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Y respondió Jesús: yo para esto he nacido y
para esto he venido al mundo, para dar testimonio
a la verdad. Todo aquél que oye la verdad oye mi voz.
Dícele Pilatos: ¿Qué cosa es la verdad?
Y como hubo dicho esto, salió otra vez a los judios
y dijo: yo no hallo en él ningún crimen.
(Evangelio de San Juan, 18, 37-38)
.para esto he venido al mundo, para dar testimonio
a la verdad. Todo aquél que oye la verdad oye mi voz.
Dícele Pilatos: ¿Qué cosa es la verdad?
Y como hubo dicho esto, salió otra vez a los judios
y dijo: yo no hallo en él ningún crimen.
(Evangelio de San Juan, 18, 37-38)
Al anochecer llegó a ver a Pilatos cierto hombre respetable de la ciudad, de nombre José de Arimatea, que también era discípulo de Jesús, y le pidió que le entregase el cuerpo del Maestro. Pilatos lo permitió y dijo:
—Fue crucificado injustamente.
—Tú mismo lo entregaste para que le crucificasen —respondió José.
—Sí, lo entregué —respondió Pilatos—, y además la gente piensa que lo hice por miedo a algunos de esos alborotadores y a su Barrabás. Sólo con que hubiera mandado contra ellos a cinco soldados habrían callado inmediatamente. Pero eso no pude hacerlo, José de Arimatea.
—No se trata de eso —continuó al cabo de un momento—. Pero cuando hablé con él me convencí de que de aquí a poco sus discípulos crucificarán a otros. En su nombre, en nombre de su verdad, crucificarán y atormentarán a otros, matarán otra verdad y alzarán en hombros a otros barrabases. Aquel hombre hablaba de la verdad. ¿Qué es la verdad?
» Vosotros sois una nación extraña que habla mucho. Tenéis fariseos y profetas, salvadores y otros sectarios. Todo el que inventa alguna verdad prohíbe todas las demás verdades. Como si un carpintero que hiciera una nueva forma de silla prohibiese sentarse en las demás sillas que se hicieron antes que la suya. Como si por el hecho de haber inventado una nueva forma de silla quedaran inservibles todas las antiguas. Quizá la silla nueva sea mejor, más bonita y más cómoda que las otras. Pero ¿por qué demonios un hombre cansado no puede sentarse en una silla, sea la que sea, miserable, carcomida o de piedra? Está cansado y roto y necesita descanso. Y entonces vosotros vais y le sacáis a la fuerza de esa silla sobre la que se había sentado para que vaya a sentarse en la vuestra. No os comprendo, José. —La verdad —objetó José— no es como la silla y el descanso. Es más bien como una orden que dice: ve aquí o allá, haz esto o lo otro, derrota al enemigo, conquista esa ciudad, castiga la traición, y cosas parecidas. El que no escucha estas órdenes es un traidor y un enemigo. Así ocurre con la verdad.
—¡Ay, José! —dijo Pilatos—. Si tú sabes bien que soy soldado y he pasado la mayor parte de mi vida entre soldados... Siempre he cumplido las órdenes, pero no porque fueran la verdad. La única verdad era que estaba cansado o sediento, que añoraba a mi madre o alcanzar la gloria; que un soldado piensa precisamente en su mujer, mientras el otro recuerda su campito y su par de bueyes. La verdad es que, de no haber sido por las órdenes, ninguno de esos soldados habría ido a matar a otra gente, tan cansada y tan desgraciada como él. Entonces, ¿qué es la verdad? Creo que me atengo más a la verdad si pienso en los soldados y no en las órdenes.
—La verdad no es una orden del comandante —respondió José de Arimatea—, sino la orden del conocimiento. Ves, sin lugar a dudas, que este pilar es blanco; si yo te asegurase que es negro, sería en contra de tu conocimiento y no me lo permitirías.
—¿Por qué no? —dijo Pilatos—. Me diría que seguramente debías ser terriblemente desgraciado e infeliz si veías negro un pilar blanco. Trataría de distraerte; de veras, me interesaría por ti aún más que antes. Y aunque solamente fuese una equivocación, me diría que en tu equivocación había tanta alma como en tu verdad.
—No es mi verdad —dijo José de Arimatea—. Solamente hay una verdad para todos.
—Y ¿cuál es?
—Aquélla en la que creo.
—Ya lo ves —dijo Pilatos lentamente—. Desde luego, es solamente tu verdad. Sois como los niños, que creen que el mundo termina donde termina su horizonte, y que después no hay nada más. El mundo es grande, José, y en él hay sitio para muchas cosas. Creo que también en la realidad hay sitio para muchas verdades. Mira, yo soy extranjero en esta región y mi patria está más allá del horizonte; y, sin embargo, nunca diría que esta región no está bien y que la mía es la verdadera. Igualmente extrañas me son las enseñanzas de vuestro Jesús, pero ¿tengo por eso que decir que son falsas? Yo pienso, José, que todas las regiones son verdaderas y buenas, pero que el mundo debe ser tremendamente amplio para que todas quepan, unas delante de otras y junto a otras. Si se tuviera que poner Arabia en el mismo lugar en que está Ponto no sería, desde luego, justo. Y lo mismo ocurre con las verdades. Tendría que hacerse un mundo interminable, amplio y libre, para que en él cupiesen todas las verdaderas verdades. Y yo creo, José, que el mundo es así. Si te subes a una montaña muy alta ves las cosas como si estuvieran puestas en orden en la llanura. Desde cierta altura, hasta las verdades se funden. Pero el hombre, desde luego, no vive y no puede vivir en montañas altas; le basta ver desde cerca su casita y su tierra, las dos, llenas de verdades y de cosas; allí está su verdadero lugar, su lugar de acción. Pero, de vez en cuando, puede mirar las montañas o el cielo y decirse que desde allí su verdad y sus cosas existen, desde luego, sin que se le robe nada de ellas, pero que se funden con algo mucho más libre que ya no es su propiedad. Contemplar ese amplio panorama y, al mismo tiempo, cultivar su campito; eso, José, es algo casi como la devoción. Y yo creo que el padre de los cielos de ese hombre en cuestión está de verdad en alguna parte, pero que se entiende a las mil maravillas con Apolo y otros dioses. En parte se compenetran y en parte son vecinos. Mira, en el cielo hay una inmensidad de sitio. Me alegra que esté allí el padre de los cielos.
—No eres ni caliente ni frío —le contestó José de Arimatea—, eres solamente templado. Y se levantó para marcharse.
—No lo soy —le respondió Pilatos—. Yo creo, creo, febrilmente creo que hay una verdad y que el hombre la reconoce. Sería una locura pensar que existe solamente una verdad con el fin de que el hombre nunca la encuentre. La conoce, sí, pero ¿quién? ¿Tú o yo, o quizá todos? Yo creo que todos tenemos nuestra parte en ella; el que dice sí, lo mismo que el que dice no. Si esos dos se unieran y se comprendiesen surgiría de ello la verdad. La negación y la afirmación no se pueden unir, pero la gente sí. Hay más verdad en la gente que en las palabras. Comprendo más a la gente que a sus verdades; pero hasta en eso hay fe, José de Arimatea, hasta para eso es necesario mantener el entusiasmo y el éxtasis. Yo creo, creo absolutamente y sin dudas. Pero... ¿qué es la verdad?
—Fue crucificado injustamente.
—Tú mismo lo entregaste para que le crucificasen —respondió José.
—Sí, lo entregué —respondió Pilatos—, y además la gente piensa que lo hice por miedo a algunos de esos alborotadores y a su Barrabás. Sólo con que hubiera mandado contra ellos a cinco soldados habrían callado inmediatamente. Pero eso no pude hacerlo, José de Arimatea.
—No se trata de eso —continuó al cabo de un momento—. Pero cuando hablé con él me convencí de que de aquí a poco sus discípulos crucificarán a otros. En su nombre, en nombre de su verdad, crucificarán y atormentarán a otros, matarán otra verdad y alzarán en hombros a otros barrabases. Aquel hombre hablaba de la verdad. ¿Qué es la verdad?
» Vosotros sois una nación extraña que habla mucho. Tenéis fariseos y profetas, salvadores y otros sectarios. Todo el que inventa alguna verdad prohíbe todas las demás verdades. Como si un carpintero que hiciera una nueva forma de silla prohibiese sentarse en las demás sillas que se hicieron antes que la suya. Como si por el hecho de haber inventado una nueva forma de silla quedaran inservibles todas las antiguas. Quizá la silla nueva sea mejor, más bonita y más cómoda que las otras. Pero ¿por qué demonios un hombre cansado no puede sentarse en una silla, sea la que sea, miserable, carcomida o de piedra? Está cansado y roto y necesita descanso. Y entonces vosotros vais y le sacáis a la fuerza de esa silla sobre la que se había sentado para que vaya a sentarse en la vuestra. No os comprendo, José. —La verdad —objetó José— no es como la silla y el descanso. Es más bien como una orden que dice: ve aquí o allá, haz esto o lo otro, derrota al enemigo, conquista esa ciudad, castiga la traición, y cosas parecidas. El que no escucha estas órdenes es un traidor y un enemigo. Así ocurre con la verdad.
—¡Ay, José! —dijo Pilatos—. Si tú sabes bien que soy soldado y he pasado la mayor parte de mi vida entre soldados... Siempre he cumplido las órdenes, pero no porque fueran la verdad. La única verdad era que estaba cansado o sediento, que añoraba a mi madre o alcanzar la gloria; que un soldado piensa precisamente en su mujer, mientras el otro recuerda su campito y su par de bueyes. La verdad es que, de no haber sido por las órdenes, ninguno de esos soldados habría ido a matar a otra gente, tan cansada y tan desgraciada como él. Entonces, ¿qué es la verdad? Creo que me atengo más a la verdad si pienso en los soldados y no en las órdenes.
—La verdad no es una orden del comandante —respondió José de Arimatea—, sino la orden del conocimiento. Ves, sin lugar a dudas, que este pilar es blanco; si yo te asegurase que es negro, sería en contra de tu conocimiento y no me lo permitirías.
—¿Por qué no? —dijo Pilatos—. Me diría que seguramente debías ser terriblemente desgraciado e infeliz si veías negro un pilar blanco. Trataría de distraerte; de veras, me interesaría por ti aún más que antes. Y aunque solamente fuese una equivocación, me diría que en tu equivocación había tanta alma como en tu verdad.
—No es mi verdad —dijo José de Arimatea—. Solamente hay una verdad para todos.
—Y ¿cuál es?
—Aquélla en la que creo.
—Ya lo ves —dijo Pilatos lentamente—. Desde luego, es solamente tu verdad. Sois como los niños, que creen que el mundo termina donde termina su horizonte, y que después no hay nada más. El mundo es grande, José, y en él hay sitio para muchas cosas. Creo que también en la realidad hay sitio para muchas verdades. Mira, yo soy extranjero en esta región y mi patria está más allá del horizonte; y, sin embargo, nunca diría que esta región no está bien y que la mía es la verdadera. Igualmente extrañas me son las enseñanzas de vuestro Jesús, pero ¿tengo por eso que decir que son falsas? Yo pienso, José, que todas las regiones son verdaderas y buenas, pero que el mundo debe ser tremendamente amplio para que todas quepan, unas delante de otras y junto a otras. Si se tuviera que poner Arabia en el mismo lugar en que está Ponto no sería, desde luego, justo. Y lo mismo ocurre con las verdades. Tendría que hacerse un mundo interminable, amplio y libre, para que en él cupiesen todas las verdaderas verdades. Y yo creo, José, que el mundo es así. Si te subes a una montaña muy alta ves las cosas como si estuvieran puestas en orden en la llanura. Desde cierta altura, hasta las verdades se funden. Pero el hombre, desde luego, no vive y no puede vivir en montañas altas; le basta ver desde cerca su casita y su tierra, las dos, llenas de verdades y de cosas; allí está su verdadero lugar, su lugar de acción. Pero, de vez en cuando, puede mirar las montañas o el cielo y decirse que desde allí su verdad y sus cosas existen, desde luego, sin que se le robe nada de ellas, pero que se funden con algo mucho más libre que ya no es su propiedad. Contemplar ese amplio panorama y, al mismo tiempo, cultivar su campito; eso, José, es algo casi como la devoción. Y yo creo que el padre de los cielos de ese hombre en cuestión está de verdad en alguna parte, pero que se entiende a las mil maravillas con Apolo y otros dioses. En parte se compenetran y en parte son vecinos. Mira, en el cielo hay una inmensidad de sitio. Me alegra que esté allí el padre de los cielos.
—No eres ni caliente ni frío —le contestó José de Arimatea—, eres solamente templado. Y se levantó para marcharse.
—No lo soy —le respondió Pilatos—. Yo creo, creo, febrilmente creo que hay una verdad y que el hombre la reconoce. Sería una locura pensar que existe solamente una verdad con el fin de que el hombre nunca la encuentre. La conoce, sí, pero ¿quién? ¿Tú o yo, o quizá todos? Yo creo que todos tenemos nuestra parte en ella; el que dice sí, lo mismo que el que dice no. Si esos dos se unieran y se comprendiesen surgiría de ello la verdad. La negación y la afirmación no se pueden unir, pero la gente sí. Hay más verdad en la gente que en las palabras. Comprendo más a la gente que a sus verdades; pero hasta en eso hay fe, José de Arimatea, hasta para eso es necesario mantener el entusiasmo y el éxtasis. Yo creo, creo absolutamente y sin dudas. Pero... ¿qué es la verdad?
1 comentario:
Muy buen cuento Karel, la verdad que me encantaría poder leer más sobre estos autores checos que a vos tanto te gustan ¿Sabés donde puedo conseguir algo?... Gracias Martín y espero que tus cosas anden bien, Facundo
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