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El universo de la novela (del arte) es el espacio donde todas las leyes físicas que limitan nuestro universo quedan abolidas. Aún más, el universo de la novela es aquel en el que incluso las concepciones morales y éticas se pierden, para dar lugar a un nuevo factor dominante en la evolución de la obra: el factor estético.
Milan Kundera, nacido en Born en 1929, escribió sus primeras novelas (La broma, La vida está en otra parte, La despedida), a fines de la década del sesenta y principios de la del setenta antes de exiliarse en Francia en 1975. A raíz de su participación en las propuestas de reformas que serían llevadas a cabo por la antigua Checoslovaquia bajo la presidencia de Alexander Dubsek y que fueron oprimidas por la invasión rusa de 1968, Kundera es primeramente expulsado de su trabajo y luego sospechado, vigilado y espiado por la policía secreta, situación que lo impulsa a abandonar su país. A partir de su exilio, primero en su lengua natal y en sus últimos libros ya en el idioma frances, el autor publica una vasta cantidad de novelas, entre ellas, El libro de los amores ridiculos, La insoportable levedad del ser, La identidad, La ignorancia, La lentitud, entre otras. En todas, más allá del tópico principal que traten, se evidencia, en mayor o menor grado, las principales inquietudes del autor: la ridiculez del sistema totalitario socialista, especialmente, su intromisión en la vida privada del individuo (que se ve expuesto, cada vez con mayor asiduidad y ahínco a una vida publica, públicamente juzgable) y que también se configura en les estados democraticos modernos a través de la fama y de los medios masivos de comunicación; la imposibilidad del hombre de manejar un destino que lo abruma y se le escapa a partir de consecuencias que sus propias decisiones y actos desatan, aún cuando estos hayan sido realizados con intencion de conseguir resultados totalmente distintos; el planteamiento de las condiciones impuestas a la existencia humana y el inevitable rol que ocupa en ella el papel de la Historia; y la pregunta ineludible, a la cual, según él, intentan responder todas sus novelas: a traves de qué, quién y cómo se define el Yo.
En su ensayo-novela, Los testamentos traicionados, Kundera escribe: “Desde siempre odio, profuna, violentamente, a aquellos que quieren encontrar en una obra de arte una actitud (política, filosófica, religiosa, etc.), en lugar de encontrar en ella una intención de conocer, de comprender, de captar este o aquel aspecto de la realidad.”
Y en otro párrafo: “Se produce una tormenta en el mar. Todo el mundo está en cubierta esforzándose por salvar el barco. Tan sólo Panurgo, paralizado por el miedo, no hace sino gemir: sus hermosos lamentos se exienden a lo largo de las páginas. En cuanto amaina la tormenta, el valor vuelve a él y les riñe a todos por su pereza. Y esto es lo curioso: ese cobarde, ese mentiroso, ese comicastro, no sólo no provoca indignación alguna, sino que, en el momento en que es más jactancioso, más se le quiere. En esos pasajes es donde el libro de Rabelais pasa a ser plena y radicalmente novela: a saber: territorio en el que se suspende el juicio moral.
Suspender el juicio moral no es lo inmoral de la novela, es su moral. La moral que se opone a la indesarraigable práctica humana de juzgar enseguida, continuamente, y a todo el mundo, de juzgar antes y sin comprender. Esta ferviente disponibilidad para juzgar es, desde el punto de la sabiduría de la novela, la más detestable necedad, el mal más dañino. No es que el novelista cuestione, de una manera absoluta, la legitimidad del juicio moral, sino que lo remite más allá de la novela. Allá, si le place, acuse usted a Panurgo por su cobardía, acuse a Emma Bovary, acuse a Rastignac, es asunto suyo; el novelista ya ni pincha ni corta.
La creación del campo imaginario en el que se suspende el juicio moral fue una hazaña de enorme alcance: sólo en él pueden alcanzar su plenitud los personajes novelescos, o sea individuos concebidos no en función de una verdad preexistente, como ejemplos del bien o del mal, o como representaciones de leyes objetivas enfrentadas, sino como seres autónomos que se basan en su propia moral, en sus propias leyes.”
Y de repente recuerdo palabras del alemán Michael Ende y al buscarlas compruebo su similitud: “Sobre la mutua relación entre juego libre y belleza escribió Friederich Schiller su célebre ensayo Cartas sobre la educación estética del hombre. Nunca, ni antes ni después, se ha dicho nada más lúcido sobre el tema, y mejor le iría, sin duda ninguna, al arte y a la literatura actuales si más personas a las que atañe esta cuestión se tomaran la molestia de leer a fondo esa obra. En la cima de sus reflexiones y como una especie de resumen lógico de sus ideas escribe allí Schiller la frase siguiente, extrañamente paradójica: “El hombre debe jugar sólo con la belleza, pero con la belleza, sólo debe jugar”.
¿Qué significa esto? El valor del juego libre –y por tanto también del arte y de la poesía, que constituyen para Schiller la forma más elevada del juego- viene determinado por su belleza. Pues la belleza -¡y sólo ella!- ennoblece y redime al hombre y lo libera de todas las constricciones de la naturaleza y de las leyes espirituales y morales. La belleza libera al hombre y en ello reside al mismo tiempo para Schiller el más elevado valor moral. Pero, continúa diciendo, sólo allí, sólo en el juego libre, puede tener validez absoluta esta norma de belleza. Arrancada de ese contexto del juego, la exigencia radical de belleza se volvería necesariamente inhumana.
Un medicamento que, debidamente aplicado, puede devolver la salud al hombre puede convertirse siempre, si se abusa de él, en droga que destruye al hombre. En la misma medida en que sería absurdo introducir categorías morales en el juego libre, sería nocivo convertir las normas estéticas en fundamento de decisiones de la vida diaria. El fallo que emite un juez ha de ser justo. Es irrelevante si es bello o no. Un resultado de la investigación científica ha de ser verdadero. Su belleza no tiene la menor importancia."
Y más adelante: “El juego, si sigue siendo juego de verdad (el arte lo es) no puede nunca moralizar. Es, en su esencia, amoral, es decir, está fuera de todas las categorías morales.” Y ejemplifica: “Si van ustedes por la calle y ven que en la acera de enfrente un tipo está apaleando a una mujer, se encuentran ustedes instantáneamente ante una situación que exige una decisión moral. (…) La decisión que tomen, sea cual fuere implica tal decisión. Pero si están en el teatro viendo cómo Otelo estrangula a Desdémona, sería extremadamente ridículo que se precipitaran ustedes al escenario para impedírselo. No sólo no hace falta que ustedes intervengan, sino que, al contrario, en cierto sentido incluso están disfrutando el crimen. Saben que se trata de una representación, de un juego, que lo que está pasando tiene lugar en lo imaginario y que por eso lo bueno y lo malo están igualmente justificados. En lo que dure la representación, ustedes están exentos de cualquier obligación moral. En eso justamente estriba la vivencia de la libertad, en el placer que procura el arte. Y entiendo aquí arte como la forma más elevada del juego.”
Michael Ende nació en el mismo año que Kundera en un país vecino y de una profunda interacción cultural con Checoslovaquia como es Alemania. A pesar de ello no existe en sus obras referencia alguna hacía el otro, ni de Kundera a Ende, ni de Ende a Kundera, tal vez por la lejanía de los modelos estéticos que sus obran presentan. Sin embargo existe sí un vinculo que los une y que seguramente es actor principal en los textos arriba mencionados, y ese vinculo es una reconocida y profunda admiración al gran escritor que fue Rabelais y a la relevancia del humor en toda creación literaria.
Milan Kundera, nacido en Born en 1929, escribió sus primeras novelas (La broma, La vida está en otra parte, La despedida), a fines de la década del sesenta y principios de la del setenta antes de exiliarse en Francia en 1975. A raíz de su participación en las propuestas de reformas que serían llevadas a cabo por la antigua Checoslovaquia bajo la presidencia de Alexander Dubsek y que fueron oprimidas por la invasión rusa de 1968, Kundera es primeramente expulsado de su trabajo y luego sospechado, vigilado y espiado por la policía secreta, situación que lo impulsa a abandonar su país. A partir de su exilio, primero en su lengua natal y en sus últimos libros ya en el idioma frances, el autor publica una vasta cantidad de novelas, entre ellas, El libro de los amores ridiculos, La insoportable levedad del ser, La identidad, La ignorancia, La lentitud, entre otras. En todas, más allá del tópico principal que traten, se evidencia, en mayor o menor grado, las principales inquietudes del autor: la ridiculez del sistema totalitario socialista, especialmente, su intromisión en la vida privada del individuo (que se ve expuesto, cada vez con mayor asiduidad y ahínco a una vida publica, públicamente juzgable) y que también se configura en les estados democraticos modernos a través de la fama y de los medios masivos de comunicación; la imposibilidad del hombre de manejar un destino que lo abruma y se le escapa a partir de consecuencias que sus propias decisiones y actos desatan, aún cuando estos hayan sido realizados con intencion de conseguir resultados totalmente distintos; el planteamiento de las condiciones impuestas a la existencia humana y el inevitable rol que ocupa en ella el papel de la Historia; y la pregunta ineludible, a la cual, según él, intentan responder todas sus novelas: a traves de qué, quién y cómo se define el Yo.
En su ensayo-novela, Los testamentos traicionados, Kundera escribe: “Desde siempre odio, profuna, violentamente, a aquellos que quieren encontrar en una obra de arte una actitud (política, filosófica, religiosa, etc.), en lugar de encontrar en ella una intención de conocer, de comprender, de captar este o aquel aspecto de la realidad.”
Y en otro párrafo: “Se produce una tormenta en el mar. Todo el mundo está en cubierta esforzándose por salvar el barco. Tan sólo Panurgo, paralizado por el miedo, no hace sino gemir: sus hermosos lamentos se exienden a lo largo de las páginas. En cuanto amaina la tormenta, el valor vuelve a él y les riñe a todos por su pereza. Y esto es lo curioso: ese cobarde, ese mentiroso, ese comicastro, no sólo no provoca indignación alguna, sino que, en el momento en que es más jactancioso, más se le quiere. En esos pasajes es donde el libro de Rabelais pasa a ser plena y radicalmente novela: a saber: territorio en el que se suspende el juicio moral.
Suspender el juicio moral no es lo inmoral de la novela, es su moral. La moral que se opone a la indesarraigable práctica humana de juzgar enseguida, continuamente, y a todo el mundo, de juzgar antes y sin comprender. Esta ferviente disponibilidad para juzgar es, desde el punto de la sabiduría de la novela, la más detestable necedad, el mal más dañino. No es que el novelista cuestione, de una manera absoluta, la legitimidad del juicio moral, sino que lo remite más allá de la novela. Allá, si le place, acuse usted a Panurgo por su cobardía, acuse a Emma Bovary, acuse a Rastignac, es asunto suyo; el novelista ya ni pincha ni corta.
La creación del campo imaginario en el que se suspende el juicio moral fue una hazaña de enorme alcance: sólo en él pueden alcanzar su plenitud los personajes novelescos, o sea individuos concebidos no en función de una verdad preexistente, como ejemplos del bien o del mal, o como representaciones de leyes objetivas enfrentadas, sino como seres autónomos que se basan en su propia moral, en sus propias leyes.”
Y de repente recuerdo palabras del alemán Michael Ende y al buscarlas compruebo su similitud: “Sobre la mutua relación entre juego libre y belleza escribió Friederich Schiller su célebre ensayo Cartas sobre la educación estética del hombre. Nunca, ni antes ni después, se ha dicho nada más lúcido sobre el tema, y mejor le iría, sin duda ninguna, al arte y a la literatura actuales si más personas a las que atañe esta cuestión se tomaran la molestia de leer a fondo esa obra. En la cima de sus reflexiones y como una especie de resumen lógico de sus ideas escribe allí Schiller la frase siguiente, extrañamente paradójica: “El hombre debe jugar sólo con la belleza, pero con la belleza, sólo debe jugar”.
¿Qué significa esto? El valor del juego libre –y por tanto también del arte y de la poesía, que constituyen para Schiller la forma más elevada del juego- viene determinado por su belleza. Pues la belleza -¡y sólo ella!- ennoblece y redime al hombre y lo libera de todas las constricciones de la naturaleza y de las leyes espirituales y morales. La belleza libera al hombre y en ello reside al mismo tiempo para Schiller el más elevado valor moral. Pero, continúa diciendo, sólo allí, sólo en el juego libre, puede tener validez absoluta esta norma de belleza. Arrancada de ese contexto del juego, la exigencia radical de belleza se volvería necesariamente inhumana.
Un medicamento que, debidamente aplicado, puede devolver la salud al hombre puede convertirse siempre, si se abusa de él, en droga que destruye al hombre. En la misma medida en que sería absurdo introducir categorías morales en el juego libre, sería nocivo convertir las normas estéticas en fundamento de decisiones de la vida diaria. El fallo que emite un juez ha de ser justo. Es irrelevante si es bello o no. Un resultado de la investigación científica ha de ser verdadero. Su belleza no tiene la menor importancia."
Y más adelante: “El juego, si sigue siendo juego de verdad (el arte lo es) no puede nunca moralizar. Es, en su esencia, amoral, es decir, está fuera de todas las categorías morales.” Y ejemplifica: “Si van ustedes por la calle y ven que en la acera de enfrente un tipo está apaleando a una mujer, se encuentran ustedes instantáneamente ante una situación que exige una decisión moral. (…) La decisión que tomen, sea cual fuere implica tal decisión. Pero si están en el teatro viendo cómo Otelo estrangula a Desdémona, sería extremadamente ridículo que se precipitaran ustedes al escenario para impedírselo. No sólo no hace falta que ustedes intervengan, sino que, al contrario, en cierto sentido incluso están disfrutando el crimen. Saben que se trata de una representación, de un juego, que lo que está pasando tiene lugar en lo imaginario y que por eso lo bueno y lo malo están igualmente justificados. En lo que dure la representación, ustedes están exentos de cualquier obligación moral. En eso justamente estriba la vivencia de la libertad, en el placer que procura el arte. Y entiendo aquí arte como la forma más elevada del juego.”
Michael Ende nació en el mismo año que Kundera en un país vecino y de una profunda interacción cultural con Checoslovaquia como es Alemania. A pesar de ello no existe en sus obras referencia alguna hacía el otro, ni de Kundera a Ende, ni de Ende a Kundera, tal vez por la lejanía de los modelos estéticos que sus obran presentan. Sin embargo existe sí un vinculo que los une y que seguramente es actor principal en los textos arriba mencionados, y ese vinculo es una reconocida y profunda admiración al gran escritor que fue Rabelais y a la relevancia del humor en toda creación literaria.
1 comentario:
Las palabras de Kundera han sido extraidas del libro Los testamentos traicionados, de Milan Kundera, Editorial Tusquets
Las palabras de Michael Ende han sido extraidas del libro Carpeta de apuntes, de Michael Ende, Editorial Alfaguara
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