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Aquel día cenaba Pilatos con su ayudante, el joven teniente Suza, natural de Cirenaica. Suza ni siquiera advirtió que su gobernador estaba silencioso, y contaba entusiasmado que por primera vez en su vida había vivido un terremoto.
—Qué cosa tan graciosa —sonrió mientras comía—. Cuando oscureció, después del almuerzo, salí afuera para ver qué ocurría. En la escalera me pareció que me resbalaban los pies de pronto, sin más ni más... En fin, era cosa de risa. Por mi alma, excelencia, que ni me pasó por la mente que una cosa así pudiera ser un terremoto. Y antes de llegar a la esquina vi que un hombre venía corriendo hacia mí, con los ojos fuera de las órbitas y gritando:
«¡Las tumbas se abren y se resquebrajan las rocas!» Caramba, me dije, ¿será un terremoto? Hombre, murmuré, vaya suerte que tienes. ¡Esto es un fenómeno de la naturaleza poco frecuente! ¿No es verdad?
—Una vez vi un terremoto... —dijo Pilatos—. Fue en Cilicia. Espera... hará de esto unos diecisiete años más o menos. Aquella vez fue mucho mayor que éste.
—En realidad esta vez apenas ha ocurrido nada —exclamó Suza despreocupado—. En la puerta que da hacia el Gólgota se resquebrajaron un poco las rocas, sí; y en el cementerio se abrieron un par de tumbas. Me extraña que aquí entierren tan a flor de tierra, todo lo más a un codo de profundidad. Por eso apesta tanto en verano...
—Costumbres —gruñó Pilatos—. En Persia ni siquiera los entierran. Colocan el cadáver al sol, y ya está.
—Eso debería estar prohibido, señor —opinó Suza—. Por cuestiones de higiene y otras.
—Prohibir... —murmuró Pilatos—. Entonces tendría que estar uno siempre ordenando o prohibiendo... Esa no es buena política, Suza. Mejor es no mezclarse en sus asuntos, y así por lo menos hay paz. Si quieren vivir como animales, ¡que Dios les valga! ¡Ay, Suza, yo he visto ya tantas tierras en esta vida!
—Lo que me gustaría saber a mí —volvió de nuevo Suza al asunto— es cómo se produce un terremoto de ésos. Quizá hay algunos agujeros bajo tierra que se mueven de vez en cuando. Pero ¿por qué al mismo tiempo se oscureció tanto el firmamento? Eso no lo puedo comprender. Si esta mañana el día era tan claro, tan corriente...
—Pido perdón —exclamó el viejo Papadokitas, griego Dodecaneso que les servía—. Eso podía ya esperarse desde ayer, señor. Había una puesta de sol tan roja que yo le dije a la cocinera: «Miriam, mañana habrá tormenta o un ciclón.» «A mí me duelen los riñones», me contestó Miriam. Algo podía esperarse, señor; os ruego que me perdonéis.
—Algo podía esperarse... —repitió Pilatos pensativo—. ¿Sabes, Suza? Yo también esperaba algo. Desde la mañana, cuando les entregué a ese hombre de Nazaret (tuve que entregárselo porque la política romana consiste básicamente en no inmiscuirse en asuntos locales; recuérdalo siempre, Suza. Cuanto menos tenga que ver la gente con los poderes estatales, mejor los soporta.) ¡Por Job! ¿Qué te estaba diciendo?
—Lo de ese hombre de Nazaret —le ayudó Suza.
—Sí, el hombre de Nazaret. ¿Sabes, Suza? Yo tenía cierto interés por Él. En realidad, había nacido en Belén, por lo que creo que los naturales de aquí han cometido un error judicial. Pero eso no es asunto mío... Si no se lo hubiera entregado, lo habrían despedazado de todos modos y habrían culpado a la administración romana del hecho. Pero espera, esto no viene al caso ahora. Me dijo Anas que era un hombre peligroso, que cuando nació llegaron unos pastores a Belén y se postraron ante él como ante un dios. Y no hace mucho la gente lo recibió aquí como a un triunfador. A mí no me cabe en la cabeza, Suza... Yo había esperado...
—¿Qué esperabais? —le recordó Suza al cabo de un momento.
—Que quizá vendrían sus amigos de Belén, que no le iban a abandonar así, ahora, aquellos intrigantes. Que vendrían a verme y me dirían: «Señor, ése es de los nuestros y tiene gran importancia para nosotros. Hemos venido a decirte que somos sus partidarios y que no dejaremos que se le maltrate.» Suza, yo hasta deseaba que hubiera venido esa gente de las montañas. ¡Ya estoy harto de estos charlatanes y tramposos de aquí! Y yo les habría dicho: «Gracias a Dios, gente de Belén, que habéis venido. Os estaba esperando. Por Él, y también por vosotros y por vuestra tierra. Con trapos en los bastones no se puede gobernar. Se ha de gobernar con hombres, y no solamente con palabras. De gente como vosotros se hacen soldados que nunca se rinden; de gente como vosotros se hacen naciones y Estados. Me han dicho que vuestro paisano resucita a los muertos; por favor, ¿qué se puede hacer con los muertos? Pero vosotros estáis aquí y veo que ese hombre también consigue resucitar a los vivos, que les inculca algo así como fidelidad y honor y... Nosotros, los romanos, le llamamos a eso «Virtus» —no sé cómo se dirá en vuestra lengua, gente de Belén, pero vosotros lo tenéis. Creo que ese hombre podría hacer algo bueno. Sería una lástima que muriera.» Pilatos calló y se puso a recoger, nervioso, las migas de pan de la mesa.
—¡Qué le vamos a hacer! No vinieron —gruñó—. ¡Ay, Suza, qué cosa tan inútil es gobernar!
—Qué cosa tan graciosa —sonrió mientras comía—. Cuando oscureció, después del almuerzo, salí afuera para ver qué ocurría. En la escalera me pareció que me resbalaban los pies de pronto, sin más ni más... En fin, era cosa de risa. Por mi alma, excelencia, que ni me pasó por la mente que una cosa así pudiera ser un terremoto. Y antes de llegar a la esquina vi que un hombre venía corriendo hacia mí, con los ojos fuera de las órbitas y gritando:
«¡Las tumbas se abren y se resquebrajan las rocas!» Caramba, me dije, ¿será un terremoto? Hombre, murmuré, vaya suerte que tienes. ¡Esto es un fenómeno de la naturaleza poco frecuente! ¿No es verdad?
—Una vez vi un terremoto... —dijo Pilatos—. Fue en Cilicia. Espera... hará de esto unos diecisiete años más o menos. Aquella vez fue mucho mayor que éste.
—En realidad esta vez apenas ha ocurrido nada —exclamó Suza despreocupado—. En la puerta que da hacia el Gólgota se resquebrajaron un poco las rocas, sí; y en el cementerio se abrieron un par de tumbas. Me extraña que aquí entierren tan a flor de tierra, todo lo más a un codo de profundidad. Por eso apesta tanto en verano...
—Costumbres —gruñó Pilatos—. En Persia ni siquiera los entierran. Colocan el cadáver al sol, y ya está.
—Eso debería estar prohibido, señor —opinó Suza—. Por cuestiones de higiene y otras.
—Prohibir... —murmuró Pilatos—. Entonces tendría que estar uno siempre ordenando o prohibiendo... Esa no es buena política, Suza. Mejor es no mezclarse en sus asuntos, y así por lo menos hay paz. Si quieren vivir como animales, ¡que Dios les valga! ¡Ay, Suza, yo he visto ya tantas tierras en esta vida!
—Lo que me gustaría saber a mí —volvió de nuevo Suza al asunto— es cómo se produce un terremoto de ésos. Quizá hay algunos agujeros bajo tierra que se mueven de vez en cuando. Pero ¿por qué al mismo tiempo se oscureció tanto el firmamento? Eso no lo puedo comprender. Si esta mañana el día era tan claro, tan corriente...
—Pido perdón —exclamó el viejo Papadokitas, griego Dodecaneso que les servía—. Eso podía ya esperarse desde ayer, señor. Había una puesta de sol tan roja que yo le dije a la cocinera: «Miriam, mañana habrá tormenta o un ciclón.» «A mí me duelen los riñones», me contestó Miriam. Algo podía esperarse, señor; os ruego que me perdonéis.
—Algo podía esperarse... —repitió Pilatos pensativo—. ¿Sabes, Suza? Yo también esperaba algo. Desde la mañana, cuando les entregué a ese hombre de Nazaret (tuve que entregárselo porque la política romana consiste básicamente en no inmiscuirse en asuntos locales; recuérdalo siempre, Suza. Cuanto menos tenga que ver la gente con los poderes estatales, mejor los soporta.) ¡Por Job! ¿Qué te estaba diciendo?
—Lo de ese hombre de Nazaret —le ayudó Suza.
—Sí, el hombre de Nazaret. ¿Sabes, Suza? Yo tenía cierto interés por Él. En realidad, había nacido en Belén, por lo que creo que los naturales de aquí han cometido un error judicial. Pero eso no es asunto mío... Si no se lo hubiera entregado, lo habrían despedazado de todos modos y habrían culpado a la administración romana del hecho. Pero espera, esto no viene al caso ahora. Me dijo Anas que era un hombre peligroso, que cuando nació llegaron unos pastores a Belén y se postraron ante él como ante un dios. Y no hace mucho la gente lo recibió aquí como a un triunfador. A mí no me cabe en la cabeza, Suza... Yo había esperado...
—¿Qué esperabais? —le recordó Suza al cabo de un momento.
—Que quizá vendrían sus amigos de Belén, que no le iban a abandonar así, ahora, aquellos intrigantes. Que vendrían a verme y me dirían: «Señor, ése es de los nuestros y tiene gran importancia para nosotros. Hemos venido a decirte que somos sus partidarios y que no dejaremos que se le maltrate.» Suza, yo hasta deseaba que hubiera venido esa gente de las montañas. ¡Ya estoy harto de estos charlatanes y tramposos de aquí! Y yo les habría dicho: «Gracias a Dios, gente de Belén, que habéis venido. Os estaba esperando. Por Él, y también por vosotros y por vuestra tierra. Con trapos en los bastones no se puede gobernar. Se ha de gobernar con hombres, y no solamente con palabras. De gente como vosotros se hacen soldados que nunca se rinden; de gente como vosotros se hacen naciones y Estados. Me han dicho que vuestro paisano resucita a los muertos; por favor, ¿qué se puede hacer con los muertos? Pero vosotros estáis aquí y veo que ese hombre también consigue resucitar a los vivos, que les inculca algo así como fidelidad y honor y... Nosotros, los romanos, le llamamos a eso «Virtus» —no sé cómo se dirá en vuestra lengua, gente de Belén, pero vosotros lo tenéis. Creo que ese hombre podría hacer algo bueno. Sería una lástima que muriera.» Pilatos calló y se puso a recoger, nervioso, las migas de pan de la mesa.
—¡Qué le vamos a hacer! No vinieron —gruñó—. ¡Ay, Suza, qué cosa tan inútil es gobernar!
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