miércoles, octubre 31, 2007

El falso autostop (segunda emisión)

II. Ficción y realidad

En el relato trabajado el juego (la ficción) va desplazando la realidad a medida que toma consistencia y se asienta como nuevo parámetro para el comportamiento de los personajes. Así, a medida que la novia avanza en la composición de la autostopista, el novio descubre que su chica es capaz de ser otra y que esos rasgos identitarios (los rasgos que la aíslan, que la separan del resto de los seres humanos, aquello que la hace única) desaparecen y el ser amado se pierde para dar paso a un sujeto desconocido.
El elemento principal que permite a la ficción ir tomando consistencia hasta confundirse y tornarse realidad
[1] es la atracción por los opuestos, por eso que, por ajeno, por desconocido, nos atrae; por el mero hecho de saber de antemano que se trata de algo que nunca vamos a alcanzar. El juego es la excusa para animarse a ser otro, no un otro cualquiera, sino precisamente aquel que sabemos nunca vamos a llegar a ser. Es ese el papel liberador que cumple todo juego (y que es aplicable al arte). Sólo allí es posible matar sin ser asesino, engañar sin sentir culpa; sólo allí desaparecen por completo las categorías morales, se tornan absurdos los conceptos del bien y del mal. Es gracias al juego y la ficción que somos capaces de abandonarnos por completo.
Esta atracción por los opuestos es la pulsión que atraviesa todo el relato. En repetidas ocasiones Kundera hablará de la fuerza y el placer que arrastra y conlleva a los personajes a traicionarse a sí mismos. A intentar aprehenderlo todo. En el transcurso de nuestras vidas las encrucijadas que nos plantea la existencia nos obligan a elegir caminos que anulan a los otros, no podemos poseer las dos caras de la moneda, en el preciso instante en que optamos por a cerramos la puerta al universo que b nos tenía deparado
[2]. Lo que lleva a los novios a intensificar su papel de autostopista ligera y de seductor misógino es la posibilidad de poseer al otro de aquella manera en que nunca lo hemos poseído. Es la ambición de apropiarse de ese otro aspecto del mundo que nos está vedado, de ser negro y blanco, la ligereza y la pesadumbre, el día y la noche. Es el deseo incontrolable de representarlo y experimentarlo todo, de convertirse, por un momento en el Aleph borgeano[3] y poseerlo todo en un instante.
Por esto dice Kundera que “Este papel era contradictorio con las atenciones que habitualmente le dedicaba el joven a la chica” y luego que “nunca había llegado a parecer un hombre demoníacamente duro porque no sobresalía ni por su fuerza ni por su falta de miramientos. Pero si nunca lo había parecido, tanto más había deseado en otros tiempos parecerlo”.
[4] La vida del joven transcurre cercada por las demandas de su trabajo, así “no había nada que el joven hubiera echado tanto en falta en su vida como la despreocupación.” [5] y bajo la mascara del personaje que actúa toma una carretera distinta a la que habían planeado, consiguiendo así alejarse de sí mismo.
Al hablar de la novia el autor es aún más explicito:
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la chica sonrió inmediatamente al pensar lo hermoso que era que esa mujer extraña fuese ahora ella; aquella mujer extraña, irresponsable e indecente, una de aquellas de las que había tenido tantos celos; le parecía que les había ganado de mano a todas; que había descubierto el modo de apoderarse de sus armas; de darle al joven lo que hasta entonces no había sabido darle: ligereza, inmoralidad e informalidad; sintió una particular sensación de satisfacción por ser capaz de convertirse ella misma en todas las demás mujeres y de ocupar y devorar así (ella sola, la única) a su amado. (Kundera, 2000a: p. 88).
.Pero el idilio de la plenitud no puede sostenerse en el tiempo. La convivencia armónica de los opuesto es un imposible que trastorna las construcciones identitarias
[6] y que mantiene la tensión mientras la moneda gira de canto a la expectativa sobre que cara será finalmente la que se imponga. Es en esos momentos que la moneda gira y trasluce sus dos figuras cuando el amante se plantea por el verdadero rostro de su chica: “El joven estaba cada vez más irritado por lo bien que la chica sabía ser esa mujer lasciva; si lo sabe hacer tan bien, es que realmente lo es, está claro que no ha penetrado ningún alma extraña dentro de ella; está jugando a ser ella misma; (...) es posible que la chica crea que al jugar se está negando a sí misma, pero ¿No es en el juego donde se convierte de verdad en sí misma? ¿No se libera al jugar? No, la que está sentada frente a él no es una mujer extraña dentro del cuerpo de su chica; es su propia chica, nadie más que ella.”[7] Es con la última sentencia de la cita que escuchamos el tintinear de la moneda que termina de caer.
El juego que llevan a cabo los amantes tiene, además, otra trampa insalvable. La moneda tiene en su consistencia el peso de la fatalidad, una de tal magnitud que una vez estampada su superficie en el suelo no habrá mano humana que logre levantarla y que consiga dejar su reverso al descubierto. La ficción y la realidad disputan un juego en el que entremezclan su cuerpo y delimitan los actos de los hombres sin que estos tengan interferencia alguna en él. Al final del relato la novia intentará descubrir el rostro habitual de su amante y cobijarse en su cara más conocida. Pero sus fuerzas no alcanzan, la moneda ya ha caído y todos sus intentos son vanos: “Así quedó desnuda delante del joven y en ese momento dejó de jugar; estaba perpleja y en su cara apareció una sonrisa que era de verdad sólo suya: tímida y confusa. Pero el joven no se acercó a ella y no borró el juego.” (Kundera, 2000a: 97). Y luego: “La chica tenía ganas de revelarse, de huir del juego; le llamó por su nombre pero él gritó que no tenía derecho a tratarlo con tanta confianza.” (Kundera, 2000a: 98). Es recién cuando la piedad acuda en su ayuda, cuando la chica logrará traer de vuelta la imagen cotidiana de su novio.
Las realidades arrastran a los amantes a traicionarse a sí mismos porque la fuerza de su configuración es mucho mayor que la de la libertad del hombre.
[8] Éste ve limitada sus acciones por los marcos que aquella le impone y bajo los cuales le permite actuar. La ficción es un prototipo de realidad, una realidad a medias, escondida en las posibilidades del ser. El mismo Kundera lo confiesa: “los personajes no nacen como los seres humanos del cuerpo de su madre, sino de una situación, de una frase, una metáfora en la que está depositada, como dentro de una nuez, una posibilidad humana fundamental que el autor cree que nadie ha descubierto aún. (...) Los personajes de mi novela son mis propias posibilidades que no se realizaron.” (Kundera, 2000c: p. 223). Los amantes de “El falso autostop”, a través del juego, incorporan la ficción (esa realidad incompleta) y la construyen hasta agregarle los eslabones suficientes para que se confunda y se torne realidad. Una realidad que supera la fuerza y la comprensión de los hombres y a la cual queremos e intentamos comprender y poseer desde todos los ángulos posibles, aun (en especial) de aquellos que nos son contrarios, de aquellos que nos ofrecen ver a través de un giro de 180 grados el otro lado de las cosas y descubrir los engranajes detrás del reloj; dispuestos a pagar el costo, inclusive, de traicionarnos y de perdernos a nosotros mismos hasta la desesperación de no poder definirnos más allá de la mera tautología.
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.[1] La realidad cede ante la ficción que de pronto toma carácter de realidad. El momento en el que esto acontece ocurre cuando el personaje que actúa el novio impone su destino por sobre el que estaba planeado: “De pronto el juego había adquirido un nivel superior. El coche no sólo se alejaba de su objetivo imaginario en Banska Bystrica, sino también del objetivo real hacia el que había partido por la mañana: los Tatra y la habitación reservada. De pronto la vida de ficción atacaba a la vida sin ficción”. (Kundera, 2000a: p. 87).[2] Las ideas de las dos caras y de la traición a uno mismo aparecen también en La identidad a través del personaje de Chantal, quien es conciente de su funcionalidad: “Sí, es cierto, puedo tener dos caras, pero no quiero ponérmelas al mismo tiempo. Contigo me pongo la cara burlona. Cuanto estoy en la oficina, me pongo la cara seria.” (Kundera, 1998: p. 36) y “A veces recomiendo al que me cae simpático y otras al que se entregará a su trabajo. Actúo a medias: traiciono a veces a la empresa y a veces me traiciono a mí misma.” (Kundera, 1998: p. 37)[3] La evocación al Aleph no es gratuita, en las páginas finales del relato Kundera dirá: “Era como si mirase dos imágenes metidas en un mismo visor, dos imágenes puestas una encima de otra y que se transparentasen la una a través de la otra”. (Kundera, 2000a: p. 95). Asimismo la imagen de la moneda será utilizada por nosotros en algunos párrafos siguientes.[4] (Kundera, 2000a: p. 84)[5] (Kundera, 2000a: p. 85).[6] Kundera lo dice con sus propias palabras: “... el joven (...) no dejaba de ver en la autostopista desconocida a su chica. Y eso era precisamente lo más doloroso...”. (Kundera, 2000a: p. 93).[7] (Kundera, 2000a: p. 90).[8] “¿Cuáles son aún las posibilidades del hombre en un mundo en el que los condicionamientos externos se han vuelto tan demoledores que los móviles interiores ya no pesan nada?” (Kundera, 2000b: p. 37)

2 comentarios:

Karel Poborsky dijo...

Fuente:

Kundera, Milan, (2000a [1968]). “El falso autostop”, en El libro de los amores ridículo, Barcelona: Editorial Tusquets, p. 75-101.

Bibliografía:

Borges, Jorge Luis, (1998a [1925]). “La nadería de la personalidad”, en Inquisiciones. Madrid: Editorial Alianza, p. 92-104.

Borges, Jorge Luis, (1998b [1952]). “Nueva refutación del tiempo”, en Otras Inquisiciones. Madrid: Editorial Alianza, p. 255-287.

Kundera, Milan, (2000 [1986]). El arte de la novela, Barcelona: Editorial Tusquets.

Kundera, Milan, (1998 [1997]). La identidad, Barcelona: Editorial Tusquets.

Kundera Milan, (2000c [1884]). La insoportable levedad del ser, Barcelona: Editorial Tusquets.

Navarro Reyes, Jesús, (1999). “Los flujos de la identidad en Milan Kundera”. En Concepciones y narrativas del yo, Número especial de Thémata, Revista de Filosofía, nº 22, p. 233-239.

Karel Poborsky dijo...

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