jueves, enero 10, 2008

El otro K. (segunda entrega)

Prólogo de Carlos Fuentes
.
Mi amigo Kundera
.
Fuimos invitados por la Unión de Escritores Checos en esa etapa extrañísima que va del otoño de 1968 a la primavera final, la de 1969. Sartre y Simone de Beauvoir habían ido a Praga, también Nathalie Sarraute 23 y otros novelistas franceses; creo que Grass y Boll también.
Se trataba de fingir que nada había pasado; que aunque las tropas soviéticas estuviesen acampadas en las cercanías de Praga y sus tanques escondidos en los bosques, el gobierno de Dubcek aún podía salvar algo, no conceder una derrota, triunfar con la perseverancia humorística del soldado Schweik.
Los latinoamericanos teníamos títulos para hablar de imperialismos, de invasiones, de Goliates y Davides; podíamos defender, ley en una mano, historia en la otra, el principio de no intervención. Dimos una entrevista colectiva sobre estos asuntos para la revista literaria Listy,
que entonces dirigía nuestro amigo Antonin Liehm. Fue la última entrevista que apareció en el último número de la revista. No hablamos de Brezhnev en Checoslovaquia, sino de Johnson en la República Dominicana. No cesó de nevar durante los días que pasamos en Praga. Nos compramos gorros y botas. Cortázar y García Márquez, que son dos melómanos parejamente intensos, se arrebataron las grabaciones de óperas de Janacek; Kundera nos mostró partituras originales del gran músico checo que estaban entre los papeles del pianista, Kundera padre. Con Kundera cominos jabalí y knedliks en salsa blanca y bebimos slivovicz y trabamos una amistad que, para mí, ha crecido con el tiempo.
Compartía desde entonces, y comparto cada vez más con el novelista checo, una cierta visión de la novela como un elemento indispensable, no sacrificable, de la Eivilización que podemos poseer juntos un checo y un mexicano: una manera de decir las cosas que de otra manera no podrían ser dichas. Hablamos mucho, entonces, más tarde, en París, en Niza, en La Renaudiére, cuando viajó con su esposa Vera a Francia y allí encontró un nuevo hogar porque en su patria “normalizada” sus novelas no pueden ser ni publicadas ni leídas.
Se puede reír amargamente: la gran literatura de una lengua frágil y sitiada en el corazón de Europa tiene que ser escrita y publicada fuera de su territorio. La novela, género supuestamente en agonía, tiene tanta vida que debe ser asesinada. El cadáver exquisito debe ser prohibido porque resulta ser un cadáver peligroso. “La novela es indispensable al hombre, como el pan”, dice Aragón en su prólogo a la edición francesa de La broma. ¿Por qué? Porque en ella se encontrará la clave de lo que el historiador -el mitógrafo vencedor- ignora o disimula. “La novela no está amenazada por el agotamiento”, dice Kundera, “sino por el estado ideológico del mundo contemporáneo. Nada hay más opuesto al espíritu de la novela, profundamente ligada al descubrimiento de la relatividad del mundo, que la mentalidad totalitaria, dedicada a la implantación de una verdad única.”
¿Escribiría quien esto dice, para oponerse a una ideología, novelas de la ideología contraria? De ninguna manera. Borges dice del Corán que es un libro árabe porque en él jamás se menciona un camello. La crítica Elizabeth Pochoda hace notar que la longevidad de la opresión política en Checoslovaquia es atestiguada en las novelas de Kundera porque nunca es mencionada. Condenar al totalitarismo no amerita una novela, dice Kundera. Lo que le parece interesante es la semejanza entre el totalitarismo y “el sueño inmemorial y fascinante de una sociedad armoniosa donde la vida privada y pública forman unidad y todos se reúnen alrededor de una misma voluntad y una misma fe. No es un azar que el género más favorecido en la época culminante del stalinismo fuese el idilio”.
La palabra está dicha y nadie la esperaba. La palabra es un escándalo. Es muy cómodo guarecerse detrás de la grotesca definición del arte por José Stalin: “Contenido socialista y forma nacional”. Es muy divertido y muy amargo (la broma amarga sí que estructura el universo de Kundera) traducir esta definición a términos pragmáticos, como se lo explica un crítico praguense a Philip Roth: El realismo socialista consiste en escribir el elogio del gobierno y el partido de tal manera que hasta el gobierno y el partido le entiendan. El escándalo, la verdad insospechada, es esta que oímos por boca de Milan Kundera: el totalitarismo es un idilio.
.
Idilio
.
Idilio es el nombre del viento terrible, constante y descompuesto que atraviesa las páginas de los libros de Milan Kundera. Es lo primero que debemos entender.
Aliento tibio de la nostalgia, resplandor tormentoso de la esperanza: el ojo helado de ambos movimientos, el que nos conduce a reconquistar el pasado armonioso del origen y el que nos promete la perfecta beatitud en el porvenir, se confunden en uno solo, el movimiento de la historia. Unicamente la acción histórica sabría ofrecernos, simultáneamente, la nostalgia de lo que fuimos y la esperanza de lo que seremos. Lo malo, nos dice Kundera, es que entre estos dos movimientos en trance idílico de volverse uno, la historia nos impide, simplemente, ser nosotros mismos en el presente. El comercio de la historia consiste en “Venderle a la gente un porvenir a cambio de un pasado”.
En su famosa conferencia de la Universidad de Jena en 1789 Schiller exigió el futuro ahora. El año mismo de la Revolución Francesa, el poeta rechazó la amenaza de una promesa perpetuamente diferida para que así pudiese ser siempre una mentira sin comprobación posible: en consecuencia, una verdad, siempre promesa a costa de la plenitud del presente. El siglo de las luces consumó la secularización del milenarismo judeo-cristiano y, por primera vez, ubicó la edad de oro, no sólo en el tierra, sino en el futuro. Del más antiguo chamán indio hasta don Quijote, de Homero a Erasmo, sentados todos alrededor del mismo fuego de los cabreros, el tiempo del paraíso era el pasado. A partir de Condorcet, el idilio sólo tiene un tiempo: el futuro. Sobre sus promesas se construye el mundo industrial de Occidente.
La aportación de Marx y Engels es reconocer que no sólo de porvenir vive el hombre. El luminoso futuro de la humanidad, cercenada por la Ilustración de todo vínculo con un pasado definido por sus filósofos como bárbaro e irracional, consiste para el comunismo en restaurar también el idilio original, la armonía paradisíaca de la propiedad comunal, el paraíso degradado por la propiedad privada. Pocas utopías más hermosas, en este sentido, que la descrita por Engels en su prólogo a La dialéctica de la Naturaleza.
El capitalismo y el comunismo comparten la visión del mundo como vehículo hacia esa meta que se confunde con la felicidad. Pero si el capitalismo procede por vía de atomización, convencido de que la mejor manera de dominar es aislar, pulverizar y acrecentar las necesidades y satisfacciones igualmente artificiales de los individuos que necesitan más y se contentan más en función de su aislamiento mismo, el comunismo procede por vía de integración total.
Cuando el capitalismo intentó salvarse a sí mismo con métodos totalitarios, movilizó a las masas, les puso botas, uniformes y suástica al brazo. La parafernalia parainfernal del fascismo violó las premisas operativas del capitalismo moderno, cuyos padrinos, uno en la acción,
el otro en la teoría, fueron Franklin Delano Roosevelt y John Maynard Keynes. Es dificil combatir un sistema que siempre se adelanta a criticarse y a reformarse a sí mismo con más concreción que la que le es dable de inmediato al más severo de sus adversarios. Pero ese
mismo sistema carecerá de la fuerza de seducción de una doctrina que hace explícito el idilio, que promete tanto la restauración de la Arcadia perdida como la construcción de la Arcadia por venir. Los sueños totalitarios han encendido la imaginación de varias generaciones de jóvenes: diabólicamente, cuando el idilio tenía su cielo en la cabalgata del Valhalla wagneriano y las legiones operísticas del nuevo Escipión; angelicalmente, cuando podía concitar la fe de Romain Rolland y André Malraux, Stephen Spender, W.H. Auden, y André Gide. Se necesita, en cambio, ser un camionero borracho o una solterona agria para salir a darse de golpes y sombrillazos por una Arcadia tan deslavada como “el sueño americano”.
Los personajes de Kundera giran en torno a este dilema: ¿ser o no ser en el sistema del idilio total, el idilio para todos, sin excepciones ni fisuras, idilio precisamente porque ya no admite nada ni nadie que ponga en duda el derecho de todos a la felicidad en una Arcadia ubicua, paraíso del origen y paraíso del futuro? No sólo idilio, subraya Kundera en uno de sus cuentos, sino idilio para todos, pues “todos los seres humanos, desde siempre, aspiran al idilio, a ese jardín donde cantan los ruiseñores, a ese reino de la armonía donde el mundo no se yergue enajenado contra el hombre y el hombre contra los demás hombres, sino donde el hombre y los hombres están, por el contrario, hechos de una misma materia y donde el fuego que brilla en las estrellas es el mismo que ilumina las almas. Allí, cada cual es una nota en una sublime fuga de Bach y quien no quiera serlo se convierte en un punto negro y desprovisto de sentido al cual basta agarrar y aplastar bajo la uña como una pulga”.
Como una pulga. Milan Kundera, el otro K de Checoslovaquia, no necesita acudir a forma alegórica alguna para provocar la extrañeza y la incomodidad con las que Franz Kafka inundó de sombras luminosas un mundo que ya existía sin saberlo. Ahora, el mundo de Kafka sabe que existe. Los personajes de Kundera no necesitan amanecer convertidos en insectos porque la historia de la Europa central se encargó de demostrarle que un hombre no necesita ser un insecto para ser tratado como un insecto. Peor: los personajes de Milan K. viven en un mundo donde todos los presupuestos de la metamorfosis de Franz K. se mantienen incólumes, con una sola excepción: Gregorio Samsa, la cucaracha, ya no cree que sabe, ahora sabe que cree. Tiene forma humana, se llama Jaromil y es poeta.
.
El santo niño de Praga
.
Durante la segunda guerra, el padre de Jaromil ha perdido la vida en aras de un absoluto concreto: proteger a una persona, salvarla de la delación, la tortura y la muerte. Esa persona era la amante del padre de Jaromil. La madre del poeta, que siente una repugnancia tan absoluta hacia la animalidad física como su marido hacia la animalidad moral, lo engaña no por sensualidad sino por inocencia.
Cuando el padre desaparece, la madre sale del reino de los muertos con su hijo entre brazos. Lo esperará a la salida del colegio con una gran sombrilla. Encarnará la belleza de la tristeza a fin de invitar a su hijo a ser con ella esa pareja intocable: madre e hijo, amantes frustrados,
protección absoluta a cambio de la renuncia absoluta. Lo mismo va a exigirle Jaromil primero al amor, a la revolución en seguida, a la muerte finalmente: entrega absoluta a cambio de protección absoluta. Es un sentimiento feudal, el que el siervo ofrecía a su señor. Jaromil cree que es un sentimiento poético: el sentimiento poético, que le permite situarse no “fuera de los límites de su experiencia, sino bien por encima de ella”. Verlo, así, todo. Ser visto. Los mensajes del rostro, las miradas enigmáticas a través de una cerradura con la muchacha Magda en su tina (tan enigmáticas como el encuentro de los pies de Julien Sorel y Madame Renal debajo de la mesa), la lírica del cuerpo, de la muerte, de las palabras, de la ciudad, de los otros poetas (Rimbaud, Maiakovski, Wolker) constituyen el repertorio poético original de Jaromil. No quiere separarlo de su vida; quiere ser, como Rimbaud, el joven poeta que lo ve todo y es totalmente visto antes de volverse totalmente invisible y totalmente ciego. Todo o nada: se lo exige al amor de la pelirroja. Debe ser total o no será. Y cuando la amante no le promete toda su vida, Jaromil espera el absoluto de la muerte; pero cuando la amante no le promete la muerte, sino la tristeza, la pelirroja deja de tener una existencia real, correspondiente a la interioridad absoluta del poeta: todo o nada, vida o muerte. Todo o nada: se lo exige a su madre más allá de las agrias y locas expectativas de la mujer que quiere ser la amante frustrada de su hijo. El repertorio variado y ambiguo del chantaje materno absolutista, sin embargo, se descompone en demasiadas emociones parciales: piedad y reproche, esperanza, cólera, seducción. La madre del poeta -y Kundera nos dice que “en las casas de los poetas, reinan las mujeres”- no puede ser Y ocasta y se vuelve Gertrudis, creyendo darle todo al hijo para que el hijo continúe dándole hasta pagar lo imposible: es decir, todo. Jaromil no será Edipo, sino Hamlet: el poeta que ve en su madre no el absoluto que añora, sino la reducción que asesina.
En la página más hermosa de esta maravilla narrativa que es La vida está en otra parte (el capítulo 13 de la tercera parte), Kundera nos sitúa a Jaromil en “el país de la ternura, que es el país de la infancia artificial”: “La ternura nace en el instante en el que somos empujados hacia el umbral de la edad adulta y nos damos cuenta con angustia de las ventajas de la infancia que no comprendimos cuando éramos niños. La ternura, es crear un espacio artificial
donde el otro puede ser tratado como un niño. La ternura es también el temor de las consecuencias físicas del amor; es una tentativa de sustraer el amor al mundo de los adultos y de considerar a la mujer como una niña.”
Es esta ternura imposible lo que Jaromil el poeta no va a encontrar ni en su madre ni en su amante, ambas cargadas del amor “insidioso, constrictivo, pesado de carnosidad y de responsabilidad” propio de la edad adulta, sea el amor de la mujer con su poeta amante o el de la madre con su hijo crecido. Es este el idilio irrecuperable en los seres humanos y que Jaromil va a buscar, y encontrar, en la revolución socialista: necesita el absoluto para ser poeta, como Baudelaire necesitaba, para serlo, “estar siempre ebrio... de vino, de poesía o de virtud, a vuestro gusto”.

1 comentario:

Karel Poborsky dijo...

El texto públicado ha sido extraido del prólogo de Carlos Fuentes para la edición de "La vida está en otra parte", de Milan Kundera, Editorial Seix Barral, Barcelona, 1979. Tambíen ha sido editado en el libro de ensayos "Los 68. Paris, Praga, México", de Carlos Fuentes, Editorial Debate.