras que han marcado el estado de Bohemia, la vieja Checoslovaquia y la actual República Checa, sumada a los distintos imperios a los que dicho territorio a permanecido, deja libertades suficientes como para trazar lazos que unan culturalmente a autores de diversas nacionalidades).

Los hechos de la vida de Gustav Meyrink son menos problemáticos que su obra. Nació en 1868, en Viena. Su madre fue una actriz (es demasiado fácil comprobar que su obra literaria es histriónica). Munich, Praga y Hamburgo se reparten sus años de juventud. Sabemos que fue empleado de banco, y que abominó ese trabajo. También sabemos que ensayó dos desquites o dos maneras de evasión: el estudio confuso de las confusas "ciencias ocultas" y la composición de escritos satíricos. Atacó en ellos el ejército, las universidades, la banca, el arte regional. ("Arte-escribió-de donde está ausente lo artístico y donde lo regional es falsificado".) Desde 1899, la famosa revista Simplizissimus, publicó sus escritos. De esa época data su traducción de ciertas novelas de Dickens y de ciertos relatos de Poe. Hacia 1910 reunió una ciencuentena de cuentos bajo el nombre paródico El cuerno mágico del burgues alemán, en 1915 publicó El Golem. El Golem es una novela fantástica. Novalis anheló alguna vez "narraciones oníricas, narraciones inconsecuentes, regidas por asociación, como sueños". Tan fácil es componer narraciones de ésas como imposible es componerlas de modo que no sean ilegibles. El Golem -increiblemente- es onírico y es lo contrario de ilegible. Es la vertiginosa historia de un sueño. En los primeros capítulos (los mejores) el estilo es admirablemente visual; en los últimos arrecian los milagros de folletín, el influjo de Baedeker es más fuerte que el de Edgar Allan Poe y penetramos sin placer en un mundo de excitada tipografía, habitado de vanos asteriscos y de incontinentes mayúsculas...No sé si El Golem es un libro importante; se que es un libro único. Inútilmente tratan de parecérsele las otras novelas de Meyrink: La noche de Walpurgis, El rostro verde, El ángel de la ventana occidental. Gustav Meyrink es asimismo autor de Murciélagos-una recopilación de cuentos fantásticos- y de un fragmento de novela que se titula El emperador secreto.

Los discípulos de Paracelso acometieron la creación de un homúnculo por obra de la alquimia; los cabalistas, por obra del secreto nombre de Dios, pronunciado con sabia lentitud sobre una figura de barro. Ese hijo de una palabra recibió el apodo de Golem, que vale por el polvo, que es la materia de que Adán fue creado. Arnim y Hoffmann conocieron esa leyenda. En el año 1915, el austriaco Gustav Meyrink la renovó para la escritura de la novela "El Golem". Harta de sonoras noticias militares, Alemania acogió con gratitud sus fabulosas páginas, que le permitían olvidar el presente. Meyrink hizo del Golem una figura que aparece cada treinta y tres años en la inaccesible ventana de un cuarto circular que no tiene puertas, en el ghetto de Praga. Esa figura es a la vez el otro yo del narrador y un símbolo incorpóreo de las generaciones de la secular judería. Todo en este libro es extraño, hasta los monosílabos del índice: Prag, Punsch, Nacht, Spuk, Licht. Como en el caso de Lewis Carroll, la ficción está hecha de sueños que encierran otros sueños. Hacia esa fecha, Meyrink había dejado la fe cristiana por la doctrina del Buddha.
Antes de ser un buen terrorista de la literatura fantástica, Meyrink fue un buen poeta satírico. Su Cornupio del burgués alemán data de 1904. En 1916, Meyrink publicó El rostro verde, cuyo protagonista es el Judío Errante, que en alemán se llama el Judío Eterno; en 1917 La noche de Walpurgis; en 1920 una novela que hermosamente se titula El angel de la ventana occidental. La acción transcurre en Inglaterra, los personajes son alquimistas. Gustav Meyrink, cuyo prosaico nombre era Meyer, nació en Viena en 1868 y murió en Starnberg, Baviera, en 1932.

Esta novela, más o menos teosófica-el ángel de la ventana occidental-no es tan bella como su título. A su autor, Gustav Meyrink, lo hizo famoso la novela fantástica El Golem, libro extraordinariamente visual, que combinaba graciosamente la mitología, la erótica, el turismo, "el color local" de Praga, los sueños premonitorios, los sueños de vidas ajenas o anteriores, y hasta la realidad. A ese libro feliz sucedieron otros un poco menos agradables. En ellos se advertía la influencia, no ya de Hoffmann y de Edgar Allan Poe, sino de la diversas sectas teosóficas que pululaban (y pululan) en Alemania. Se traslucía que Meyrink había sido" iluminado" por la sabiduria oriental, con el funesto resultado que es de rigor en tales visitaciones. Gradualmente se fue identificando con el más ingenuo de sus lectores. Sus libros se convirtieron en actos de fe y aun de propaganda. El ángel de la ventana occidental es una crónica de confusos milagros, apenas rescatada, alguna vez, por su buen ambiente poético.
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(No compartimos la opinión general de Jorge Luis Borges sobre la última novela comentada. El Angel de la ventana de occidente -o El Angel de la ventana occidental- nos parece más bien un viaje fascinante con escalas en lo fantastico, en lo onirico y lo sobrenatural, unido por el enigma de objetos y personalidades que terminaron imponiendose como mitos o leyendas. A saber: la Praga de los cabalistas, la corte de Rodolfo II, el misterioso significado del termino Baphomet, la ciencia -o pseudo ciencia- de la alquimia, el celebre ocultista ingles John Dee, etc. Aún así preferimos publicar, conjunto a los otros comentarios de Borges sobre Meyrink, su reseña sobre El Angel de la ventana de Occidente a fin de no caer en el mero halago de los autores que nos interesan).

sábado, junio 10, 2006

La otra cara de Franz

Franz Kafka


"No desesperes, ni siquiera por el hecho
de que no desesperas. Cuando todo
parece terminado, surgen nuevas fuer-
zas; esto significa que vives" F.Kafka
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La imagen que se tiene de Franz Kafka es la del hombre triste, introvertido, enfrentado a fuerzas superiores ante las cuales no sabe como ni puede contrarrestar. Esa imagen es emitida por sus obras, especialmente “El Castillo”, “El Proceso” y, por supuesto sus “Diarios”. Sin embargo, un escritor no es únicamente lo que escribe, el autor es, además de autor, persona y esa persona no es nunca un mero reflejo de su obra. Dice Max Brod, amigo íntimo y difusor de la obra de Kafka: “Con renovada experiencia he advertido que los cultores de Kafka, que sólo lo conocen a través de sus libros, tienen una imagen totalmente falsa de él. Creen que también su trato debió haber resultado triste, desesperado. Todo lo contrario. Le hacía bien a uno estar con él. La plenitud de sus pensamientos que exponía casi siempre en tono festivo, lo convertía al menos –y me refiero únicamente al grado más bajo- en una de las personas más interesantes que he conocido, a pesar de su modestia y su calma. Hablaba poco; en reuniones grandes callaba a menudo durante horas enteras. Pero cuando decía algo, se le prestaba inmediatamente atención. Pues era trascendental, daba en el clavo. Y en la conversación intima se le soltaba la lengua, llegando a entusiasmarse, a ser encantador; las bromas y las risas no tenían fin; reía a gusto y cordialmente, y sabía hacer reír a sus amigos. Es más: en situaciones difíciles podía uno confiarse sin reparos al alivio de su experiencia en el mundo, de su tacto, de su consejo, muy pocas veces erraba. Era un amigo maravillosamente útil. (…) Uno de los motivos que me impulsan a escribir estos recuerdos es el siguiente: de la lectura de sus libros y, sobre todo, de sus Diarios, se puede tener a llegar de él una imagen totalmente distinta, mucho más lúgubre que la que deparaba su trato cotidiano.”
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Jorge Luis Borges escribe en sus Nueve ensayos dantescos “El falso problema de Ugolino”. Allí narra la situación de Ugolino que encarcelado junto a sus hijos, “movido por el dolor, se muerde las manos; los hijos creen que lo hace por hambre y le ofrecen su carne, que él engendró. Entre el quinto y el sexto día los ve, uno a uno, morir. Después se queda ciego y habla con sus muertos y llora y los palpa en la sombra; después el hambre pudo más que el dolor.” En la comedia: `Poscia, piú che il dolor, poté il digiuno`.
Seguidamente Borges contrapone las dos lecturas posibles: la de los primeros estudiosos: “…que el hambre rindió a quien tanto dolor no pudo vencer y matar.” Y las conjeturas modernas que sostienen la signifación de los versos en forma literal adjudicando a Ugolino un acto de caníbalismo. La conjetura se sostiene en los versos en que los hijos ofrecen a Ugolino su carne y en el hecho de que este es encontrado por Dante royendo el cráneo de un arzobispo. Borges pregunta: “¿Quiso Dante que pensáramos que Ugolino (el Ugolino de su infierno, no el de la historia) comió la carne de sus hijos? Yo arriesgaría la respuesta: Dante no ha querido que lo pensemos, pero sí que lo sospechemos. La incertidumbre es parte de su designio. Ugolino roe el cráneo del arzobispo; Ugolino sueña con perros de colmillos agudos que rasgan los flancos del lobo. Ugolino oye que los hijos le ofrecen inverosímilmente su carne; Ugolino, pronunciando el ambiguo verso, torna a roer el cráneo del arzobispo. Tales actos sugieren o simbolizan el hecho atroz. Cumplen una doble función: los creemos parte del relato y son profecías.Y cierra: “En la tiniebla de su Torre del Hambre, Ugolino devora y no devora los amados cadáveres, y esa ondulante imprecisión, esa incertidumbre, es la extraña materia de que está hecho. Así, con dos posibles agonías, lo soñó Dante y así lo soñaran las generaciones.”
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El escritor alemán Michael Ende se pregunta: “¿Si Kafka quiso decir en sus obras todo lo que sus intérpretes dicen que quiso decir? ¿Por qué no lo dijo él mismo?”
No podemos guiarnos al leer a Kafka, a Borges o a Ende, o a cualquier otro autor, por las interpretaciones que resulten de sus obras. Cada palabra, cada coma, cada repetición que se encuentra en un texto es decidida deliberadamente por el autor, de ahí, y no de interpretaciones, se descubre lo que el autor quiere decir. Dante no quiso dar al lector la certeza de si Ugolino devoró o no devoró la carne de su descendencia, quiso que descubramos esa posibilidad y que, como lectores, elijamos. Dante nos permita significar el verso otorgándonos así un rol activo en la construcción de la trama. Kafka no quiere que pensemos que el castillo que domina Praga y la suerte de su personaje es la representación de dios o de su padre, quiere que imaginemos que de una entidad con las características de su castillo puede depender la suerte de un hombre y que cada uno de nosotros lo resignifiquemos… o no.
Cito a Milan Kundera: "El hombre desea un mundo en el cual sea posible distinguir con claridad el bien del mal porque en él existe el deseo, innato e indomable, de juzgar antes que de comprender. (...) O bien K., inocente, es aplastado por un tribunal injusto, o bien tras el tribunal se oculta la justicia divina y K. es culpable.
En este ´o bien - o bien´ reside la incapacidad de soportar la relatividad esencial de las cosas humanas, la incapacidad de hacer frente a la ausencia de Juez supremo. Debido a esta incapacidad, la sabiduría de la novela (la sabiduría de la incertidumbre) es difícil de aceptar y comprender."
Y leo páginas más adelante: "Esforzándose por descifrarlo fue como los Kafkólogos mataron a Kafka."
La contundencia de la sentencia es definitiva.

jueves, junio 08, 2006

Creando Increibles

Karel Capek: Primera emisión
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Karel Capek nació en 1890, o sea que para la proclamación de la República de Checoslovaquia, que unía a checos y eslovacos bajo un mismo estado, contaba con tan sólo 28 años. Ya para entonces era orgullo de la gente común de Praga y si se caminaba a su lado cada dos o tres cuadras se escuchaba el grito de “Oh, Karlícku!” (¡Eh, Carlitos!) como si su sola aparición les llenara de contento.

Jaroslav Seifert, único premio novel de literatura checo (en 1984), diez años más joven que él, respetaba y admiraba su prosa pero, curiosamente, al igual que el ambiente literario de Praga, encontraba en el otro Capek (Josef, hermano y gran dibujante) al artista más representativo. Años más tarde, en su libro “Toda la belleza del mundo” Seifert reconocería que la valoración de Karel para los poetas checos había sido inentendiblemente moderada. En el año de su muerte (1938) Karel Capek fue propuesto para ser honrado como Nobel de Literatura; premio que su prematuro fallecimiento frustro.

En la obra R.U.R donde autómatas industriales se revelan ante sus propietarios, los Capek (no se sabe cual de los dos) inventan la palabra Robot que luego trascendería mucho más allá la Literatura. Muchas de las obras de Karel están escritas con la colaboración de Josef y fueron publicadas a nombre de ambos; podemos creer, sin embargo, que la colaboración de Josef en la obra de Karel es constante y que la aparición de su nombre o no en las portadas de los libros significa más bien un mero accidente.

En “El caso Makropulos”, Capek desarrolla el tópico de la inmortalidad. Allí el personaje inmortal busca desesperadamente la muerte, mientras que el resto de los mortales busca la inmortalidad.
La descripción del patetismo de una vida excesivamente prolongada fue lo que acrecentó su mote de pesimista, lograda, sobre todo, por la publicación anterior de la obra de teatro “La vida de los insectos”. En esta instala una analogía entre la vida de los diminutos seres y la de los hombres. Sin embargo, dice Capek (en el prólogo de “El caso…”) al respecto: “Mi vida personal no será probablemente ni más triste ni más alegre por el hecho de ser llamado pesimista u optimista, pero el ser catalogado “pesimista” encierra, según parece, cierta responsabilidad social, algo así como un silencioso reproche por haberse portado mal respecto del mundo y de la gente. En este sentido debo declarar públicamente que no me siento culpable. (…) En esta comedia, por el contrario, tuve la intención de decir a la gente algo consolador y optimista. No sé si es optimista afirmar que vivir sesenta años es malo mientras que vivir trescientos años es bueno; pienso solamente que proclamar la vida de sesenta años (de promedio) como razonable y bastante buena, no es precisamente un pesimismo criminal. Digamos que afirmar que alguna vez en el futuro no va a haber enfermedades ni miseria ni trabajo sucio, es seguramente optimismo, pero decir que esta vida actual llena de enfermedades, miseria y trabajo sucio no es tan del todo mala y maldita y tiene algo infinitamente valioso, es…. ¿qué, en realidad? ¿Pesimismo? Creo que no. Quizá haya dos clases de optimismo: uno, el que se mueve de las cosas malas hacia algo mejor; otro, que busca en las cosas malas mismas algo por lo menos un poco mejor. El primero es la búsqueda directa de un paraíso, el segundo busca, en lo que tenemos, por lo menos elementos de un relativo bien.”
Y para finalizar: “Crean ustedes que hay un solo pesimismo verdadero, y es aquel que se cruza de brazos; diría el derrotismo ético. El hombre que trabaja, busca y realiza, no es, ni puede ser pesimista”.

Otros títulos de Capek son: “Conversaciones con G. Masaryk” (G. Masaryk fue filosofo y dramaturgo e impulsó la formación del estado Checoslovaco del cual luego sería su primer presidente. Compartía amistad con Karel Capek.) “Hordubal”, “Meteoro”, “Una vida en común”, “Un viaje al norte”, etc. De los que nos interesa hablar aquí no es de ninguno de estos.