.
b) Miguel, Elena y la
doble moral
Ya hemos trazado la
relación entre el personaje de Elena y el de Severino como aquellos personajes
externos que introducen el conflicto. Pero Elena, además, compartirá con Miguel
una característica que suele pasar desapercibida en el análisis de la obra de
Discépolo, y, sin embargo, invita a la reflexión ya que, de alguna manera,
invierte los valores que resaltan a primera vista. Se trata de una doble moral
o cierta hipocresía escondida en Miguel, que aparece presente también en Elena.
En los análisis de las obras, la oposición
Miguel-Severino suele ser clara, ubicándose al primero en el espectro del bien,
para depositar a Severino en el otro extremo.
Para Sanhueza-Carvajal
Severino representa al truhán
siniestro (…). Es un satanás que tienta al cochero inocente y empobrecido,
exponiéndole con elocuencia un resumen de su cínica filosofía de vida. (…). No
tiene escrúpulos. (…). Severino y Miguel representan polos opuestos de la
dicotomía bien/mal. La salvación sólo puede ofrecerla las fuerzas morales negativas:
encarnadas en Severino, el demonio tentador. El funebrero, por su parte, llama
a Miguel “San Mequele Arcángelo”. Uno es la contrapartida del otro.[1]
En la
misma línea la
Profesora Diana Paris en su presentación de la obra escribe:
El
elemento desencadenante de la acción lo constituye Severino, un italiano que
supo encontrarle a su oficio de cochero-funebrero, un costado más rentable:
hacer de transporte privado de ladrones. Su figura contrasta con Miguel, hombre
honrado que quiere mantener a su familia mediante el trabajo digno. El texto
acentúa las diferencias entre lo bueno y lo malo hasta tal punto que el
funebrero lo llama a su amigo San Miguel Arcángel y este, Mefistófeles. Las
indicaciones para la caracterización de Severino remarcan esos rasgos
diabólicos.[2]
Sin embargo, existe una escena (clave en el encuentro
entre los personajes) en la que la situación parece invertirse, al Severino
dejar al descubierto la doble moral o la hipocresía de Miguel. En ella, ante el
pedido de un nuevo préstamo de dinero de Miguel, Severino recuerda una escena del pasado, que utilizará como
razón por la cual se negará a otorgar ese nuevo préstamo. El diálogo entre los
personajes es el siguiente:
SEVERINO (Regocijado):
Parece que tengo razone, ¿eh?... ¿Le duele? ¡Ah!... (Está detrás de él). ¿Te
acuérdase de aquel día que me rechazaste uno vaso de vino “porque no sabía cómo
lo ganaba?”
MIGUEL: ¿Io?
SEVERINO: Tú.
MIGUEL: No m´acuerdo.
SEVERINO: Yo sí; e lo
tengo acá todavía. (En la garganta). Me despreciaste porque yo había dejado de
hacer el puntilloso; me insultaste, Mequele, e hiciste male, porque yo, ahora,
tengo una casa mía, la mojer contenta e los hijo gordo; mientras tú, con tu
orgullo, tiénese que pedirme la lemosna a mí para seguir viviendo a esta pieza
miserable, esperando que la familia, cansada de hambre, te eche por inutile.
Es
conveniente el olvido de Miguel, que ni duda ni realiza esfuerzo alguno por
recordar el episodio, seguramente porque sabe que lo dejará mal parado. Pero
más conveniente aún es esa doble moral que presenta el personaje, esa moral
adaptable a los tiempos que corren, que hacen que Miguel decida darse el lujo,
cuando su economía marcha, de rechazar el vaso de vino que desinteresadamente
ofrece un amigo, esa moral que condena el vaso porque no se sabe de dónde
proviene el dinero que lo paga, dejando a las claras la sugerencia de que tal
dinero no ha sido limpio. Sin embargo, cuando las cosas aprietan y la familia
tiene hambre, esa moral ya no impera sobre el personaje. Miguel sigue siendo el
bueno, el honesto, el trabajador, el que no roba, pero ya sin importarle tanto
la procedencia del dinero que de Severino recibe, ni tiene pruritos morales en
usar un dinero ganado gracias al hurto. Miguel no se presta al trabajo sucio,
al delito, pero aviso está de poder conseguir prestado una pequeña tajada de lo
que ese delito ha generado.
En
los momentos previos a la llegada de Severino, Doña Carmen le recordará sobre
el amigo al que se espera: “Díceno que de noche ayuda col coche a lo ladrone”,
a lo que Miguel responderá despreocupado: “No diga macana. ¿Usté lo ha
visto?... yo tampoco”.[3] Sin embargo, segundos antes ante el pedido de su
mujer de pedir ayuda a otro amigo, había explicado: “Amigo tengo mucho, pero so
toda persona decente: no tiene ningún centavo. Al único que conozco con la
bolsa llena es a Severino”.[4]
Todos
estos pasajes son los que invierten (al menos durante el tiempo que se
extienden en escena) las posiciones morales de los personajes. Miguel acude a
Severino (aquel amigo al que le ha despreciado un vaso de vino, refregándole
las dudas sobre su hombría de bien) puramente por interés, ya que lo único que
busca de él es un nuevo préstamo de dinero (y, para peor, sin hacer una mínima
alusión al dinero que ya le debe). Severino por el contrario es quién, más allá
de la legitimidad de sus fuentes de ingreso, acude al llamado del amigo (que
antes lo ha ofendido) y demuestra, no sólo su capacidad de perdón al recordarle
a Miguel que ya le ha prestado dinero, sino hasta cierta tolerancia (cuando
menos) al otorgarle más tiempo para la devolución del préstamo, del que anda necesitando.
Como
agregado, además, observamos el drástico cambio de Miguel, que ya no establece
su ética y moral como un impedimento para relacionarse con Severino. La idea de
que es el personaje y su moral quienes han cambiado, podría ser una primera
lectura factible, pero en tal caso habría que explicar el olvido voluntario y
la negación frente a Doña Carmen del tipo de actividad que sabe que lleva a
cabo por las noches su amigo. El olvido y la negación marcan la persistencia de
la condena de Miguel al personaje. No es Miguel el que ha cambiado, es otra la
moral que de pronto impera. Porque una es la moral de Miguel cuando tiene
dinero y otra, bastante distinta, cuando lo necesita.
La
cuestión, sin duda, queda aún más clara en la voz de Severino:
SEVERINO: No, yo. Usté
está así porque quiere. Es un caprichoso usté. Tiene la cabeza llena de macana
usté. Eh, e muy difichile ser honesto e pasarla bien. ¡Hay que entrare, amigo!
Sí, yo comprendo: saría lindo tener plata e ser un galantuomo; caminare con la
frente alta e tenere la familia gorda. Sí, saría moy lindo agarrar el chancho e
lo vente. ¡Ya lo creo!, pero la vida e triste, mi querido colega, e hay que
entrare o reventare.
MIGUEL: Severino… yo te
pido plata e tú me das consejo.
SEVERINO: Consejo que so
plata. Yo también he sido como usté: cosquilloso. Me moría de hambre. Ahora sé
que el pane e duro e que lo agarra cada cuale co las uñas que tiene.[5]
Pues
Miguel rechaza salir a robar, pero no tiene inconvenientes en utilizar el
dinero que otro roba. Lo que a Miguel pareciera molestarle no es tanto la plata
sucia, como ensuciarse él las manos.
“Yo
también he sido como usté: cosquilloso” y otra vez Severino da en el clavo,
porque Miguel es caprichoso, y al final de la obra no quedaran dudas. Durante
el transcurso de la pieza y, especialmente en este encuentro, se plantea la
falsa dicotomía: pobreza o robo. Como si sólo saliendo a robar Miguel pudiera
alimentar a su familia. Sin embargo, no es la falta de trabajo lo que lo
condena a la pobreza sino su orgullo, su obstinación y su capricho. Carlos al
final de la obra se presenta empleado como chofer; ese empleo parecería haber
estado disponible desde siempre, pero Miguel lo ha despreciado. Las soluciones
posibles para el conflicto no son dos, en realidad, sino que presenta una
tercera (la única, además, valedera) desde el comienzo de la obra. Miguel está
condenado a ser pobre, a robar o tragarse su orgullo y emplearse como chofer,
pero esto último es lo único que verdaderamente se le torna imposible, y por
ello la decisión de salir a robar responde a una elección y no a una salida
desesperada.
La
misma doble moral que podemos, por otro lado, rastrear en Elena. En su postura
(pseudo revolucionaria) el personaje se dirige a los robots:
ALQUIST: ¿Aguantar qué?
ELENA: Su posición aquí.
Dios mío, son ustedes seres vivos igual que nosotros, como toda Europa, como
todo el mundo. ¡Esto es un escándalo, una atrocidad!
(…)
ELENA: Hermanos míos, no
he venido aquí como hija de mi padre. He venido en nombre de la Liga de la Humanidad. Hermanos ,
la Liga de la Humanidad tiene ya más
de doscientos mil miembros. Doscientas mil personas están a vuestro lado y os
ofrecen su ayuda.[6]
Claro
que la arenga se convierte en farsa ya que quienes están presentes (y a quienes
Elena ha tomado, equivocadamente, por robots) no son otros que el resto de los
hombres que conforman la cúpula directiva de la fábrica. De este modo, aquello
que era un grito de libertad, un canto a la rebelión, queda convertido en un
mero paso de comedia.
Páginas
más adelante Elena, ante la sorpresa de los directivos, explica:
ELENA: No, ustedes no me han entendido. Lo que nosotros queremos es liberar
a los robots.
(…)
ELENA: Tienen que ser tratados… como seres humanos.
HELMAN: Ajá. Me imagino que tendrán que votar, que
beber cerveza, que mandarnos a nosotros.
ELENA: ¿Y por qué no habrían de votar?
HELMAN: ¿A lo mejor también tienen que recibir un
salario?
ELENA: Desde luego.
HELMAN: Eso sí está bien. ¿Y qué harían con su
jornal?, ¿rezar?
ELENA: Comprarían… lo que necesitaran… lo que les
gustaría.
HELMAN: Eso estaría muy bien, lo único que pasa es que
no hay nada que guste a los robots. (…)[7]
Nada
que los robots deseen. El problema es que, ocultos detrás de las supuestas
necesidades de los desamparados se encuentran, en realidad, ávidos de exponerse
ante el mundo, los deseos de ella misma. En otro diálogo, esta vez en su
primera conversación con un robot, en la cual no consigue si quiera
distinguirlo de un humano, muestra su asombro ante la realidad que descubre:
ELENA: No, no, está usted mintiendo. Oh, Sula, perdóneme. Ya sé… le obligan
a usted a actuar así como propaganda. Sula, ¿usted es una chica como yo,
verdad? Dígamelo.
DOMIN: Lo siento, señorita Glory, Sula es un robot.
ELENA: Usted está mintiendo.
DOMIN (Excitándose): ¿Qué? (Llama al timbre). Perdone, señorita Glory, pero
tendré que convencerla.
(Entra Marius)
DOMIN: Marius, lleve a Sula a la sala de pruebas para que la abran. De
prisa.
ELENA: ¿A dónde?
DOMIN: A la sala de pruebas. Cuando la hayan rajado podrá usted entrar y
echarle un vistazo.
ELENA: No, no iré.
DOMIN: Perdóneme, pero usted habló de mentiras.
ELENA: ¿No será usted capaz de matarla?
DOMIN: A una máquina no se la puede matar.
ELENA (Abrazando a Sula): No tengas miedo, Sula, no dejaré ir. Pero dime,
¿son siempre tan crueles conmigo? No puedes aguantar esto, Sula. De ninguna
manera.
SULA: Soy un robot.
ELENA: No importa. Los robots son iguales a nosotros. Sula, ¿verdad que no
los ibas a dejar que hicieran trocitos?
SULA: Sí.
ELENA: Ah, ¿entonces no tienes miedo a la muerte?
SULA: No sé decirle, señorita Glory.
(…)
DOMIN: Marius, dile a la señorita Glory lo qué eres.
MARIUS: Marius, el robot.
(…)
DOMIN: Eso es la muerte, Marius. ¿No temes la muerte?
MARIUS: No.[8]
La
cita es extensa pero termina de revelar el punto sobre el cual estamos girando:
Elena llega hasta la isla, hasta la Fábrica Rossum , para ayudar a los robots, para
liderar la sublevación de ese nuevo ser explotado y marginado, del cual, en
rigor, no sabe nada en absoluto. Elena no puede si quiera distinguirlos de los
hombres, confundiéndolos con los miembros directos; pero tampoco sabe qué
desean, sencillamente si hay algo que desean; ni que temen. Acude hasta una
isla remota con el afán de hacer justicia y rescatar del oprobio a seres que le
son completamente extraños, en un mundo donde seguramente no falten otras
causas más cercanas, y tan justas como ellas, (aunque quizás menos expuestas)
sobre las cuales actuar. Es difícil no encontrar en Elena una feroz y sutil
denuncia sobre la extrema vanidad operando muchas veces como verdadero motor de
una supuesta filantropía. Capek, sin duda, advierte, y se anticipa, sobre todo,
a cierto modelo de heroísmo (mayoritariamente revolucionario), que ganará fama
durante el siglo XX, y que consistirá en la figura del hombre ilustrado y
culto, aunque sacrificado, que proveniente de las clases medias y altas (sobre
todo altas. No olvidemos que Elena es hija del “distinguido profesor”[9] Glory, de la Oxbridge University
–tal como aclara la presentación de personajes[10]) se dispone a descender al pueblo para revelarles
sus necesidades, sus deseos y sus realidades, y así luego conducirlos
finalmente, como líder, a la liberación.
Pero
por sobre todas las cosas, lo que se deja al descubierto, en los pasajes
citados, es esa incontrarrestable diferencia entre el decir y el hacer. Elena,
como miembro de la Liga
de la Humanidad ,
peleará por la libertad y la dignidad de los robots, omitiendo que el desempeño
de esos robots, produciendo las demandas del hombre, podría hacer libre a miles
y miles de obreros.
El
entusiasmo de Elena en su defensa por los robots durante toda la obra porta la
sombra de la caridad fácil y el filantropísmo aristocrático, siempre mucho más
dispuestos a depositar su ayuda humanitaria en lo nuevo y fascinante, en lo
extraño y excéntrico (en lo llamativo y la moda, vale decir) que en aquellos
problemas inmediatos, que de una ayuda menos altisonante requieren.
Elena
(y recordemos aquí la simbología de su nombre, dentro de una obra cuyo nombres
son absolutamente semánticos[11]) no es otra cosa que la belleza pura, vacía,
imponente por su propia forma, que introduce el conflicto, tal como su tocaya
más famosa. Y la inmediatez del enamoramiento del resto de los personajes hacia
ella no hace otra cosa más que reforzar esta afirmación.
La
figura de Elena no cuenta con sustento ideológico real más allá de sus palabras,
y es por esto también que alcanza con apenas una propuesta de matrimonio por
parte de Domin para que su lucha claudique. Ella lucha contra un sistema, desde
el centro del sistema, es aristocrática, se sirve de la industria, y no parece
dispuesta a renunciar a ello. Es más, literalmente se convierte en aquello que
en un principio combate, al quedar incluida dentro del grupo que comanda la Fabrica Rossum.
Elena se opone a la explotación de los robots y sin embargo cuenta con su
criada (Emma), cuyos rasgos (y los rasgos de su clase) reproducen la situación
de los robots, sin que existan rastros de que los deseos o libertad de ella
interfieran en su conciencia aunque Elena, más de una vez, dicte sus órdenes:
“¡Emma!”, “Emma, ven a arreglarme el vestido”, “Por favor, abróchame el
vestido, Emma”[12], “¡Emma! ¡Emma!, ven corriendo” “Emma, busca los
últimos periódicos. De prisa. En la sala del señor”[13], “Llévate esos periódicos, Emma”.[14]
El
paralelismo entre la clase obrera y los robots (con proclamas, pancartas y
revolución incluidas) es evidente.[15] Patrizia Runfola afirma que “en las misteriosas
convulsiones que inesperadamente se producen al intentar desguazar las
máquinas, causando su revuelta contra los hombres, Capek trataba el tema de la
división social y del rencor acumulado por los oprimidos”.[16] Teresa López Pelisa, en tanto, sostiene que “R.U.R. se escribió en el contexto de la
revolución rusa, y muestra cómo la masa puede revelarse y cómo esa revolución
puede terminar con la humanidad.”.[17] Y sin embargo el autor no se priva de brindarle a
Elena, justamente aquel personaje que lucha por los derechos de los robots,
contar con su criada, (y podríamos detenernos en el término “criada” como
sinónimo de “sierva”, lo cual no resulta gratuito si pensamos en esta última
como una posible traducción para la palabra checa “robota”, tal como sugiere
Ricardo Vela en su prólogo a la edición de la obra de la editorial Minotauro[18]), otorgándole al personaje una doble conducta que
deja al descubierto su doble moral. Misma doble moral que habíamos encontrado
en Miguel.
[1]
Sanhueza-Carvajal,
María Teresa: Op. Cit. Pág. 265-266.
[2] Paris, diana. En Mateo / La tristeza. Editorial Cántaro.
Buenos Aires, 2001. Pág. 24.
[3]
Discépolo, Armando:
Op. Cit. Pág. 39.
[9]
Idem: Pág. 16.
[10]
Idem: Pág. 11.
[11]
Ver nota 7.
[13]
Idem: Pág. 56.
[14]
Idem: Pág. 58.
[15] Análogo paralelismo, por
otra parte, plantea el autor en Las
guerras de las salamandras (1936). Novela en la que la clase obrera será
representada, esta vez, por una clase de salamandras, tardíamente descubiertas,
que cuentan con la habilidad de aprender los distintos trabajos manuales del
hombre, y serán explotadas por él para llevar a cabo esos trabajos que ni la
aristocracia ni la burguesía están dispuestos a hacer. En esta obra también el
desenlace final tendrá como protagonista la rebelión de la clase explotada.
[16]
Runfola, Patrizia:
Op. Cit. Pág. 202.
[17] López Pelliza, Teresa: Op. Cit. Pág. 138 y 140.
[18]
Vela Ricardo: “Café
para todos”. En prólogo a R.U.R./La
fábrica de absoluto. Ed. Minotauro, Barcelona. 2003. Pág. 15.
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