martes, junio 06, 2006

Sentemos una base. Que a partir de ahí sólo se pueda mejorar.

En la caverna
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A veces creo que estos pensamientos son el único vestigio humano que me queda. Cuando me acuesto en el suelo, la lluvia alimenta el arroyo, y las imágenes de la vigilia aún no han alcanzado mis ojos, me acuerdo de la civilización y de la tarde en que a mi tiempo se le acabaron las horas.
Es difícil saber cuanto llevo aquí, pero mis cabellos rozan mi cintura y el olor de la barba se mezcla con el de los cadáveres y excrementos, a los que ya estoy acostumbrado.
Pero cuando por las crecidas las gotas del arroyo se filtran entre las rocas, y cuando se desatan grandes tormentas y no me es necesario lamer las rocas para saciar mi sed, me mojo la cara y con la barba húmeda imagino que me estoy lavando y que, junto a mí, se limpia mi mente, de esos actos que sólo en estos momentos me resultan intolerables.

Porque no debo engañarme. Durante el resto de mi tiempo activo, ese en el que como, bebo, acumulo el musgo (que dejándolo secar me sirve de abrigo) y en el que espero ansioso la llegada de mi comida, pierdo mi naturalidad de hombre y obro, cada vez con menos reparos, como un animal.
En algunos sueños (la mayoría son simples pesadillas normales que sin trascendencia desaparecen cuando despierto agitado) siento una paz inexplicable. Me veo a mí mismo devorando carroña, defecando en rincones, y cubriéndome de musgos con lo que duermo sin interrupciones, sin que me moleste de forma alguna, esta conciencia humana, disfrutando enteramente de ser un animal.


De vez en cuando, en la caverna, entra una bestia que, por sus presas, supongo, debe ser enorme. Es carnívoro y después de quedar satisfecho desaparece por un largo tiempo; entonces yo aprovecho su ausencia y devoro los restos del muerto animal. Desgarrando los pedazos de carne que aún se encuentran prendidos en cada uno de sus huesos, y que son, ni más ni menos, que los que me permiten subsistir. En mis peores pesadillas, sueño que esta bestia me devora, luego se retira, y entonces yo, con mis últimas fuerzas, terminó de comerme mis propias carnes, las que todavía se encuentran cubriendo mi ser.

Y creo que es en la comida cuando más me entrego a ese instinto que, penosamente, me hace seguir sobreviviendo. Hace tiempo, cuando todavía la resignación no me había alcanzado, esperaba nervioso a ese desconocido animal, que sujetaba por algunos minutos mi esperanza de escaparme. Entonces lo seguía, atento a sus pasos y a su grotesco jaleo que repetía con cada respirar, hasta ese lugar donde el suelo se hunde y se convierte en un espeso y pesado fango; uno del que apenas y con terrible esfuerzo, lograba sacar mi pie. Para quedarme atónito, con el paso impedido, y con el asombro inmenso, al contemplar una prueba más de la terrible fuerza que debe poseer aquel, mi proveedor.

En una de sus incursiones, en las que deja sus presas para retirarse y no volver por largo tiempo, intente suicidarme. Lo ataque con todas mis fuerzas y le rogué, esperanzado, que acabara con esta ridícula existencia. Pero al primer contacto que tuve sobre su cuerpo, una sacudida suya alcanzó para librarse de mí, arrojándome inconsciente, durante un tiempo que, naturalmente, me es desconocido.
Y no volví a cometer semejante error. Porque la fuerza de ese monstruoso animal ya me había demostrado lo que, en realidad, era evidente. Que esa bestia nunca precisaría matarme para librarse de mí. Que a ese increíble y poderoso ser la totalidad de mi existencia le era triste y patéticamente insignificante.

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