Jan Neruda
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Jan Neruda nació en Praga, en 1834, y falleció a los 57 años, cuando faltaban nueve para que termine el siglo. Durante el lapso de su vida estudio derecho y filosofía, posteriormente se dedicó a la literatura: fundó el folletín pragense “Narodni Listy”, publicó en distintas revistas, trabajó como periodista, fue poeta, narrador y autor de obras de teatro. Dentro de estas últimas se encuentran “No soy éste”, “El esposo por hambre” y “Francesca di Rimini”, como autor de cuentos, donde se encuentra lo mejor de su obra, publicó “Cuadro del extranjero”, “Hombre de todas clases”, “Arabescos”, “Historietas” y, aquellos por los que ser haría especialmente famoso, y de los que se extrae el que se puede encontrar debajo, los “Cuentos de la Mala Strana” en donde se describen situaciones cotidianas de habitantes de ese barrio de Praga donde la belleza y lo mágico se encuentran en las situaciones o rasgos más característicos del pueblo checo.
Ricardo Eliecer Neftalí Reyes Basoalto, poeta chileno, encontró en su adolescencia, en una revista checa, el apellido de Neruda y lo escogió como el pseudónimo por el que lo reconocería el mundo entero. En su autobiografía “Confieso que he vivido” Pablo Neruda relata: “Encontré el nombre de Neruda en una revista checa sin tener la menor idea de que pertenecía a un escritor checo, adorado por todo su pueblo, autor de una baladas preciosas y en cuyo honor se había erigido una estatua en el Barrio Pequeño de Praga. La primera vez que visité Praga, muchos años más tarde, deposité una flor al pie de su barbuda estatua.”
Además del monumento, una calle en Praga lleva su nombre. La flor del Neruda latinoamericano fue su homenaje. Este es el nuestro.
En la fonda de Las tres lilas
Creo que aquella vez me volví loco. Los músculos de mi cuerpo no podían dar más de sí, la sangre hervía en mis venas.
Una noche cálida, oscura. Después de unos días de un calor asfixiante, cubrieron el cielo densos nubarrones negros. Desde la tarde reinaba un fuerte vendaval, que los empujaba y los deshacía en jirones, para volver a formarlos más tarde; a última hora descargó una terrible tormenta acompañada de una lluvia torrencial, y tanto la tormenta como la lluvia perduraron hasta muy entrada la noche. Estuve sentado bajo las arcadas de madera de la fonda Las tres lilas, visitada entonces sólo los domingos por una clientela algo numerosa, compuesta en su mayoría por cadetes y suboficiales que se divertían en el pequeño salón, bailando a los sones de un piano. Precisamente era domingo. Estuve sentado, completamente solo, bajo las arcadas, ante una mesa cerca de la ventana. Tremendos truenos retumbaban, casi sin tregua; la lluvia torrencial batía el tejado encima de mi cabeza; el agua corría a torrentes por las calles inundadas, y, dentro de la fonda, los cadetes no dejaban descansar el piano más que breves momentos. De vez en cuando miraba yo por la ventana abierta y veía las parejas alegres, sonrientes, bailando; cuando me cansaba escudriñaba la oscuridad del jardín. Una vez en que un relámpago vivísimo iluminó el pequeño recinto, vi junto a la tapia del jardín, al final de las arcadas, montones de osamentas humanas. Hace no sé cuánto tiempo había allí un camposanto, y precisamente durante la última semana se habían exhumado los restos que aun quedaban para trasladarlos a otra parte. El suelo estaba todavía revuelto y las tumbas abiertas.
Me quedé, sin embargo, poco tiempo tranquilo en mi mesa. A menudo me levantaba y me acercaba a la puerta, abierta de par en par, del pequeño salón, para poder observar las parejas mejor. Me tenía encantado una hermosa muchacha de unos diez y ocho años. Esbelta, de formas graciosas y firmes, los cabellos negros cortados al ras de la nuca, una cara ovalada y fina como de terciopelo, unos ojos claros… ¡Una hermosura de chica! Más que nada me encantaban sus ojos. Eran tan claros como el agua; tan enigmáticos como la superficie de un lago misterioso; tan tranquilos, que hacían recordar en seguida las palabras: “Antes se hartará el fuego de la madera y el mar del agua que aquella mujer de los hombres”.
Bailaba casi continuamente. Pero pronto se dio cuenta de que me encantaba. Cuando pasaba ante la puerta donde yo estaba de pie me miraba siempre fijamente, y cuando avanzaba bailando por el saloncito, advertía yo que, desde lejos, fijaba sus miradas en mí. No noté, en cambio, que hablara con ninguno de los presentes.
Me asomé otra vez a la puerta y nuestras miradas se encontraron en seguida, a pesar de que la muchacha se hallaba en la última fila. El rigodón llegaba a su fin; en ese momento entró otra muchacha en el salón, muy de prisa, falta de aliento y calada hasta los huesos, que se abrió paso entre la gente hasta llegar junto a la muchacha de los ojos hermosos. La música volvió a sonar para la última figura del rigodón. Bajo las primeras cadenas que colgaban del techo, la recién llegada dijo algo en voz baja a la de los ojos encantadores, la cual sólo inclinó afirmativamente la cabeza, sin pronunciar una palabra. La última figura duró algún tiempo más. Era dirigida por un cadete que tenía gracia y buen humor. Cuando el baile terminó, la muchacha de los ojos claros volvió a mirar hacia la puerta que daba al jardín después salió por la principal del salón. Vi cómo se puso fuera su abrigo; después desapareció.
Me volví a sentar ante mi mesa. La tormenta redobló en ese momento su fuerza, como si hubiera querido agotar todos los ruidos de su repertorio; volvió a rugir el viento y los relámpagos se sucedían uno tras otro. Escuché excitado; pero aun así no pensaba más que en aquella muchacha, en sus ojos encantadores. No me moví de mi asiento. De todos modos, no podía ir entonces a casa.
Al cuarto de hora volví a echar una mirada al salón. Allí estaba otra vez la muchacha. Se arreglaba sus vestidos mojados, se secaba el pelo húmedo, y una compañera de algo más edad que ella la ayudaba.
Ricardo Eliecer Neftalí Reyes Basoalto, poeta chileno, encontró en su adolescencia, en una revista checa, el apellido de Neruda y lo escogió como el pseudónimo por el que lo reconocería el mundo entero. En su autobiografía “Confieso que he vivido” Pablo Neruda relata: “Encontré el nombre de Neruda en una revista checa sin tener la menor idea de que pertenecía a un escritor checo, adorado por todo su pueblo, autor de una baladas preciosas y en cuyo honor se había erigido una estatua en el Barrio Pequeño de Praga. La primera vez que visité Praga, muchos años más tarde, deposité una flor al pie de su barbuda estatua.”
Además del monumento, una calle en Praga lleva su nombre. La flor del Neruda latinoamericano fue su homenaje. Este es el nuestro.
En la fonda de Las tres lilas
Creo que aquella vez me volví loco. Los músculos de mi cuerpo no podían dar más de sí, la sangre hervía en mis venas.
Una noche cálida, oscura. Después de unos días de un calor asfixiante, cubrieron el cielo densos nubarrones negros. Desde la tarde reinaba un fuerte vendaval, que los empujaba y los deshacía en jirones, para volver a formarlos más tarde; a última hora descargó una terrible tormenta acompañada de una lluvia torrencial, y tanto la tormenta como la lluvia perduraron hasta muy entrada la noche. Estuve sentado bajo las arcadas de madera de la fonda Las tres lilas, visitada entonces sólo los domingos por una clientela algo numerosa, compuesta en su mayoría por cadetes y suboficiales que se divertían en el pequeño salón, bailando a los sones de un piano. Precisamente era domingo. Estuve sentado, completamente solo, bajo las arcadas, ante una mesa cerca de la ventana. Tremendos truenos retumbaban, casi sin tregua; la lluvia torrencial batía el tejado encima de mi cabeza; el agua corría a torrentes por las calles inundadas, y, dentro de la fonda, los cadetes no dejaban descansar el piano más que breves momentos. De vez en cuando miraba yo por la ventana abierta y veía las parejas alegres, sonrientes, bailando; cuando me cansaba escudriñaba la oscuridad del jardín. Una vez en que un relámpago vivísimo iluminó el pequeño recinto, vi junto a la tapia del jardín, al final de las arcadas, montones de osamentas humanas. Hace no sé cuánto tiempo había allí un camposanto, y precisamente durante la última semana se habían exhumado los restos que aun quedaban para trasladarlos a otra parte. El suelo estaba todavía revuelto y las tumbas abiertas.
Me quedé, sin embargo, poco tiempo tranquilo en mi mesa. A menudo me levantaba y me acercaba a la puerta, abierta de par en par, del pequeño salón, para poder observar las parejas mejor. Me tenía encantado una hermosa muchacha de unos diez y ocho años. Esbelta, de formas graciosas y firmes, los cabellos negros cortados al ras de la nuca, una cara ovalada y fina como de terciopelo, unos ojos claros… ¡Una hermosura de chica! Más que nada me encantaban sus ojos. Eran tan claros como el agua; tan enigmáticos como la superficie de un lago misterioso; tan tranquilos, que hacían recordar en seguida las palabras: “Antes se hartará el fuego de la madera y el mar del agua que aquella mujer de los hombres”.
Bailaba casi continuamente. Pero pronto se dio cuenta de que me encantaba. Cuando pasaba ante la puerta donde yo estaba de pie me miraba siempre fijamente, y cuando avanzaba bailando por el saloncito, advertía yo que, desde lejos, fijaba sus miradas en mí. No noté, en cambio, que hablara con ninguno de los presentes.
Me asomé otra vez a la puerta y nuestras miradas se encontraron en seguida, a pesar de que la muchacha se hallaba en la última fila. El rigodón llegaba a su fin; en ese momento entró otra muchacha en el salón, muy de prisa, falta de aliento y calada hasta los huesos, que se abrió paso entre la gente hasta llegar junto a la muchacha de los ojos hermosos. La música volvió a sonar para la última figura del rigodón. Bajo las primeras cadenas que colgaban del techo, la recién llegada dijo algo en voz baja a la de los ojos encantadores, la cual sólo inclinó afirmativamente la cabeza, sin pronunciar una palabra. La última figura duró algún tiempo más. Era dirigida por un cadete que tenía gracia y buen humor. Cuando el baile terminó, la muchacha de los ojos claros volvió a mirar hacia la puerta que daba al jardín después salió por la principal del salón. Vi cómo se puso fuera su abrigo; después desapareció.
Me volví a sentar ante mi mesa. La tormenta redobló en ese momento su fuerza, como si hubiera querido agotar todos los ruidos de su repertorio; volvió a rugir el viento y los relámpagos se sucedían uno tras otro. Escuché excitado; pero aun así no pensaba más que en aquella muchacha, en sus ojos encantadores. No me moví de mi asiento. De todos modos, no podía ir entonces a casa.
Al cuarto de hora volví a echar una mirada al salón. Allí estaba otra vez la muchacha. Se arreglaba sus vestidos mojados, se secaba el pelo húmedo, y una compañera de algo más edad que ella la ayudaba.
-Y ¿Para qué fuiste a casa con esta tormenta?- le preguntó la otra.
-Mi hermana me vino a buscar.
Por primera vez oía su voz. Era una voz sonora, suave como la seda.
-¿Había pasado algo en tu casa?
-Acaba de morir mi madre.
Me estremecí.
La muchacha se volvió y salió a las arcadas. Estaba a mi lado, su mirada se hundió en mis ojos, y sentí que su mano tocaba la mía, que temblaba. La cogí por aquella mano. ¡Era tan blanda!
Sin decir una palabra me la llevé hasta el final de las arcadas; ella me siguió sin resistirse.
La tormenta había llegado a su punto culminante. El huracán rugía, el cielo y la tierra temblaban y se estremecían; por encima de nuestras cabezas retumbaban los truenos, y todo en torno nuestro adquiría un lúgubre aspecto. Era como si los muertos clamasen desde sus tumbas abiertas.
Ella se refugió en mis brazos. Sentí en mi pecho el contacto de sus vestidos húmedos; sentí su cuerpo flexible y caliente contra el mío, y su respiración, que quemaba como una llama…
-Mi hermana me vino a buscar.
Por primera vez oía su voz. Era una voz sonora, suave como la seda.
-¿Había pasado algo en tu casa?
-Acaba de morir mi madre.
Me estremecí.
La muchacha se volvió y salió a las arcadas. Estaba a mi lado, su mirada se hundió en mis ojos, y sentí que su mano tocaba la mía, que temblaba. La cogí por aquella mano. ¡Era tan blanda!
Sin decir una palabra me la llevé hasta el final de las arcadas; ella me siguió sin resistirse.
La tormenta había llegado a su punto culminante. El huracán rugía, el cielo y la tierra temblaban y se estremecían; por encima de nuestras cabezas retumbaban los truenos, y todo en torno nuestro adquiría un lúgubre aspecto. Era como si los muertos clamasen desde sus tumbas abiertas.
Ella se refugió en mis brazos. Sentí en mi pecho el contacto de sus vestidos húmedos; sentí su cuerpo flexible y caliente contra el mío, y su respiración, que quemaba como una llama…
5 comentarios:
El cuento "En la fonda de las tres lilas" ha sido extraido del volumén "Cuentos de la Mala Strana" públicado por la Editoril Espasa-Calpe, en su colección Austral.
Hola, tal vez te interese esta banda
http://www.purevolume.com/factorsorpresa
http://www.factor-sorpresa.com.ar
http://www.fotolog.com/factormusica
Muy bueno el blog, nos tambien tenemos uno en el cual me gustaria que publiques algo.
http://factorsorpresa.blogspot.com/
Cualquier cosa me escribime!
Ahora quiero conocer más!!
Gracias.
Muy bueno.. quiero mas..
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